Redacté ayer un texto sobre el fake. Y cuando lo estaba terminando, no pude evitar acordarme del realizado por Jordi Évole sobre el 23-F para el programa Salvados. Esa emisión que se ha propuesto llegar al primer puesto del ranking de audiencia a costa de los náufragos, descontentos y desesperanzados. Que se propugna como emblema de la misericordia y la investigación entre emisiones de anuncios de Danone, Pepsi, miradas retro a los pantalones de campana de los 70 y películas de Steven Seagal en las que magnates chinos y coreanos ponen en peligro los destinos del mundo mientras se atragantan con arroz o sushi y viejas masajistas acarician su espalda.
Como se puede entrever, soy de los que piensan que la Sexta (ese alfiler que dice ser puñal; el tapón de la botella del caos contemporáneo) está siendo la cadena encargada de canalizar el descontento de los ciudadanos ante la estafa económica actual. Está sirviendo como amortiguador de su ira y, en algún caso, ejerciendo de barrera paralizadora. Espejo narcisista y esquizofrénico dedicado a enaltecer el fracaso, poner músculo a la voz de los perdidos y aislados mientras realiza alabanzas desmedidas y genuflexiones a los «triunfadores» del capitalismo». Sesiones fotográficas repletas de laca en las que lo mismo aparece un Cristiano Ronaldo, un Marhuenda o un Pérez Reverte que un desahuciado, un panadero en crisis o un parado dispuesto a desnudarse por 100 euros. Y por ello entiendo que no fue en absoluto casual la inclusión del célebre fake en aquel Salvados. Si el fake, como género o recurso artístico, es un arma arrojadiza que contribuye a desmontar las trampas del sistema, es lógico que el poder (¿ah, que la televisión no es poder y Salvados no está a su servicio?) lo utilice y se apropie de sus contenidos para arrojarlo en este caso contra los ciudadanos festejando la ceremonia de la confusión.
Antes o después, tenía que suceder. Al fin y al cabo, el poder es el mayor promotor de fakes que ha existido jamás y por tanto sabe cómo y cuándo es el mejor momento para utilizarlos en su beneficio. Y no debemos olvidar que el fake artístico nace, crece, se desarrolla y extiende culturalmente como reacción a una realidad mediatizada y falseada por ese poder. Alude en parte a ese vacío que queda entre las palabras y lo que verdaderamente sucede, al que muchas veces -ante la tremenda desinformación- únicamente podemos referirnos irónicamente. Utilizando, a su vez, otra mentira. Citando paisajes imaginarios mientras, por ejemplo, el dinero vuela invisible a través de la red y las pantallas de banco sin concretarse del todo como muchas de las proposiciones de los fakes. Esos discos y canciones o situaciones que sólo existen en la cabeza de quien las expone ante una pantalla, una página o una performance.
En cualquier caso, lo peor de aquel infausto fake de Évole (¿prefieren que lo llame periodismo avanzado?) no fue su escasa credibilidad sino el hecho de instituir desde una supuesta cadena televisiva «rebelde», (esa rebeldía trans¿génica? que mezcla los vaqueros Levis con los crujidos de Doritos y una canción de los últimos Aerosmith), la duda. Es decir, no se atrevió a afirmar lo que cualquier ciudadano informado conoce -la participación como instigador principal en el golpe de estado de nuestro antiguo rey, Juan Carlos II- y dejó en suspenso cualquier respuesta que justificara la revuelta. Con lo cual, sí, consiguió que el fake fuera verdad. Pero verdad perversa y pervertida, fantasmagórica, que me parece que únicamente tuvo valor si consideramos que el fake, siendo aparentemente un género falso, es sumamente verdadero y subversivo. Porque, contemplado desde cierta óptica, lo que hizo Jordi Évole, (deseoso acaso de continuar la aventura de Spike Jonze en Being John Malkovich) fue un auto-fake. O un meta-fake. Una forma de transigir con el sistema y de mostrar sus cínicas entrañas. Puede que esta no fuera su intención (y si lo fue, desde luego, lo declaro un genio) pero gracias a la inmensa desvergüenza y desparpajo (bien pagado) con la que se atrevió a realizar esa operación en nombre de un supuesto periodismo de experimentación, mostró con inmensa claridad la desvergüenza del poder. Es decir, manipulándonos pudo denunciar la manipulación. Mintiéndonos villanamente mostró cómo nos mienten con vileza diariamente. Y puede que presentándose con cara de corderito ante las cámaras declarando no comprender las protestas sociales ante el espectáculo que urdió, contribuyera a denunciar la insistencia con la que cientos de políticos subrayan no entendernos tras realizar sus acostumbradas fechorías, pillajes y felonías mientras contienen la risa. ¿Quién sabe?
