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Toro

Sep 14, 2014 | 0 Comentarios

El hombre del Paleolítico pintó un toro en el saliente de unas rocas. Probablemente para apropiarse de su fuerza y asegurarse la supervivencia. El toro dibujado en la cueva era carne entrando en su cuerpo, fortaleciendo sus músculos y concediéndole vigor. Era la energía y el brío y la ira y la furia y también el placer y el amor porque era el alimento. Al pintarlo, el habitante de las cavernas se aseguraba un poder sobre él, además de una comprensión acerca de la existencia, convirtiéndose por momentos en bestia. Al ingerir el cuerpo del animal, éste pasaba a formar parte de sus entrañas. El toro comenzaba a ser un hombre como el hombre se convertía en toro. Ambos vivían su animalidad y humanidad de forma portentosa en honor a la naturaleza. Y finalmente, no existía la muerte sino posesión, delirio, exorcismo y transformación. Mutación y metamorfosis. Celebración de la vida y la muerte. Ritual orgiástico que tornaba sagrado el cuerpo de ambos.

El hombre mugía mientras los pedazos de la bestia se introducían en su boca y el toro hablaba cuando el humano comenzaba a realizar la digestión. Comunicación sin freno, fusión de dos mundos ancestrales, ambos sobrevivían de una u otra manera como salvajes y humanos convirtiéndose en dioses. Razón por la que tal vez Zeus no dudara en encarnarse en toro para conquistar aquella mujer fenicia, Europa, que tanto deseaba y los griegos crearon el minotauro. Ese ser mitad hombre y mitad toro que no es sino un reflejo del momento en que fuimos capaces de, asegurándonos el sustento, proyectarnos al futuro, convirtiéndonos de alguna manera en inmortales. Una prueba de que la transgresión y la fusión entre órdenes diferentes es imprescindible para generar vida.

Sin embargo, en vez de reverenciar al ser que fusionaba día y noche, razón y caos, instinto y cerebro, se lo encerró en un complejo arquitectónico muy complejo: el laberinto. Algo terrible. Porque el cautiverio del minotauro en aquella fortificación situada en una isla de Creta suponía la no aceptación del caos. El comienzo del racionalismo. El fin de la felicidad o más bien del tiempo de los momentos plenos. La separación definitiva entre la bestia y los hombres. Una afirmación de nuestra superioridad sobre los animales. Un franco testimonio de que no los necesitamos para subsistir. Nos avergonzamos de tener cierto parecido con ellos y hemos dado la espalda al mito y al origen, premiando a quien penetrara con su espada o puñal, el corazón del toro.

En esencia, las corridas de toros son una repetición de este deleznable acto. Habiendo perdido nuestra esencia primaria, volvemos a matar a la bestia una y otra vez para exaltar al héroe de la razón: Teseo, el torero, el científico.

El toro muerto nos libera de Atapuerca y Lascaux -la esencia primitiva- pero, en realidad, puesto que la carne del toro muerto ya no es necesaria para la supervivencia de la especie, su muerte es un signo decadente. Una muestra de que los seres humanos hemos tomado el camino evolutivo equivocado y en vez de apostar por la integración, lo hemos hecho por la exclusión. Hemos perdido la conciencia de que cuando matamos al toro estamos en realidad matándonos a nosotros mismos. Razón por la que no encuentro placer alguno en estos festejos. Sobre todo, porque cada vez que le hacemos daño a la bestia, nos lo hacemos a nosotros mismos.Y en cada ocasión que la matamos -sin que exista una necesidad de supervivencia y por tanto, un sentido sagrado- negamos nuestra animalidad y sinrazón, esclavizándonos a la dictadura de la técnica y la ciencia. Esa misma que construye bombas atómicas y metralletas y minas y explosiones racimo y no nos deja otra opción que explorar los cielos en busca de una planeta habitable para sobrevivir.

Tal vez, por tanto, el héroe en las corridas de toros no sea el torero sino el toro. Animal cuya muerte repetida y continua es tan trágica para muchos de nosotros porque muestra con claridad meridiana cómo continuamos alejándonos del origen (Altamira) y acercándonos sin pausa al fin.

De hecho, creo que pueden encontrarse conexiones entre las explosiones de júbilo del público cuando la bestia muere, las guerras y muchas psicopatías modernas que, en esencia, son pruebas de la irracionalidad de la razón. De una barbarie humana descontrolada que muestra con claridad que, aunque a muchos les parezca despreciable, el hombre debe caminar (simbólicamente) tras los pasos del toro y el mono y el tigre si desea recuperar un nervio ancestral que lo ponga a salvo de la manipulación, sumisión y esclavización que practican los actuales estados modernos. Esos primos-lejanos de Teseo que aspiran a convertirnos en máquinas y prohibirnos aullar, ladrar, mugir, caminar o danzar en torno al fuego como lo hacíamos cuando vivíamos en las cuevas y matábamos a los animales por necesidad y no por placer, crueldad o ignorancia. Shalam

من تسمّع سمِع ما يكْره

A cada loco le corresponde un sabio

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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