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Sampler literario

Mar 20, 2014 | 0 Comentarios

Hay días en que no puede uno escribir por más que lo intente. Estoy en uno de ellos. Aunque hago continuos esfuerzos por hilvanar frases y dejar fluir mi imaginación, no lo consigo. Al contrario, siento que cada una de las palabras que escribo tiene un peso encima que no le permite alzar el vuelo. Se enfanga sobre folios que no pueden transmitir nada interesante más que su propio vacío. No me sucede muy a menudo esto. Por lo general, independientemente de mi estado de ánimo, respeto las horas dedicadas a la escritura. Son momentos sagrados y como tal los tomo. Instantes en que al fin me encuentro solo conmigo mismo lejos del maremoto de voces entre el que tan difícil resulta escucharnos. Pero hoy, sin embargo, pareciera que no es posible. Que hay un muro entre las palabras y yo y que tendré que redoblar los esfuerzos para conseguir derribarlo. En ocasiones así, suele ayudarme leer alguno de los libros que manejo en esos momentos, centrarme en varias palabras, repetirlas varias veces y añadirlas al texto que escribo y trabajo. Es decir; hablando claramente: lo que hago es copiar o robar una frase de alguno de mis artistas favoritos e introducirla en el mío. Verla allí junto a las que yo mismo he hilvanado, me transmite cierta seguridad y orgullo.

En muchas ocasiones, esta operación me ha permitido continuar escribiendo mucho más gozosamente. La primera vez que utilicé esta técnica que en el mundo musical se conoce con el nombre de sampleado y en general con el de copy/paste o copy/cut, fue en el prólogo y epílogo del ensayo dedicado a Sergio Pitol, Las máscaras del viajero y desde entonces no he dejado de ponerla en práctica. Lo hice, por ejemplo, mucho en La risa oscura; ensayo creativo en el que copio varias frases de los libros de Mario Bellatin y las adapto a mi propio discurso y también, en El jardinero; novela en la que, entre otros muchos libros, aparecen frases de Los cantos de Maldoror o Thomas el oscuro de Maurice Blanchot. Y por supuesto que estoy utilizando este método tanto en Ruido como en la novela corta en que trabajo actualmente que, de momento, a falta de encontrar un título mejor, denominaré Ubar.

En este libro en concreto, hay pasajes extraídos de varios cuentos de H.P.Lovecraft, Sergio Pitol, Las 1001 noches y muchos textos más. Debo reconocer que no sé hasta qué punto es legítima esta costumbre. Yo creo que lo es porque a partir de estas frases, las que yo creo y mis propias ideas, construyo un texto novedoso. Eso sí, por las dudas, siempre acredito al final del libro todas y cada una de las referencias utilizadas. No, claro está, señalando la frase en concreto porque ni yo mismo, salvo en contadas ocasiones, me acuerdo de cuál fue, sino la novela que, para algunos mal pensados, fue ultrajada y que, en mi opinión, fue homenajeada. Puesto que al fin y al cabo lo que hago es introducirla en un discurso ya hecho, conversando con ella de un modo inédito. Es decir; no de la manera tradicional, leyendo pasiva o activamente, sino utilizándola como un resorte más de mi discurso, para que dialogue con la nueva historia, ayude a concretarla y se vea asimismo transformada de una forma que tal vez la amplifique y vivifique más.

En realidad, no pensaba hablar de esta técnica hasta el momento preciso pero lo estoy haciendo hoy porque le he escuchado esta mañana a Ricardo Piglia una frase muy inteligente -como la gran mayoría que pronuncia- sobre el acto de la escritura. Para el argentino, lo que hacen los escritores es «privatizar el lenguaje». Es decir, de un tronco común público extraen unas palabras que combinan con más o menos esfuerzo hasta componer una historia que pasa a ser suya (aunque los materiales sean de todos). Se pueden extraer muchas conclusiones de esta sola sentencia. Da para un ensayo. Y tal vez en el futuro, yo mismo me anime a realizar algún texto sobre esta cuestión por la que me veo concernido.

