Eurythmics tuvieron el honor de ser durante unos pocos años el grupo de synth-pop perfecto. Una síntesis casi matemática del sofisticado pop europeo que mezclaba la experimentación y los toques vanguardistas con el clasicismo de forma magistral. Lo cierto es que no gozaron mucho tiempo del favor de los dioses pero durante los seis o siete años en los que estuvieron realmente inspirados, ofrecieron un ramillete de instantáneos e inquietantes hits ideales para bailar en la discoteca, escuchar en el coche o pasear por las ciudades modernas.
La mayoría de las veces, la música de Eurythmics era la Primavera. Un despertar. Música solar y optimista. Arte que parecía describir las sensaciones de los adolescentes al abrirse al mundo y los cielos despejados tras meses de frío y soledad. Incluso cuando pretendían ser cortantes y ariscos, Eurythmics siempre eran humanos. Transmitían mensajes esperanzadores. De hecho, aunque parecían elitistas, sus canciones solían planear a ras del suelo. Intentaban, sí, que los oyentes bailaran pero también tocar su corazón con sensibilidad.
Eurythmics era un grupo juguetón. Su música parecía una mezcla entre una sonata de Mozart, un nocturno de Chopin y uno de esos espectaculares singles de New Order. Tenían una vertiente glam muy divertida, cierta tendencia al travestismo y a la nocturnidad, que les permitía disfrazarse sin complejos y protagonizar vídeos que eran odas a la confusión de la época pero eran, asimismo, una banda seria y formal. Casi standart. Muy confiable.
En verdad, ofrecían productos tan bien acabados que a veces parecían programados. Grabados por autómatas obsesionados con la perfección. En realidad, sus raíces estaban en la new wave. Y por eso tenían cierto descaro punk y un malsano interés por componer canciones pop que parecían sintonías de series televisivas. El soundtrack perfecto para un fin de semana en una ciudad europea como Berlín o París o un desfile de moda.
Los discos de Eurythmics son cisnes. Poemas modernistas con unas cuantas semillas de decadentismo en su interior. Puro Art Noveau. Una visionaria y lúdica mirada pop al arte clasicista y renacentista que a veces -tal vez por su exagerada precisión- cae en la frivolidad. Aunque la mayoría de las veces roza lo sublime. Traduce a la música tanto la belleza de un cuadro de Botticelli como de un Alfa Romeo.
Obviamente, una banda tan especial tenía que estar compuesta por dos personalidades igualmente especiales. Antitéticas y complementarias: Dave A. Stewart y Annie Lennox. Dos antiguos amantes que se conocían perfectamente, habían atravesado algún infierno conjuntamente y reflejaban con intensidad su particular relación en el escenario. Protagonizando múltiples escenas llenas de tensión y magia en las que rememoraban aquello que pudo ser a medida que se enfrentaban a sus miedos internos.
Dave era el dragón, el malo y el feo (atractivo). Un compositor de fino oído y acusado talento, enamorado del blues clásico, que parecía estar a contrapie en todas partes. Sus peinados coloridos, sus trajes ampulosos y sus gafas negras eran la viva imagen de la modernidad pero él se sentía más a gusto escuchando a Robert Johnson encerrado en la soledad de su habitación. Luchaba por hacer avanzar la música, pero se sentía cómodo rememorando los viejos clásicos de guitarra y voz grabados con deficientes medios. Y aunque poseía un carácter introvertido y tímido, su posición privilegiada en el negocio musical le hacía vivir continuamente experiencias extraordinarias. Lo mismo era invitado a participar en una orgía en un castillo que se encontraba con Mick Jagger en una selva que se ponía a hablar en un jardín renacentista con un pato en medio de un cuelgue de ácido o se liaba con Stevie Nicks y luego ni se acordaba. De hecho, Dave tuvo desde su juventud graves problemas con las drogas. Era un adicto al speed y, de no ser por los años en que fue novio de Annie Lenox y el cariño y fuerza que ella le dio para que pudiera ir atenuando su adicción, hubiera acabado muerto en algún lavabo o tras un concierto. Porque tenía un talento musical enorme, sí, pero a la vez, una visión esquizoide de la existencia que convertía en marcianadas la mayoría de sus experiencias. Y daba un toque esquizofrénico, peligroso a la imagen de Eurythmics.
Annie Lennox, por contra, era un ángel. La imagen de la belleza, la sensibilidad y la cordura. Una persona muy centrada. Casi una intelectual de la música que aportaba las dosis de elegancia y sofisticación necesarias para que la banda se elevara varios palmos por encima de la tierra y tuviera carácter de estrella. Alguien con una capacidad interpretativa bastante importante que podía perfectamente ejercer el rol de demonio o perversa dominatrix pero resultaba mucho más creíble en el de virgen. Aunque, obviamente, teniendo en cuenta su talento, encajaba tanto como musa de violentos amaneceres como de sensuales anocheceres.
Además, había algo en su porte que recordaba a una heroína medieval. Una muchacha que se interna en los bosques a lomos de un unicornio y enfrenta a todo tipo de caballeros para recuperar un reino. Aunque, no obstante, si algo destacaba por encima de todo en ella era su voz. Una voz angélica, potente, sensual que no parecía de este mundo y convertía cada canción de Eurythmics en una excursión por los cielos. Un recorrido por el paraíso. Una voz privilegiada parecida al trino de un pájaro que conseguía transformar divertidas odas pop en trascendentes rezos y era capaz de detener el tiempo por momentos. Aportando una marca de identidad indiscutible a su música. Un sello propio que diferenciaba al grupo británico del resto de competidores y los hacía tener fans irredentos, a pesar de que su deseo no era tanto arrastrar a las masas, sino componer música de calidad. Una alegre, nocturna y leve banda sonora del mundo contemporáneo.
Resulta realmente difícil recomendar uno solo de los discos que Eurythmics grabaron. Ninguno de ellos es perfecto. En todos hay gemas eternas pero también temas prescindibles. Ninguno de ellos es redondo pero, desde luego, en ningún caso, cae en lo mediocre. Todos son por lo menos notables y, rescatando sus mejores singles, se consigue un recopilatorio asombroso. Un enorme baúl de clásicos pop estilizados y cálidos que remiten tanto al futuro como al pasado. Invocan el porvenir modernizando los clásicos del soul negro, el cabaret y el pop sesentero. Y resumen una época en la que la música comercial y la de calidad no estaban reñidas y en las discotecas de las playas europeas era posible bailar y reflexionar. Posiblemente, debido a que la banda británica consiguió algo realmente difícil: esculpir belleza duradera, esculturas musicales inmortales, buceando en el hedonismo y la confusión. Shalam
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