Hace varios días volví a ver Nadie hablará cuando hayamos muertos. Una película que, en su momento, me pareció espectacular pero que no me creí en ningún momento en esta ocasión. Me pareció que poseía un guión hueco, lleno de vacíos que Díaz Yanes había llenado a base de golpes de efecto, violencia y, sobre todo, la soberbia interpretación de Victoria Abril y Federico Luppi. Dos actores muy distintos (el uno elegante y sereno y la otra ansiosa y visceral) que se comen, se meriendan cada escena en la que aparecen de tal modo que estoy prácticamente seguro que Nadie hablará no sería ni la mitad de lo que es sin ellos. A Luppi le basta con pronunciar tres o cuatro frases, mirar con profundidad y gesticular con elegancia para atraer toda la atención. Y lo que hace Victoria es conmovedor. Hacer creíble a una superviviente que vive la vida al límite y no tiene reposo alguno.

Si he de ser sincero, el filme de Yanes me ha hecho pensar en Buñuel todo el tiempo. Más que nada porque creo que el genio aragonés detectó perfectamente un problema del cine español. Intentaré explicarme. Me suele ocurrir cuando veo a los actores hablar que no me creo del todo los diálogos. Muchas veces me suenan artificiales. Algo que aclaro que no tiene tanto que ver con su destreza artística sino con el hecho de que los españoles tendemos a ser muy naturales (esto no es obstáculo para que también seamos hipócritas) al comunicarnos con nuestros semejantes e intentar imitar esa naturalidad en una película da como resultado la artificialidad a la que me refiero y que muchas conversaciones parezcan falsas o forzadas. Una circunstancia que, por ejemplo, no se da en el cine norteamericano por la extrema profesionalidad de su industria y la funcionalidad de su idioma. Tampoco en el francés por la sutileza de la lengua y de las relaciones humanas. Ni en el italiano o mexicano precisamente porque los italianos sobreactúan muchísimo en la vida real y los mexicanos son tan viscerales y melodramáticos que ya de por sí parecen sobreactuar en la vida cotidiana y no hay apenas salto ni trasvase a la pantalla.

¿Qué hizo Buñuel para romper esta dinámica en las películas que rodó con intérpretes españoles? Olvidar toda tentativa de realismo en su cine. Permitirles a los actores jugar, levantar la voz, hacer lo que les diera la gana, sobreactuar, exagerar, hacer puro teatro sin tener que forzosamente ser verosímiles ni naturales para así componer frescos valleinclanescos como el de Viridiana. Motivo por el que también lograba que cada escena fuera un mundo en sí mismo. Muchas películas de Buñuel parecían comenzar una y otra vez porque cada momento era único. Al director aragonés no le importaba tanto la continuidad del filme sino resaltar la expepcionalidad de cada instante. Algo muy poco cinematográfico y ortodoxo que precisamente por ello hacía que sus películas estuvieran vivas. Fueran salvajes e imprevisibles.

En este sentido, no tengo dudas, por ejemplo, de que Ángela Molina o Catherine Deneuve participaban en sus filmes para ver qué hacía con ellas. Adónde las conducía. Qué puta ocurrencia tenía esta vez. Todo lo contrario de lo que sucede con Victoria Abril y Federico Luppi en el filme de Díaz Yanes. Quien (inteligentemente; eso sí hay que reconocerlo) se apoya en ellos para salvar una película que sin ambos no sería en ningún caso la misma. Algo totalmente diferente a lo que ocurre con el cine de Buñuel cuyas obras son siempre rebeldes y libres independientemente de los actores que aparezcan. Shalam

لا أحد أعلى ، لا أحد أدنى ، لكن لا أحد متساوٍ

Nadie es superior, nadie es inferior, pero tampoco nadie es igual