Decía ayer que pensaba terminar de leer el libro de Pascal Quignard, El miedo a la música. El tratado, sí, es valioso y lo merece pero probablemente aunque no lo fuera, llegaría hasta su página final. Es una costumbre bastante arraigada en mí. De hecho, apenas he dejado yo un libro o una película en mi vida sin terminar. Me cuesta mucho hacerlo. Cuando me encontraba en Boston este verano estuve a punto de dejar de continuar viendo la Berlin Alexander Platz de Fassbinder. Lo cierto es que la serie me decepcionó un poco, pero por fidelidad a quien fuera durante una etapa de mi vida uno de mis artistas más admirados, llegué hasta el último capítulo. Y finalmente, sobre todo por el episodio en que su protagonista, Franz Biberkopf, desciende a los infiernos, la disfruté y valoré en cierto modo. Eso sí, no demasiado.
Es curioso cómo cambiamos los seres humanos. Hace seis, siete años estaba absolutamente loco por los films de Fassbinder. Adoraba la actitud nihilista de sus personajes. Me regodeaba en el asco que sentían hacia la vida. Quería yo escupirle tal vez también en su rostro. Recuerdo, por ejemplo, entrar a un hotel de Marrackech y divertirme con árabes que buscaban allí un refugio donde fumar y beber, haciéndome pasar por siciliano y hablando en un spanglish raro. Más que nada, por si podía crear un ambiente de tensión decadente como los que aparecen en los films del director alemán. Y sin embargo, me siento yo ahora muy indiferente hacia el cineasta. Aunque soy consciente que si me encontrara con una de sus películas en el momento adecuado, podría volver a caer en sus redes, o en las de Douglas Sirk. A quien comencé a valorar a través del artista alemán.
Lo que es seguro, como he indicado antes, es que no creo que abandonara sus películas si no me agradaran. Las vería hasta el final. No entiendo bien por qué hago esto. Debe ser por una especie de pacto de fidelidad a quien ha dedicado su vida y gran parte de su tiempo a construir una obra de arte, dejándose jirones de su piel encerrada en ella. Sólo en una ocasión que ahora recuerde, dejé de ver la película empezada. Me encontraba por entonces en Buenos Aires. Me sentía vacío, perdido después del gran esfuerzo que me había supuesto la redacción de la tesis Los hijos sin nombre: el silencio del olvido. Era incapaz a veces de pronunciar palabra. Estaba agotado. Exhausto. Pero tenía que terminar de realizar la redacción de mi libro La bosteriada y no podía excederme con mis lamentos. Era un buen plan ver de tanto en tanto buenas películas para relajarme, tomar aire y continuar con ese alocado y cruento libro épico sobre Boca Juniors.
Volví a ver Pajaricos y pajarracos de Pasolini que me siguió gustando mucho. Y al fin conseguí contemplar La trilogia de Apu que sí, es una obra maestra que, de todas maneras, necesito revisitar de nuevo. También provocó una gran impresión en mí la película de Robert Bresson El diablo probablemente que tal vez sea mi obra favorita de este director escueto, franco y preciso como pocos. Hasta que una mañana, siguiendo con mi plan previamente establecido, abrí un cofre que contenía varios films de Jacques Rivette, de quien había disfrutado mucho hacía años su ágil y divertida Alto, bello, frágil. De entre las películas que allí se ofrecían, me decidí por La banda de las cuatro. Y no recuerdo bien lo que sucedió salvo que no había nada en aquella obra que me proporcionara interés alguno. Era como si estuviera en blanco, o que lo que se transmitiera en la pantalla, no tuviera nada que ver conmigo. Apagué el televisor y, desde entonces, mi pasión por el cine francés, por el construido por lo cineastas de la nouvelle vague y sus continuadores o precursores, no ha hecho más que disminuir. Valoro a casi todos ellos, sí, pero hubo un momento en que sentí que ya no me llamaban, no me decían nada. No tocaban ni una sola de las fibras de mi corazón pues únicamente deseaban establecer una relación intelectual conmigo. Y, en ese momento, yo necesitaba acercamientos de piel, contacto, calor humano. No más intelecto. No más juegos de la razón ni sensibilidad afectada.
De todas formas, no hay que confundirse. Desde aquel día, he visto alguna película de Resnais que me ha complacido y lamenté la muerte de Chris Maker. Como también la de Eric Rohmer o Claude Chabrol. Sigo valorando mucho a Eustache y Debord. Y, desde luego, Garrel me parece un cineasta bastante interesante. Pero ya no conecto con los experimentos de Godard, me resulta muy difícil mantenerme estático viendo un film de Truffaut y, aunque me invitaran a su estreno, ahora no acudiría a ver las nuevas creaciones de André Techiné o Bertrand Tavernier. Eso sí, lo que no he olvidado son los grandes momentos de satisfacción que me dieron. Aunque no es suficiente para evitar mi alejamiento actual de sus postulados. Ahora mismo no están en mi mundo. Vivimos en planetas diferentes, por más que una vez estuviéramos muy unidos, como Zobeida y el mercader árabe lo estuvieron durante un tiempo. Antes de caer en la trampa tendida por su esclavo negro El-Aschar.
En cualquier caso, este estado de ánimo que no sé hasta cuándo se mantendrá, ha hecho que no haya visto todavía el nuevo film de Leo Cárax, o que, por ejemplo, hace varios días, me recomendaran una película de Arnaud Desplechin y la tenga ahí aislada, apartada en el disco duro de mi ordenador. Tal vez me esté perdiendo algo. Francamente no lo sé. Si es así, citando a Proust, ya recuperaré el tiempo perdido. Ahora, de momento,cuando pienso en imágenes cinematográficas me acuerdo de varias películas clásicas norteamericanas -ya se las puede uno imaginar- en las que aparecen los rostros de De Niro, Chistopher Walken o Marlon Brando. Y con esto me es más que suficiente.
