Me gustaría por último, incidir en algunos detalles más sobre Twin Peaks y la obra de Lynch.En concreto, el rock. Un estilo musical omnipresente en su cine donde es utilizado en una de sus primeras acepciones simbólicas. Esto es; música del diablo. Algo lógico porque siendo la serie una indagación en la faz sombría del ser humano, el rock posee una historia vinculada a las danzas religiosas llevadas a cabo por las sectas religiosas procedentes de Inglaterra o a los rituales de vudú practicados por los emigrantes africanos.
Para Lynch, el rock es un cónclave. Una llamada a la pasión y al sexo. A las fuerzas desatadas y a los arcontes malignos. Y por ello es tan importante en el proceso de degeneración de Laura Palmer, suele aparecer constantemente durante los episodios, preludiando los violentos exorcismos espirituales de Bob o muchos de los descensos a los infiernos de los personajes y su nombre aparece citado, como una invocación, en el pórtico de entrada a la serie. Me refiero en concreto a la escena de Fire Walk with me en la que el agente Cooper contempla grabada en el parabrisas del desaparecido agente Desmond la frase «let’s rock». Las palabras mágicas que nos conducen directamente a la población de Twin Peaks y a la odisea psíquica de Laura Palmer la semana antes de su asesinato.
Un hecho muy simbólico teniendo en cuenta que Desmond es interpretado por Chris Isaak. Un excelente músico que, a pesar de la calidad de sus discos, no destaca precisamente por su originalidad sino más bien por su capacidad de reinterpretar la música norteamericana de los años 50. Es decir, es un émulo del rey del rock. Una irónica y sentida actualización de Elvis Presley. Un muchacho que reinó -vuelvo a incidir en la idea tantas veces repetida- durante la década en la que Lynch cifra el inicio de esa América monstruosa a la que somete a una disección intestinal muy parecida a la que realiza Thomas Pynchon. Un escritor al que le une la capacidad de conectar hechos triviales, acontecimientos pasajeros con instintos más profundos del ser humano. La capacidad de entroncar el vacío y la esquizofrenia con la cábala y el esoterismo y el sexo y el vicio con la turbación y la locura posesiva.
En realidad, para Lynch el rock es un conjuro de brujería. Un canal para convocar las fuerzas oscuras. El orgasmo artístico a través del que la psique norteamericana se pone en contacto con las logias telúricas, el vicioso rugido animal y escucha el latido de las culturas indígenas exterminadas o en peligros de extinción. Lo que, teniendo en cuenta que la tercera temporada se encuentra protagonizada por el doppelganger de Cooper, Mister C o Bob, un ser que personifica las tinieblas más negras y viste como un rockero, justifica sin dudas los innumerables conciertos en el Roadhouse que aparecen a lo largo de sus 18 capítulos. Así como, a su vez, el hecho de que la más dura performance llevada a cabo en el mágico escenario sea la de Nine Inch Nail precisamente en el capítulo 8; el de la bomba atómica.
El rock le sirve además para actualizar y extender gran parte de las sombrías profecías de H.P. Lovecraft, Edgar Allan Poe o Nathaniel Hawthorne sobre su patria. Y poder entroncar la serie con las historias de posesión narradas por los colonos y las leyendas sobre almas perdidas y espíritus salvajes escondidos en los bosques de las que se ocupa Frost en La historia secreta de Twin Peaks.
En fin, por último me gustaría recalcar otro aspecto muy importante de la obra: el paródico.
Twin Peaks comenzó siendo en parte homenaje y en parte parodia de los culebrones y las series policíacas además de una soberana evolución de ambos géneros narrativos. En un momento dado, se volvió una parodia de la psique enferma de la sociedad norteamericana. Y finalmente, se ha acabado parodiando a sí misma. Se ha atrevido a realizar algo que prácticamente ninguna superproducción se ha atrevido a llevar a cabo: reírse de su propio mito. Transformarse en una película autodestructiva totalmente prescindible para, paradójicamente, ampliar sus límites de actuación y trascender, al conseguir finalmente convertirse ejercer de parodia de la era de las series.
Toda la historia de Dougie Jones es una tremenda bofetada al espectador. Un sinsentido sin gracia que cobra una enorme valía porque sabemos que Lynch está jugando con esos club de fans que husmean cada detalle de cualquiera de sus series favoritas, buscando innumerables significados que no son tan importantes como la atmósfera creada por el director.
Interpretación que se despeja en el capítulo 17 cuando se descubre que la trama protagonizada por Dougie no era más que otra de las habitualmente corrosivas miradas de Lynch a, este caso, la políticamente correcta América de la corrupción inmobiliaria. Y la felicidad pastel de la resolución final de esta trama da paso al capítulo 18. Al vértigo de las dimensiones paralelas y la oscuridad que se encuentra detrás de una historia inacabable.
Una historia que termina de forma soberbia con un grito resonando cortante en el espacio. Un aullido que remite al de los torturados protagonistas de Carretera perdida o Mulholland drive incapaces de borrar sus recuerdos y sus actos y hace aflorar el trauma inacabable. El fantasma psíquico. Ese sufrimiento del que se nutre una logia negra sin la cual no existirían ni Twin Peaks ni esa realidad que vemos en la conclusión de una temporada cuyos alcances podremos valorar dentro de varios años. Cuando comiencen a aparecer series que aprovechen este nuevo impulso de libertad traído al medio catódico por David Lynch. Y este final imposible de hilar en su totalidad -¿es realmente necesario?- se revele como la radiografía psíquica de una sociedad que, progresivamente, y a medida que la realidad virtual se merendaba el aire de la vida real, destrozando de paso cualquiera de nuestros sostenes tradicionales -tiempo, patria e identidad- ha ido perdiendo el norte. Se encuentra en un proceso de huida hacia delante, desquiciada por ser incapaz de reconocerse a sí misma en ningún espejo. Ni tan siquiera uno tan claro y difuso como el que le muestra Lynch. Shalam
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