Dejo a continuación, un artículo previamente publicado en el nº 31 de la revista El coloquio de los perros.
Pasan los años y el misterio y magia que desprenden los discos de Radio Futura no se agota. Al contrario, continúa extendiéndose y amplificándose, como los buenos vinos, los primeros besos o algunos momentos secretos de la infancia. Aún recuerdo aquellas tardes-noches en las que las imágenes de sus inquietantes actuaciones en televisión se mezclaban con las secuencias de algunos de mis films —La fuga de Logan, Regreso al planeta de los simios— o series preferidas de entonces —El misterio de Salem Lot—. La voz de Santiago Auserón era fascinante, al igual que la imagen de su hermano Luis, o el look inconformista de Enrique Sierra. Por no hablar de sus videoclips en los que me sumergía buscando respuestas que no encontraba. Lo que me hacía buscarlas en los cómics de Los Vengadores, El Jabato o El hombre enmascarado, cuya lectura, de alguna forma azarosa, se compenetraba con las hipnóticas imágenes de esos músicos que parecían proceder de un planeta extraño; que parecían escritores que se hubieran dedicado a componer música aunque también podían ser visualizados como músicos que se dedicaran a interpretar, a musicalizar textos fragmentados e inencontrables de Emilio Salgari, Julio Verne o Robert Louis Stevenson.
Sí. Mi mente de niño de aquel entonces retenía las apariciones televisivas de Radio Futura y, por supuesto, muchas de sus canciones, guardadas en su interior, como si se trataran de papeles divinos en los que tal vez pudiera encontrar los secretos de la vida o el Universo. Ya de adolescente, recuerdo que escuchar sus discos era lo más parecido a caminar con zapatos por el mar o nadar en la ciudad. Suponía una experiencia diferente, sorprendente e intransferible. Repleta de incertidumbres pero también de certezas. La posibilidad de estar en contacto con una música en transformación constante como mis células y organismo de aquel entonces, o de escuchar los escasos discos en castellano que —junto a los de Soda Stereo o La Mode— no desentonaban tras haber escuchado alguno de Echo & The Bunnymen o The The. Y mi mente de adulto actual conserva en parte estas costumbres, puesto que continúo subyugado, fascinado con aquellos frescos, sabrosos videoclips que grabaran para el programa La bola de cristal. Y prosigo emocionándome, cuando vuelvo a escuchar muchos de sus temas repletos de seductoras metáforas sobre lunas perdidas, peces voladores o eclipses de sol. Sobre todo, porque siento que el impulso, la energía y la motivación con la que fueron grabados se mantiene vigente, al igual que su aire aventurero, fronterizo, esa fragancia a elixir prohibido o, por supuesto, su carácter enigmático.
Probablemente por estos motivos no puedo evitar sorprenderme ante una paradoja como la siguiente: el que muchos de los que amaron, respetaron o siguieron de cerca o de lejos la evolución de este movedizo grupo musical, piensen —no sé bien por qué extrañas razones— que no hace faltar añadir mucho más de lo que ya se ha dicho sobre el mismo cuando, en realidad, bajo mi punto de vista apenas se ha incidido nada en su verdadera relevancia musical, poética. O no lo suficiente, puesto que nos estamos refiriendo a un conjunto que compuso algunas de las más inteligentes poesías sonoras de la lírica española en las últimas décadas; una banda magnética, elegante, vibrante, que consiguió que la literatura se hiciera música y la música literatura en un mestizaje sonoro grácil, bello, hermoso y equilibrado con tintes románticos sin por ello dejar de ser radicalmente contemporáneo.
Exactamente, el semillero de canciones legado por Radio Futura tenía un pie puesto en el pasado más glorioso y enjundioso de la música latina y anglosajona y otro en su porvenir. Sin que esto implicara que los despegara del presente. Un presente continuo, inmediato y frenético que retrataban en canciones tribales, míticas, selváticas, como ‘La ciudad interior’, ‘Interferencias’ o ‘La vida en la frontera’, en donde se mezclaban ritmos de la calle y amenazantes e inquietantes letras —parecidas a poemas o augurios proféticos—, con compases y sonidos industriales similares a llamas de fuego que parecían surgir de algún novedoso instrumento de origen cubano. Y, por si esto fuera poco, la seriedad con la que siempre trataron a sus oyentes y con la que encararon el desafío de investigar nuevos parámetros sonoros, les condujo de rebote a realizar un incisivo análisis sobre la sociedad española de su tiempo, de la que fueron testigos privilegiados y a la que retrataron verazmente casi sin pretenderlo, como prueba el hecho de que su andadura comenzara pocos años después de la muerte de Franco y terminara tras 1992, el año de los Juegos Olímpicos de Barcelona. Es decir, que estuvieron en activo durante los años en que España no había caído definitivamente en el maremoto consumista y globalizador —aunque ya se había internado en él— y existían múltiples y variados espacios de libertad en los que crear. Y cuando ya era prácticamente imposible componer con la tranquilidad y paz necesarias, les llovían ofertas millonarias y la sociedad española en su conjunto había perdido su inocencia, dijeron adiós, puesto que ellos no estaban en el negocio por el dinero, sino por la creatividad, por su afán de descubrir nuevos horizontes y de investigar ese nuevo artefacto expresivo —la canción pop— cuyas posibilidades apenas se encontraban exploradas en España a finales de los años 70.
