AVERÍA DE POLLOS: Inicio E Música E Tú sabes que es verdad

Tú sabes que es verdad

Jun 24, 2016 | 0 Comentarios

Que la sociedad contemporánea vive y se alimenta del «fake» no es noticia. Es casi cansino hasta repetirlo. La política es «fake, el periodismo es «fake» y la realidad es «fake» porque básicamente todo es publicidad. Comercio morboso e innecesario. Slogan,  moda y fetiche.

Obviamente, el mundo del pop (vinculado por un resistente cordón umbilical a la televisión y al videoclip) no sólo no está libre de «fakes» sino que es uno de sus jardines más propicios a su desarrollo. Por lo que sirve como espejo perfecto para conocer el rumbo hacia el que el poder dirige a la sociedad.

Se pueden hacer muchas clasificaciones de la era pop aunque, en este caso, voy a distinguir dos.

Una primera en la que se intentaba ocultar el origen (burgués o proletario) de los artistas para crear una leyenda, construir un mito, aprovechando sus vacíos y misterios biográficos. Una perspectiva que, por ejemplo, igualaba a Spiderman, la Patrulla X, Daredevil o Superman (y sus respectivas identidades secretas) con Bob Dylan, el Bowie de Ziggy Stardust, Kiss o The residents.

Y otra segunda en la que el truco se desvela porque no importa tanto el artista sino el producto. El capitalismo ha llegado a un grado de evolución tal que se permite mostrar sus trucos y trampas. Es más, el secreto está en exponerlas. Y por ello, falsedad y artificialidad ocupan el trono de la producción no tanto para cimentar una saga o una mitología sino para convertir a la música en diseño. Terminar con el arte y transformar el pop en un plató de publicidad.  Algo constatable en el caso de Milli Vanilli. Dos modelos que no cantaban en sus discos. Simplemente ponían su cuerpo, simulaban entonar las melodías e interpretar sensualmente las composiciones e incluso llegaron a ganar un Grammy con un disco que, paradójicamente, tenía el título de «Chica, tú sabes que es verdad».

Sí, obviamente, cuando se descubrió el montaje, el premio les fue retirado y nunca más se supo de ellos. Pero que hubieran llegado tan alto, ya apuntaba por donde iban los tiros. Porque lo que suele hacer el poder cuando desea introducir nuevos métodos de consumo por lo general es penalizarlos antes de sutilmente, darles carta de entrada definitiva al sistema.

Lo que ocurrió con Milli Vanilli era, supongo, una práctica más común de lo que parecía en el pop. Algo parecido a lo que ocurría con el doping en el deporte. Aunque tal vez no se había llegado tan al límite como en esa ocasión. Lo que me hace pensar que probablemente, el escándalo estaba programado. Pues, al fin y al cabo, esa prohibición y castigo no desató tanto una ira hacia los artistas prefabricados como una comprensión mayor por parte del público de los mecanismos ocultos de la industria musical. Provocó, sí, una difusión de la banalización y una aceptación masiva del engaño.

En realidad, el caso Milli Vanilli no estaba tan lejos de los casos Roldán o Mario Conde en España o Berlusconi en Italia. Personajes que no se sabía si eran militares, banqueros o directamente, como el par de negros saltarines, inmensos comediantes. Un hecho que propició la llegada masiva de grupos, periodistas y escritores que se sospechaba no cantaban, no informaban y no escribían. Simplemente ponían su cuerpo y rostro a un producto. De hecho, en el caso de la música, comenzó a dejar de importar si el intérprete entonaba el estribillo en directo o tenía algo que ver con este arte. Un proceso que, en cierto modo, cumplía, una de las promesas del pop: disolver las barreras creadas por las clases sociales. Conseguir que cualquier por el mero hecho de ser atractivo y sin necesidad de poseer talento, pudiera llegar a convertirse en estrella. Transformar al obrero o muchacho de clase media en ídolo y retirar del rock ese componente de mitología que había hecho peligrosas a sus leyendas durante cierto tiempo.

Ciertamente, ahora el cantante no tenía más biografía que la del vendedor de la esquina. Su rostro era el de cualquiera (guapo o guapa, eso sí). Y su identidad no era sagrada sino opaca (por conocida), como la del Spiderman de Ultimate cuyo secreto es conocido hasta por su tía May. Operación que transformó al arte definitivamente en consumo. Le quitó carga social y mitológica y lo convirtió en un arma para inocular nuevas ideas proclives al poder, como el hedonismo masivo. El Ibiza remix. La fiesta de la espuma. Transformando la vida en un día final de graduación alargado en el tiempo. Un eterno Porkys power.

