Para mí, no existe momento histórico más fascinante y bello que el del encuentro entre los mundos americano y europeo. Es esta una leyenda real que no me canso de escuchar y sobre la que podría estar investigando toda una vida. Estoy ahora terminando de leer por ejemplo la fabulosa trilogía sobre el Amazonas compuesta por William Ospina y he de reconocer que, a pesar de conocer por otras fuentes buena parte de las historias que se narran allí, no sólo no me fatigo de saber de ellas sino que al contrario, me adentro en su contenido con la emoción e intriga de quien penetra en un entorno hasta entonces desconocido; del que ignora la gran mayoría de sucesos ocurridos e inevitablemente se siente perplejo y maravillado ante lo que allí lee. No sólo por la maestría narrativa del escritor colombiano o por la prosa de fantasía a través de la que va conduciendo al lector por los más recónditos parajes, sino por las monumentales dimensiones épicas de los acontecimientos relativos a la conquista americana de los que se ocupa que -me parece a mí- no tienen parangón con ningunos otros sucedidos jamás. De tal forma que únicamente un hecho tan excepcional como la confrontación del ser humano con una raza de extratarrestres, creo que podría superarlos en resonancias.
Muchas veces, rememorando vidas pasadas, meditando sobre quién pude ser en tiempos lejanos, me he visto a mí mismo penetrando en tierras americanas. A bordo de un barco que salía de España en dirección a ese continente.De hecho, he de confesar que en los muchos viajes por esa zona del mundo durante mi presente encarnación, he tenido todo tipo de milagrosos deja-vus que me han hecho reafirmarme respecto a los cientos de vivencias experimentadas allá en esas existencias anteriores. Y por ello, en cierto modo, me parece natural haber acabado viviendo en México. Haber unido mi suerte a la de este continente para siempre pues sin dejar de sentirme español, he de reconocer que desde el primer momento que desembarqué aquí, conecté con el alma de estos parajes de forma tan intuitiva y visceral que al cabo de unas pocas semanas, ya pensaba y razonaba más como americano que como europeo.
Refiero estas anécdotas hoy, por cierto, no porque desee hablar sobre algún apartado en concreto de mi vida en América sino porque me apetece referirme a una de las películas más hermosas que jamás he visto sobre el encuentro entre la realidad occidental y americana. Una de las que han marcado mi vida: El nuevo mundo de Terrence Malick. Y, desde luego, me parece importante que el lector conozca mi pasión y vínculos con este monumental continente así como que vislumbre los cientos de lazos (visibles e invisibles) que me unen al mismo para que entienda mejor mi alta valoración sobre esta obra maestra que vació mi boca de palabras y casi me hizo llorar la noche en que la contemplé por primera vez en un cine. Sabiendo que en breves horas agarraría un avión y volvería a pisar el nuevo mundo. Esos parajes donde mi corazón vivía con intensidad y alegría la existencia como nunca antes y donde me aguardaban todo tipo de experiencias mágicas y, por momentos, inenarrables como, a su vez, alguna que otra decepción que contribuiría a forjar mi carácter.
Conste que también he decidido referirme a mi experiencia personal porque por alguna razón (que se me escapa), la mayoría de personas que conozco piensan que, hecha la salvedad de To the wonder (que todavía no he visto), El nuevo mundo es la película menos interesante de Terrence Malick. Opinión que no comparto pues a mí de todas las suyas es la que más me emociona. Y, de hecho, la prefiero con mucho a por ejemplo, la interesante (aun, en mi opinión, no del todo conseguida) La delgada línea roja. Aunque obviamente no a Malas tierras, Días del cielo o El árbol de la vida. Obras de arte monumentales que únicamente pongo por detrás en mis preferencias respecto a El nuevo mundo por las razones personales aludidas. Ya que cuando contemplaba la forma casi sobrenatural a través de la que Malick había captado la naturaleza americana, esos árboles imposibles de nombrar con el lenguaje humano, aquellos ríos anchos y hermosos que parecían lágrimas de dios o el discurrir por esas tierras de fábula de los indígenas, era inevitable que me sintiera transportado a aquellas selvas de Venezuela por las que caminaba años antes, los lagos de Chiapas o los arenales que crecen en torno al Amazonas y que mi alma se sintiera volar tan alto como aquellos pájaros que piaban descontrolados ante la inminente llegada del hombre occidental a América en el film.
Además, yo entré al cine virgen. Mi mente se encontraba ocupada por los planes de mi nuevo viaje a América. No sabía tan siquiera que el director era Malick. O no le di demasiada importancia a ese dato en aquel momento. Y puede que por estas razones cuando la conmovedora y transparente música de James Horner empezó a escucharse al tiempo que la bellísima Q’orianka Kilcher nadaba como una sirena en las aguas mientras unos monólogos plenos de emotividad se escuchaban, mi corazón latiera muy, muy fuerte, mucho más de lo habitual, como si estuviera accediendo a un lugar sagrado o escuchando un secreto esencial para mi existencia. Logrando que no pudiera despegar mi rastro ni mis ojos llorosos de la pantalla durante las más de dos mágicas horas que duró el poético viaje a los orígenes del mundo, pensando en la mujer que me esperaba al otro lado del-océano así como en todas las otras que había amado en Brasil, Chile, Venezuela y otros países de allá aunque únicamente fuera una noche. Jóvenes cuyo recuerdo, de algún modo, me hacía revivir la historia de amor descrita con tanta maestría y rigor por Malick entre una muchacha indígena y un soldado inglés que no la correspondería, que al cabo de una hora de proyección, me di cuenta que no era sino la mítica crónica del encuentro entre John Smith y Pocahontas. Uno de los más reveladores sucesos de lo que supuso ese avistamiento entre cosmogonías absolutamente distintas.