Lo que sí tengo claro es que si el poder utiliza el fake constantemente para que la mayoría social no sepa realmente qué es lo que sucede, contribuir con este género artístico -en nombre del PERIODISMO- a que la verdad continúe desconociéndose con amplitud, es en el fondo manipular a los ciudadanos, vejarlos. Tomarlos por tontos. Ponerlos a bailar en un club de alterne frente a la mirada atenta de unos empresarios subrayando lo privilegiados que son por poder disfrutar de este trabajo. Contribuir a mantenerlos en la ignorancia. Que es en el fondo lo que quieren esos políticos que, como Évole, se presentan como corderos ante su público, y únicamente están interesados en su voto (o en este caso concreto en la audiencia).
Hace varias semanas escuché una conversación entre Javier Crudo (un periodista que sí merece todos mis respetos) y Jordi Évole en la que ambos hablaban sobre la polémica que había desatado su transgresor documental. Javier, ingenuo y empático con el entrevistado -supongo que por conocer personalmente a Jordi o simple respeto profesional (al fin y al cabo Évole es socialdemócrata y la cara amable del vacío)- decía no entender las críticas que realizaron desde tantos sectores a su compañero de profesión, por su fake. Dos programas después, sin embargo, en un especial dedicado a la corrupción Javier Crudo entrevistaba a Ana Garrido, la mujer que destapó la trama Gurtel, y ésta le comentaba, que a pesar de haber insistido, dos de los programas «¿»humanistas?» de la Sexta, (esos buques trasatlánticos que vienen a salvar al pueblo de la crisis y remontarlo a otra orilla), El Intermedio y, sí, Salvados, prácticamente la habían vetado, no le habían dado ni voz ni voto. De hecho, aunque en algún caso, le habían llegado a realizar una entrevista, ésta finalmente se había decidido no emitir por vagos motivos relacionados con su supuesta ausencia de interés público.
Es decir, sin que estuviera planeado, los oyentes asistimos en el transcurso de una semana a dos caras muy distintas del problema. La de Évole. Un pícaro, astuto periodista, con visos cómicos, que quiso jugar frívolamente a artista, nos desvió de la verdad, contribuyó a ocultarla y evitó revelarla (acaso sabedor de antemano de que era necesaria una operación de cirugía artificial eficaz para el recambio de reyes que se venía). Y la de una ciudadana, Ana Garrido, cuyo nombre no conoce prácticamente nadie que, sin ser periodista, hizo lo que todo profesional de ese medio debe hacer: contar la verdad. Y por este motivo, se encuentra sumergida en el anonimato después de sufrir cientos de amenazas y vejaciones, y haber atravesado por serios cuadros depresivos. ¿Qué se puede decir a esto? Lo resumiré en pocas palabras. Que las cosas hay que llamarlas por su nombre: la casta (política y periodística) no es casta sino mafia. Salvados es un eufemismo de otra expresión más feroz: Sálvese quien pueda. Y aquella experimentación, fue una manipulación. En resumen, que la destrucción prosigue. Zombie-nation, zombie-pop, zombies tú y yo y tú y yo y tú y yo. Shalam.
¿Era más intenso el pasado que el presente? No lo tengo muy claro. Yo más bien pienso que la intensidad es una cuestión de actitud. Basta contemplar...
0 comentarios