Es muy reconfortante el creciente apogeo que, desde su muerte, goza la literatura de Juan José Saer. No tengo dudas de que el escritor argentino se sentía cómodo escribiendo desde los márgenes pero que, a la vez, sentía cierta contrariedad por no disfrutar de todos esos premios y reconocimientos que hubiera merecido.
Saer fue, en cierto modo, un escritor para escritores. ¿A qué me refiero exactamente con este calificativo? A que era un artesano del lenguaje centrado en la construcción y estructura de sus escritos que no consentía en aligerarlos para contentar al «lector medio». Lo que le ganó una fama de «autor» de culto difícil o aburrido absolutamente inmerecida. Al menos para quienes -mejor o peor- peleamos habitualmente con los teclados y el vocabulario, detectamos con facilidad los trucos, frases y giros que nuestros colegas emplean para conquistar la atención del público y obviamente, también percibimos con rapidez cuándo nos encontramos con alguien capaz de exprimir los recursos lingüísticos al máximo. Convertir la gramática en un espectáculo.
En realidad, la utilización que hace Saer de las oraciones subordinadas, el punto y coma y el modo en que hace respirar a la prosa es tan inaudito que no entiendo cómo alguien puede aburrirse al leerlo. Porque la escritura de Saer es un embriagador océano de frases en calma. Un huerto lleno de palabras que no cesan de moverse y balancean tanto el intelecto como el corazón de sus lectores. Es un compacto muro esponjoso de metáforas que provoca estupor. Una zona plagada de anécdotas, historias y pensamientos que, sin embargo, no pueden ocultar el vacío metafísico del que surgen.
Juan José Saer vivió más de cuatro décadas en Francia y se nota. En muchos de sus libros se produce un choque y encuentro natural entre la fría modernidad occidental y el fluido y vaporoso aliento de provincias argentino. Entre la ciencia lingüística y la casualidad. La objetividad y el azar. Hay muchos apartados de sus libros en los que utiliza las técnicas del «nouveau roman». Realiza descripciones minuciosas de forma casi exasperante y exahustiva. Pero su destreza es tanta que las descripciones no se convierten en un fin en sí mismo sino en un medio para transitar lugares mentales y actitudes. Realizar indagaciones y exploraciones novedosas en territorios presuntamente ya conocidos. En cierto modo, sí, cuando Saer describe un paisaje, también describe un lenguaje. Describe una lengua. La «lengua Saer». Una lengua parecida a un té verde porque es ligera, cortante y adictiva.
Saer es exhaustivo pero siempre deja un hueco para respirar a sus narraciones. Siempre hilvana dos o tres frases a través de las que aligera la tensión lingüística y hace fluir los acontecimientos. Agilizando la trama. Ciertamente, es parecido a un músico de cámara. Con muy pocos condimentos y recursos, es capaz de crear obras universales de ecos apagados y sordos. Saer nunca es pintoresco. Pocas veces cae en el tópico. Porque es la viva imagen de la exigencia. No busca tanto epatar o conmover como narrar. A secas. Narrar. Convertir al lenguaje en el protagonista. A sus narradores en héroes. A las palabras en emblemas. Y las historias en meros pretextos para la existencia del libro.
Sé que para muchos lectores lo importante de una novela es su argumento. Pero yo aconsejaría leer a Saer conociendo de antemano la trama. Cómo se desarrolla y acaba la obra. Porque, en realidad, este conocimiento no va en absoluto en contra del goce de sus narraciones. Al contrario, creo que ayuda a disfrutarlas porque, de este modo, podemos focalizar nuestra atención en el entramado lingüístico que suele componer. Gozar de esa fiesta solitaria que es la lectura de uno de sus relatos.
Juan José Saer es un escritor cuyas ficciones nos están diciendo algo que todavía no sabemos qué es. De hecho, hay algo crudo y seco en ellas que todavía no ha sido reconocido exactamente. Tal vez porque Saer no hablaba en sus textos más que de la escritura. Ese era su único tema y su obsesión. Y se preguntaba un día tras otro qué era ser escritor sin llegar a ninguna conclusión definitiva. Apenas tenía la sensación de que quien lo fuera, debía atreverse a transitar diariamente una zona desconocida. Una zona vacía que Saer no atacaba con angustia y zozobra sino con determinación. Casi con resignación y actitud zen. Con la conciencia de que para hacerlo no debía tanto llenar su mente de influencias sino vaciarse de ellas y de que cuanto más vacía fuera la trama de un relato, más habría que esforzarse por dar lustre a las palabras. Pues, en gran medida, su objetivo era transformar sus libros en entes autónomos situados en medio de la vida. Shalam
0 comentarios