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Mártires

Nov 1, 2014 | 0 Comentarios

Es difícil no hablar de una película como Martyrs después de haberla visto. En este sentido, su director, el francés Pascal Laugier, desde luego que consigue su objetivo. Hay que aludir a su obra sí o sí ya sea porque nos haya sobrecogido o nos hayamos sentido asqueados por su propuesta intensa y extrema hasta límites escasamente concebibles. Tanto que me resulta difícil tomármela en serio. De hecho, la considero casi una performance sobre el horror -comparable en varios aspectos a la realizada por Michael Haneke en Funny games-. Más una puesta en escena autoconsciente de la locura que invita al espectador a traspasar la cuarta pared que una pieza de arte tradicional.

Esto es algo que no es en absoluto extraño dentro de la cultura francesa dado su grado de sofistificación racional. Tanto las películas de Alain Resnais, Jean Luc Godard o Alain Robbe Grillet como las novelas de Georges Perec y Le Clézio o los ensayos de Gilles Deleuze o Jean Baudrillard entre otros muchos nombres, conducían al límite la representación, el lenguaje, la imagen o la narración. Y en muchas ocasiones, los destrozaban en vivo y en directo con el objetivo de hacer respirar obras de arte contaminadas, abatidas por el peso de siglos de cultura. Una cultura, en el caso de Francia, hiperracional y cartesiana sin conexión con la tierra y probablemente tampoco con los cielos pues se alimenta de simulacros de realidad que estos artistas recreaban manipulándola. Removiendo constantemente sus dobleces y sinuosas capas para conseguir resucitarla.

Creo que los puntos de partida de Martyrs son los anteriormente citados. Ocurre que al tener que aplicarlos en este caso a un género como el de terror que de por sí desborda y despide emociones y tensiones extremas, Pascal Laugier se vio obligado a llevar su propuesta a límites prácticamente inconcebibles. Un intento frenético y exagerado de llamar la atención de todas las formas posibles que me parece que se explica debido a la cultura de la irrealidad extendida en Francia. Un país donde el foso entre las palabras y el mundo se hace día a día más grande y exige rellenarlo a la desesperada para construir puentes de diálogo entre los miembros de una cultura que parece estar muerta o trabajar para la muerte. No emite rasgos vitales y hay que reanimarla a la desesperada, tal y como que hace el director galo aquí: ponerla ante el espejo y comenzar a golpearla, torturarla, a ver si despierta de alguna forma.

Es con esta clave, por ejemplo, que leo la fallida historia de la secta que se desarrolla en la película. De hecho, entiendo que el interés de los señores burgueses por descubrir aquello que se halla más allá de la muerte no es más que un gesto habitual en una cultura condenada a perecer, decadente, como el realizador francés se encarga de certificar con el suicidio final de la señora que logra conocer este secreto.

Y, desde este punto de vista, las torturas, los bailes de sangre, los gritos, las coreografías de ballet, las confusiones esquizofrénicas, el dolor, la lucha, la violencia ilimitada no son, me parece a mí, sino rasgos de esta amarga y apática realidad de la que surge. Un baile sangriento que intenta desesperadamente golpear la pantalla y abrumar al espectador que funciona mejor como símbolo de impotencia que de rebeldía. Actúa como podría hacerlo una mosca a la que le hubieran cortado la alas o un león sin alguna de sus piernas condenado a revolverse furiosamente ante la morbosa mirada de sus captores en una jaula sin poder hacer nada, absolutamente nada, más que automutilarse que es lo que en el fondo realiza Laugier: autoflagelarse recordando y citando entre líneas los martirios de Juana de Arco y otras santonas con el fin de encontrar un aire puro que la realidad le (y nos) esconde. Cubriendo de miedo y mierda su película para lograr estallidos de rabia en un espectador al que no se le da respiro y se le pide que o bien participe activamente en la tragedia o salga de ella absolutamente descompuesto por sus sádicos planteamientos. El daño y saña con los que realiza una incisión en una pantalla que se transforma por momentos en lo más parecido que he visto en años al ojo rasgado por un cuchillo de El perro andaluz. Una tormentosa catarsis de dolor en continuo crescendo.

Valga, en cualquier caso, el ejemplo de Martyrs para recordar que la vida está repleta de paradojas. Decía Ernesto Sábato, que sólo en un país tan racional como el francés podía haberse desarrollado el surrealismo como lo hizo. Pues se necesitaba un estilo artístico que se contrapusiera al racionalismo desmesurado de aquella cultura. Y me parece a mí que a propuestas como Martyrs o Holy motors de Leo Carax se les puede aplicar perfectamente esta sentencia. De hecho, no he podido evitar comparar las dos películas estos últimos días. Pues ambas me parecen no ya un comentario sobre otro comentario o una cita a pie de página, como muchas obras de Godard, sino como he indicado antes, una performance en toda regla. La performance de un cadáver levantándose de la tumba que no tiene, por tanto, la obligación de utilizar el lenguaje que manejamos cotidianamente.

Creo que en el fondo esto es lo que nos propone el más radical e incomprendido a la par que sugestivo cine francés actual: radicalizar la imagen desde la muerte. Una celebración de la vida desde la tumba. La posibilidad de ver desplazarse a un cadáver y romper todas las reglas existentes. Aunque por supuesto, habría que matizar.

Si en Martyrs asistimos a un grito lleno de desesperación, el de Holy Motors es mucho más lúdico. Carax se ríe de la realidad desde el cinismo. La mira como quien no tiene la certeza de estar muerto. El señor que reconoce su aburrimiento y se despereza sin rubor a ver si consigue provocar una reacción en su público. Monta un circo para mostrar el diálogo continuo de sueño y realidad. Y traspasa los límites de la pantalla y el videojuego para corroborar que la diferencia entre la ficción y la vida real ha dejado de existir hace ya mucho tiempo y no tiene sentido alguno seguir respetando este absurdo límite. Tal vez porque sólo a a través del delirio, creando cocktails de imágenes macabras y hermosas es posible conseguir que reviva el esqueleto de un pueblo muerto. Que el fantasma de todo un continente camine portando de nuevo una antorcha encendida en busca de aquel añorado espíritu de la libertad al que Luis Buñuel dedicara una de sus mejores películas. Shalam

لِكُلّ شمْس مغْرِب

 Ojo por ojo y el mundo acabará ciego

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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