Que los grandes artistas logran transformar nuestra idea de la realidad no es un tópico. Es exacto. Cada vez que accedo a un supermercado y veo a una mujer mayor pienso inmediatamente en David Lynch y Thomas Bernhard. No veo a la mujer real. La mujer de Cieza. La mujer de Cartagena. No veo a Isabel. Mis ojos se ennegrecen y no puedo distinguir a mi vecina. Veo -repito- a una mujer mayor que podría perfectamente aparecer en una película de David Lynch o una novela de Bernhard.
Bajo el filtro del director norteamericano, esa mujer mayor aparece ante mí con la mirada un tanto dislocada y perdida. Escucho tras ella evocadoras notas que emergen de un piano frenético y convierten poco a poco al supermercado en un borroso antro de dibujos animados en blanco y negro del que van surgiendo puertas, pasadizos que conducen a un infernal territorio. No puedo percibir en esa mujer mayor más que su boca. No puedo fijarme ni en su vestido ni en sus piernas ni en sus brazos. Porque no cesa de reír y reír y reír. Y cuando finalmente, tras pagar apresurado, me voy del supermercado, la veo observándome desde una ventana sonriéndome. Como asegurándome que nos veremos más tarde o temprano. No importa cuándo. Y que un día conoceré el rojo purgatorio cuyas grietas ha dejado entrever el supermercado. El territorio de consumo familiar convertido en un grotesco convento.
Por el contrario, si vislumbro a esa mujer mayor bajo el trasluz de Thomas Bernhard pienso lógicamente en su suicidio. En su deseo de suicidarse. En su deseo de hacerlo sola, de noche, y donde no la vea nadie como manifestación de odio absoluto hacia el mundo. Pienso también en su familia. En la fealdad abominable de una madre posesiva que la telefonea y no la telefonea diariamente y la desprecia y dice amarla para despreciarla a continuación. Pues esa madre querría que su hija hubiera sido como ella física y psíquicamente pero no sólo no ha sido como ella física y psíquicamente sino que vive sola, separada de todos sus conocidos, y ha fracasado en todo lo que ha emprendido. De hecho, no ha tenido hijos, no ha tenido ni un solo hijo, ni un solo hijo ha tenido y si hubiera tenido uno, uno tan solo, probablemente lo hubiera asfixiado en un tonel de agua. Ya que esa mujer mayor es una fracasada que incluso cuando va a al supermercado recibe una llamada de su madre que, así ha sido siempre, la ama y la desprecia. Incluso la amaba y despreciaba cuando obtenía sobresalientes en geografía y cuando dormía y cuando despertaba. Actos que eran testigos de su enorme fracaso, de su inenarrable fracaso, de su incontestable fracaso, porque ni dormir ni despertar ni la geografía sirven de nada ni tampoco los alimentos y el agua o la vida familiar y la escuela en su totalidad, piensa, antes de pegarse un tiro en el supermercado y acabar con su abominable existencia que a nadie importa. Es fruto de la mediocridad y la desgracia. Una cortina negra. Un fracaso irremediable, fulminante, total. Shalam
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¿Qué sentido tiene correr cuando estamos en la carretera equivocada?
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