Los artistas, de hecho, ya no aspiraban a ser un póster. Eran ese póster. Un logo prefabricado que no tenía por qué remitir a unas canciones determinadas o al menos no tenía esa obligación puesto que eran ahora esas mismas canciones las que iban detrás de la imagen. Y en cuanto la ofensiva grunge decayó bien por el suicidio de Kurt Cobain o por el desgaste lógico de toda escena alternativa que deviene masiva, el mundo musical (hablo metafóricamente) se convirtió en un inmenso tablero virtual. Una gigantesca caja de música electrónica y cerebral que decretó la muerte de la espontaneidad, creatividad y rebeldía a medida que programas como Gran Hermano, La quinta marcha, Crónicas marcianasLa Máquina de la verdad, políticas neoliberales y ficciones de todo tipo se instauraban fantasmagóricamente en la vida social. Haciendo creer al español medio que era rico. Un modelo de Milli Vanilli por ejemplo o un enorme empresario, mientras se le ocultaba la letra pequeña de contratos leoninos y todas las voces contestatarias eran opacadas o puestas en entredicho, como es el caso de la revista Ajoblanco y tantos músicos y escritores que durante los 90 tuvieron que sufrir el descrédito y vacío más absoluto o reconvertirse en estrellas mediáticas (sin nada que ofrecer más que su rostro) para conseguir sobrevivir e instaurar el reino zombie que aun continúa gobernando nuestro país y el mundo. Tal y como sugiere el éxito de Lady Gaga, Beyoncé u Operación Triunfo.

¿Cuál era el objetivo de toda esta estrategia?  Que las personas se apartaran lo más posible de su origen e identidad (y tuvieran además todas las facilidades para ello como muestra Internet) provocando ese nocivo descontento que arrastra consigo la no aceptación de la realidad. Una desorientación y desencanto que muchas personas intentaron suplir con las adicciones, el trabajo, el sexo y por supuesto, el dinero. Medios (o armas) que el sistema tradicionalmente ha aprovechado para controlar a los ciudadanos y, en este caso, le sirvieron para implanta las fantasías necesarias para que la realidad nunca tuviera lugar y además, fueran los consumidores los que antepusieran sus deseos e ilusiones a la verdad.

Ciertamente, si nos fijamos, Milli Vanilli no realizaron ninguna trampa. En cierto modo, su actuación no fue tan poco legítima (como hipócritamente se presenta), pues seguramente, la raíz del problema radicaba en las fantasías de su público -el fenómeno fan- que no hubiera aceptado sus canciones de ser presentadas por sus intérpretes originales. Una forma como otra de evitar la verdad y continuar siendo zombie. Esto es, anoréxico, obeso, corredor de bolsa o funcionario. Seres que inventan (o transforman) la actualidad diariamente con mucha más potencia que cualquier escritor para conseguir su objetivo (o el objetivo del capitalismo): no tener que aceptar esa realidad jamás y mucho menos, la verdad.

Lo cierto es que, desde hace ya tiempo, el público no busca la verdad en sí mismo sino en ese mar cotidiano de colores y caramelos, deporte, doping, música, play back, teatro, perfomance y cine. Un mundo que, desde todos los altavoces mediáticos de la sociedad de consumo, se repite una y otra vez que es real. Llevando al extremo aquellos versos que titulaban el más famoso disco de Milli Vanilli: «Tú sabes que es verdad. Tú sabes que es verdad. Tú sabes que es verdad. Tú sabes que es verdad. Tú sabes que es verdad». O más bien, -añadiría yo- quieres creer que es verdad (aunque sepas que es un «fake»), porque si creyeras que es mentira, tendrías que enfrentarte a tu muerte. Y el capitalismo (y sus ciudadanos) prefieren siempre culpar a los otros o autodestruirse antes que aceptar la realidad aunque ya nadie -excepto Milli Vanilli- sepa qué es y en qué consiste aquello a lo que llamamos realidad. Shalam

 اِبْنُ آدَمَ يُرْبَطُ مِنْ لِسَانِهِ وَالثَّوْرَ مِنْ قُرُونِهِ

 No es la ley lo que asusta, sino el juez

0 comentarios

Enviar un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

Contenido relacionado

Videoaverías

Averías populares

Berrio

Los discos de Rafael Berrio son heroína, vicio y apego; ese café sin el cual las tardes se tornan pálidas e insufribles. Probablemente porque, al...
Leer más
Share This