Carlos Berlanga y pop fueron palabras sinónimas. No existió alguien más elegante e inteligente en la música popular española que él. Un dandy discreto tan «especial» que vivir le parecía una vulgaridad y a los 42 años dijo basta y se fue. Tal vez porque no había conseguido su sueño: convertir su vida en una fotonovela. Transformar su día a día en una de las canciones instantáneas y pegadizas que con tanta facilidad salían de sus manos.
En realidad, Carlos era, sobre todo, un hombre de talento. Tengo la impresión de que hubiera destacado en todo aquello en lo que se hubiera empeñado. Si se hubiera dedicado al cine, hubiera filmado unas cuantas películas de bajo presupuesto imprescindibles y su nombre sería un icono del cómic español de haber consagrado su vida al mundo de la viñeta. De hecho, sus dibujos eran más que notables y su cartel para Matador, la película de Pedro Almodóvar, mantiene su frescura con el tiempo. En cualquier caso, siempre resultaba extremedamente interesante escucharlo. Carlos era tímido, sí, y se percibía que sufría un poco expresándose en público pero tenía tanto magnetismo y era tan espontáneo y lúcido, que cualquiera de sus declaraciones eran acontecimientos para el círculo de seguidores que tenía.
Carlos Berlanga era hijo de un genio, Luis Berlanga, pero consiguió labrarse un camino por sí mismo. Aún hoy cuesta emparentarlo con el director de El verdugo porque era muy cuidadoso con la imagen que daba de sí mismo. Era una persona muy púdica que sabía rodearse de misterio y que parecía haber nacido de un frigorífico pop. Haber venido a este mundo de un parto impuro entre un cómic de Los 4 Fantásticos y una canción de Los Ramones.
Su educación en una familia de artistas y sin apuros económicos, le permitió además gozar de una educación esmerada y de una privilegiada visión del arte que lo situó dos galaxias por delante de la mayoría de músicos de la «movida». Berlanga hablaba de Boney M y Dalí con la soltura con la que un niño masticaba chicle y parecía tener instalado en el cerebro un chip con muchas de las consignas que le permitieron a Andy Warhol dejar huella en el arte contemporáneo.
Berlanga era el pop porque todo aquello de lo que hablaba, se convertía al instante en pop: un paraguas, los discos de Kiss, Lady Di, el uniforme de los equipos de fútbol, los anuncios de detergentes o la revista Lecturas. Berlanga parecía una centrifugadora. Encontrarse destinado a ser estrella. No sólo era listo sino guapo. Vestía elegantes e impactantes camisas. Se ganaba al momento a los entrevistadores. Y un carácter caprichoso y rebelde que lo hacía imprevisible. Era, sí, un dulce enigmático tanto para esas quinceañeras que compraban Superpop y suspiraban con Miguel Bosé, Spandau Ballet o Duran Duran como para los amantes del pop inteligente. Travestido y trasnochado. Todos esos punks que se enamoraron de su primer grupo, Kaka de Luxe, y también pegaron unos cuantos botes con los primeros hits de Alaska y Pegamoides.
Creo que Carlos Berlanga hubiera sido un secundario de lujo de haber sido actor. Puedo imaginarlo perfectamente apareciendo espectralmente en películas de Dario Argento y no entiendo por qué nunca intervino en un film de Iván Zulueta. Aunque las razones son evidentes: porque su destino era convertirse en uno de los más importantes iconos del pop español. Sus composiciones, de hecho, marcaron una época y aún hoy suenan actuales. Básicamente, porque Carlos era más moderno que los «modernos», más futurista que los vanguardistas y más visionario que los malditos. Todo lo hacía con espontaneidad y frescura. Con suma naturalidad. Y sin darse importancia. En determinadas ocasiones, de hecho, me he preguntado cómo fue capaz de crear canciones tan simples y al mismo tiempo, efectivas y proféticas. Muchas parecen sintonías de anuncios televisivos. Todas poseen una ingenuidad desbordante y una mala uva punk que las hace encantadoras. Son contemporáneas, modernas y ligeras. Arte frívolo que, de tan superficial, termina por ser trascendente. Son lienzos pegadizos sobre los celos y la pasión amorosa. Y sin ellas, no puede entenderse la década de los 80 del pasado siglo en España
Obviamente, Carlos Berlanga no forjó su leyenda solo. Nacho Canut fue importantísimo para que pudiera desarrollarse como músico y compositor y Alaska, la personalidad e imagen tras la que pudo esconderse para ocupar ese segundo plano en el que -a pesar de sus manifiestos deseos de convertirse en estrella- parecía sentirse tan cómodo.
Su aspecto frío y templado pero tremendamente sensual, en cualquier caso, contrastaba demasiado con el huracanado de Alaska. Y, a pesar de que tanto Pegamoides como Dinarama son dos de los inventos más gloriosos del pop español, estaba claro que, antes o después, acabaría tomando su propio camino. Iniciaría una carrera en solitario que se encuentra llena de un buen puñado de clásicos instantáneos, marca de la casa, que de haber tenido la difusión adecuada, podrían perfectamente haber amenizado muchas noches de verbena de los pueblos de la España neoliberal o haber sido hits en decenas de bares y discotecas. Pues, desde luego, son ideales para escuchar entre raya y raya de cocaína en cualquier garito oculto de ciudad. Y conservan el «duende» Dinarama.
Lo cierto es que la carrera en solitario de Carlos Berlanga se encuentra llena de buenos momentos. Algunos deslumbrantes. Pero su tendencia a la evasión, su dispersión, su aversión a tocar en directo y sus problemas con las drogas, no le permitieron volver a retomar la senda del éxito masivo. Algo que, de todas formas, en cierto modo despreciaba. Porque llegado a un límite, se contentaba ya meramente con vivir en su mundo. Levantar la voz de vez en cuando para describir la frivolidad de las relaciones de pareja contemporáneas, como prácticamente no ha logrado nadie en el pop español, y pintar dibujos a través de los que su alma volaba y planeaba divertida.
Según parece, como todo buen artista pop, Carlos tenía más miedo de la vejez que de la muerte. Y consecuentemente, él mismo decretó su partida prematura, en la plenitud de la vida, evitando así la decadencia y los achaques de la edad. Esos asuntos vulgares que una persona como él, nacido para ser estrella, no estaba, desde luego dispuesta a aguantar. Puesto que era uno de esos artistas de la estirpe de Oscar Wilde. Alguien nacido para imponer sus reglas y dictar con descaro unas cuantas consignas al mundo, que no estaba en absoluto dispuesto a escuchar lo que los demás tuvieran que decir de él. Shalam
إِذَا طَالَتِ الطَّرِيقُ كَثُرَ الْكَذِبُ
El diablo es optimista si cree que puede hacer peores a los hombres
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