Probablemente, este hastío del cine francés proceda de la temporada en que viví en aquel país. Me encontraba yo en Poitiers. Una ciudad de provincias a la que había ido para completar mi Doctorado europeo cuyo ambiente era estéril. Parecía eso un purgatorio. Era la típica villa burguesa maldita descrita por Chabrol en sus films. Un auténtico asco. Vivía en una residencia junto a un grupo alegre de chicos africanos a quienes nadie saludaba. A quienes todos miraban de lejos, como si fueran apestados. No podía uno apenas sincerarse con los franceses de allí. Vivían encerrados en su propio mundo, en franca decadencia, separados de la vida y asustados hasta de su sombra.
Vistas las cosas así, solo quedaban dos opciones o tres: suicidarse, conseguirse una novia francesa o trabajar como una bestia en la tesis y aprender el idioma galo. Un tunecino venía a mi residencia y dialogaba conmigo durante dos horas en esta lengua. Era una bellísima persona. Y lógicamente, también echaba pestes de Poitiers. El día que escribí mi epílogo a la tesis con los ojos llorosos, emocionados y mi corazón latiendo a cien, tomé un tren rumbo a Cartagena y no he vuelto apenas a hablar de esta experiencia oscura.
Años después, volvería a Burdeos y me reconciliaría con Francia. Disfruté mucho aquella estancia, pero tal vez debido a la previa en Poitiers, me sentía agobiado, asfixiado cada vez que veía una película francesa. Puede que fuera esto, sí, lo que explique aquel abandono o simplemente que aquella obra de Rivette no era buena. De todas formas, mi desapego incluso por la literatura de allí, lo cambió la lectura de un libro de Marc Édouard Nabe, un escritor maravilloso del que hablaré en el futuro. Tal vez porque él es muy crítico con su cultura y porque su escritura transmite vida, pasión, carne, locura. Algo muy difícil de encontrar al menos en aquella ciudad del norte francés que no quiero mencionar más.
Me parece que me he ido por las ramas. Solo deseaba hablar ahora de mi manía de terminar todo lo que empiezo. Esto también me sucede con los libros que escribo o las empresas que acometo. Me gusta llegar hasta el final, hasta el fondo. Esta actitud, me parece, tiene una ventaja pero también lógicamente una desventaja. Lo bueno es que saboreo hasta la última gota de la experiencia. Lo bebo todo. Cuando concluyo el camino emprendido, comprendo lo bueno y lo malo. No queda nada que no haya experimentado o vivido. Mi alma se ensancha y se engrandece. Agudizo mi capacidad de comprensión del espíritu humano. Sin embargo, esto hace también que ante determinadas personas o aventuras, no sepa decir no cuando hay que hacerlo y me arriesgue a sufrir decepciones. También me sucede algo parecido con libros y películas que ya desde su inicio entiendo que no me agradan del todo. Con el tiempo, uno debería de hacerse más precavido. Y yo lo soy, pero mi precaución acaba cuando decido pasar a la acción. Si voy a realizar un ensayo sobre un escritor, me da igual lo que suceda entre medias, que lo terminaré. Si deseo escribir un libro, no me importa quedarme solo, perder dinero o ir hacia donde sea con tal de darle a mi espíritu aquello que necesita. Si he decidido viajar a un país, no importa que anuncien tempestad allí. Obviamente, estoy exagerando un poco pero no mucho. En una ocasión, en Quintana Roo, cuando iba en un ferry camino a la isla de Holbox tuve que volverme a tierra porque un huracán llegaría a la costa mexicana en 48 horas. Pero como yo había decidido ir allí previamente, tuvo que ser la policía al frenar el avance del barco, la que me impidiera llegar a un lugar donde, seguro, hubiera vivido una experiencia límite. En fin. ¿Quién me había creído que era yo? ¿El nuevo Malcom Lowry? ¿Marco Polo o el capitán Ahab?
Me gustan los relatos heroicos y épicos. Las experiencias intensas. Pero pienso que lo mejor es llegar a ellas de forma natural. No forzarlas. Es bueno también saber parar a tiempo. Aunque, ¿qué quieren que les diga? Hay algo en mí que me dice que es mejor llegar hasta el último rincón donde nos lleve un proyecto que ni siquiera atrevernos a acometerlo. Ok. Estoy poniendo dos ejemplos muy extremos. Tal vez lo que debo aprender es a saber cambiar de opinión sobre la marcha. Pero de ser así, me pregunto si esta vida merecería la pena. Si existirían héroes, guerreros o santos. Incluso artistas. Prefiero, en verdad, saborear una derrota que esquivarla. En el fondo, pienso además que incluso los más tímidos y retraídos llegará un momento que tengan que afrontar la vida de cara y llegar hasta el límite de sus fuerzas para realizar, comprender o superar una experiencia. Y que si no lo han hecho hasta ahora es porque están rehuyendo, esquivando el momento. Están muertos de miedo. Por lo que tampoco creo que mi actitud no sea apropiada o adecuada. Simplemente, hay que ser consciente de ella. Pues tal vez sea esto, la conciencia, lo que diferencia a un aventurero de un loco o un temerario. Shalam.
في يدي الله
Si un hombre te dice que pareces un camello, no le hagas caso; si te lo dicen dos, mírate un espejo
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