Aquella noche todo encajó. Los planos parecían tapices, lienzos en movimiento. El viento, el sol, la brisa retratada allí casi que formaban parte de la sala haciéndome creer que podía llegar a tocarlos. E incluso los monólogos de los protagonistas parecían brotar de mi conciencia. De hecho, pensé que podría haberlos escrito o dictado yo. Y que revelaban de una forma desconocida, ciertos sentimientos internos de mi psique que me costaba mucho transmitir y revelar y únicamente podía experimentar en el continente americano junto a aquellas mujeres que se comunicaban con el corazón y no la razón y que hablaban a través de sus ojos y cuerpo y no por las palabras.
Aunque, en cualquier caso, la historia de amor -siendo lo esencial- no era más que una parte de un relato narrado casi de manera artesanal, la fundación de la colonia de Jamestown (Virginia), y descrito con extrema rigurosidad. De manera tan poética y evanescente como fiel a los hechos descritos por los cronistas. De tal forma que uno sentía con insólita veracidad la soledad de los colonos ingleses en la intemperie de la selva, la sorpresa de los indígenas ante la llegada de los intolerantes dioses occidentales y casi que podía oler la pólvora gastada en batallas filmadas con un realismo no exento de magia que transmitían a la perfección muchas de las indescriptibles sensaciones que se generaron durante la conquista de América.
Pero es que además, los actores de esta especie de sinfonía barroca parecían reales. Tanto es así que todavía pienso que si James Gandolfini nació para interpretar a Tony Soprano, Q’orianka lo hizo para dar vida a Pocahontas. Y sin llegar a ese extremo, no le recuerdo tampoco una interpretación mejor a un Collin Farrell magnífico y creíble. Capaz de mostrarse sensible y rudo al mismo tiempo. Dejando traslucir su alma enamorada sin por ello perder su rasgo de hombre aventurero, fascinado por el nuevo paisaje. Christian Bale en su papel de marido fiel y leal de Pocahontas estaba igualmente convicente. Y de Christian Plummer poco había que decir sino que lo bordaba como es habitual en él, terminando por dotar de rigurosidad y credibilidad a un film que más verse, se bebía. Era puro líquido. Un manjar destinado a unos elegidos que entiendo que puede ser revisitado una y otra vez sin perder gran parte de su emotividad, la cual no radica en lo que vemos sino en cómo Malick nos lo muestra: buscando la alusión, el rasgo cómplice y sutil, retratando el horizonte, ese nuevo mundo como un más allá que acaso todavía no ha sido comprendido del todo.
Son también, por otra parte, muy destacables las escenas que se desarrollan en Inglaterra en las que Malick se muestra como un estilista muy agudo. Y me parece que terminan de mostrar con sobriedad los méritos de su cine. Pues si bien pone bastante énfasis en la abstracción occidental al explorar los artificios manieristas, laberínticos de esta cultura, lo cierto es que lo hace sin recalcar en exceso la comparación con lo natural americano (algo que habría hecho, sin dudas, otro director más torpe) dotando, por tanto, de agilidad a una narración que finaliza con una escena preñada de belleza en la que casi podemos, -ya no ver sino sentir- al alma de Pocahontas uniéndose al cosmos para siempre. Y, a la vez, de manera indirecta observar cómo continuó el proceso de colonización de América, al conocer la noticia de que el marido y el hijo de la mítica aborigen han decidido irse hacia allí. Un proceso en el que, finalmente, me he acabado involucrando cinco siglos después de los descritos en un film que sé que me revelará nuevas sorpresas cuando me decida a verlo otra vez. Porque es inagotable como las grandes obras. Y, en esencia, toca un tema, el exiliado o habitante de dos mundos, que a quienes nos hemos visto obligados por el destino a vivir en el continente americano sin por ello perder nuestra identidad occidental, nos toca frontalmente. Nos emociona de tal forma que me pregunto si es posible comprender hasta los últimos estertores este inolvidable retablo sin haber vivido, sufrido, amado y gozado en los parajes de este continente de fábula. Algo que me hace pensar que acaso radique allí la razón del rechazo o más bien, poco entusiasmo que generó en Europa esta película cuyas imágenes me acompañarán hasta el día de mi muerte.
En fin. ¿Algo más? Sí. Que como todos los films de Malick existe una versión reducida y otra extensa. Y que es muy recomendable hacerse con esta última que dura tres horas y responde mucho mejor a los deseos creativos de su hacedor. Yo la conseguí en un drugstore de Norteamérica, la he visto hasta tres veces y la he disfrutado por supuesto mucho. Algo inevitable pues aunque únicamente fuera por sus primeros 10 minutos, ese engarce impresionante de imágenes históricas y poéticas que nos llevan a otra realidad, esta obra merecería ser tenida en un lugar aparte. Al menos, ya lo he dicho repetidas veces, así se encuentra en mi corazón. En un rincón destinado únicamente a muy pocos momentos y personas elegidas: aquellos que supieron extraer belleza y amor de los momentos más comprometidos y duros. Shalam
ما حكّ جْلْْْْْدك مثل ظْفرك
Ni la humildad de los pescadores ni el cinismo de los mercaderes empañarán la pureza de las perlas
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