De momento, sólo se me ocurre decir lo que ya indiqué al principio. Cuando me siento perdido y sin orientación escribiendo, colocar la frase de uno de mis escritores admirados me permite continuar trabajando en la narración que estoy urdiendo. Consigue que pueda salir de la parálisis, del peso de la tradición de siglos que todo escritor antes o después siente sobre sus espaldas, y que  logre gozar de la fiesta de la literatura con amigos (estos grandes artistas) que vienen a ayudarme frente a la esterilidad. Contribuyendo a que otra nuevo relato salga a la luz y no quede en el limbo.

Por ello es que, por supuesto, que soy defensor de esta técnica siempre que no sobrepase unos límites. ¿Cuáles son estos? En mi opinión, es muy difícil marcarlos. Porque igual que, utilizando el método propuesto por André Breton, podemos urdir un texto enteramente nuevo recortando varias frases aparecidas en los periódicos, también podemos hacerlo acumulando y apiñando oraciones de las novelas de Charles Dickens o James Joyce y, en ese caso, ¿quién nos podría decir que estamos plagiando cuando el resultado es totalmente diferente al que aparece en el Ulises u Oliver Twist?; ¿no privatizaron previamente Joyce y Dickens expresiones que pertenecen al lenguaje y parque público común humano? Ummm…. Peliagudo asunto. Desde luego que no me interesa continuar por aquí. Si he mencionado este último ejemplo es tan sólo para que tomemos conciencia de lo compleja y absurda que puede llegar a ser la cuestión.

En definitiva, como en todas las tareas humanas, creo que hemos de utilizar el sentido común para poder llegar a buen puerto. Y, sobre todo, ser honestos. Si se acredita lo que se copió y se muestran al desnudo las cartas y la obra resultante es novedosa, creo que, hasta el más escéptico, estará de acuerdo en alabar esta técnica y tomarla como otra de las tantas que pueden beneficiar  al arte literario. Claro que si no se mencionan las referencias y los resultados no son buenos, entiendo que en ese caso, nos encontraríamos con dos problemas.

En lo que a mí concierne, debo reconocer no sé si me atrevería a criticar a quien no aludiera a los textos citados (habría que ver porqué no lo hace) pero comprendería que otros muchos sí. En cualquier caso, entiendo que la cuestión, repito, es bastante complicada y que debería tratarse con mayor profundidad de la que yo lo hago ahora mismo. Algo que no me parece pertinente hoy puesto que tan sólo deseaba confesar la utilización que hago de la misma y referir lo beneficiosa (casi un bálsamo psicológico) que está siendo para mí.

Por cierto que continuando con Piglia, acabo de leer una frase suya con la que me identifico mucho. Dice el escritor de El camino de ida: «empecé a escribir un diario a fines de 1957 y todavía lo sigo escribiendo. Muchas cosas cambiaron desde entonces, pero me mantengo fiel a esa manía. Por supuesto, no hay nada más ridículo que la pretensión de registrar la propia vida. Uno se convierte automáticamente en un clown. Sin embargo estoy convencido de que si no hubiera empezado una tarde a escribirlo jamás habría escrito otra cosa». No sé si Averíadepollos es un blog ridículo pero sí que tengo claro que, como le ha ocurrido en parte a Piglia, escribirlo me ha ayudado mucho a finalizar La risa oscura, El jardinero y seguir tramando Ubar o Ruido. Pues este blog es una especie de diario público y de no serlo, no lo escribiría por muchas razones que entiendo que será mejor desarrollar en algún otro momento. Y, desde luego, pienso que, siempre y cuando me respete la salud, lo continuaré durante décadas pues, al fin y al cabo, es ya una parte importante de mí: una especie de ceremonia litúrgica celebrada al aire libre que me permite estar en paz con el mundo en general. Shalam

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 Piedra que rueda, no hace montón

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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