En realidad, únicamente por haber compuesto una canción como ‘La estatua del jardín botánico’ ya merecerían el “cielo”. Fue con esta inusual melodía que consiguieron hacer totalmente inteligible por primera vez —con consistencia, sin ambigüedades ni excesivos experimentalismos— su propuesta, mostrando al fin ese talento que les llevó varios años de continua búsqueda, fatigosos ensayos, múltiples lecturas, viajes renovadores y rabiosos y, sí, en ocasiones, fallidos conciertos, canalizar del todo. Digamos que hasta que compusieron ‘La estatua’, Radio Futura era una de las promesas del pop español, un talento en ciernes que todavía no se había desarrollado del todo, pero que ya apuntaba destellos de calidad en algunos envolventes pasajes instrumentales de su primer disco, Música moderna (1980), así como en sus sugerentes y sugestivas letras en donde se entrecruzaban sin un orden definido y aparentemente aleatorio —pero muy coherente internamente— todo tipo de referencias a los más diversos textos y paisajes sonoros.
Hoy día, tal vez se entienda mejor Música moderna que cuando apareció. El grupo se encontraba en tensión, en proceso de búsqueda y de redefinición de su sonido. Estaba intentando encontrar un contexto adecuado en el que comunicarse. Experimentaba con todo tipo de metáforas y sonidos, pero aún no conseguía hacer suyos propiamente los medios de expresión a partir de los que mostrar su auténtica personalidad. Esa personalidad plural, rizomática, aérea, volátil y esquiva a toda definición a partir de la cual revolucionó o, más bien, dinamitó el pop español de los años ochenta, llevándolo a cotas apenas entrevistas hasta entonces. Además, se enfrentaron con un problema añadido: los ejecutivos de su compañía discográfica, Hispavox, pensaron que en el disco había varios hits —‘Enamorado de la música juvenil’, ‘Divina’— en potencia y que el atractivo físico de Santiago Auserón, combinado con la estética desordenada y naif del resto de músicos, podía hacer que se ganaran al público adolescente y liderar durante varios años las listas de ventas. Esto provocó que la producción del disco no se correspondiera con lo que sus creadores buscaban. Al contrario, cuando escucharon las mezclas definitivas, entendieron que tenían muy poco que ver con lo que habían pretendido hacer.
Jugando con las reglas de la new wave, el post-pop neoyorquino y el punk, Radio Futura quisieron construir un disco moderno, pegadizo y nihilista en el que se escuchase el latido de Rimbaud y el sonido de las pistas de baile en combinación con luminosas melodías juveniles propias del incipiente pop español de la época. La obra, por tanto, estaba destinada a cómplices, a un público juvenil deseoso de divertirse inteligentemente, a las nuevas generaciones de españoles que comenzaban a experimentar las libertades en la democracia. Y para ello, intentaban mezclar ironía con inocencia, candidez e ingenuidad adolescentes con poses de madurez y experimentación. Sin embargo, nada o muy poco de lo que pretendieron allí se podía escuchar en el disco. Y no contenta con ello, la compañía intentó encasillarles, cortándoles cualquier atisbo de creatividad, lo que provocó todo tipo de fricciones del grupo con su entorno pero también entre sus componentes. Y precipitó más tarde, seguramente, la salida de varios de sus miembros como Molero —compositor de siete de los temas de Música moderna—, quien deseaba que la propuesta del conjunto se orientara hacia la más exigente modernidad —Krafktwerk, Talking Heads— y, al contrario que los hermanos Auserón, no deseaba experimentar con ritmos latinos.
En cualquier caso, escuchado con la distancia y el conocimiento que dan los años, Música moderna es un disco más interesante de lo que parece. Tal vez porque, sin pretenderlo, reflejaba fugazmente un tiempo añorado y deseado por varias generaciones de españoles —el fin del franquismo— sin dejar de ser, asimismo, una metáfora muy sagaz y cruenta de esa misma época. De alguna forma, preanunciaba futuras corrientes por venir que revolucionarían o renovarían muchos aspectos de la sociedad española, pero también preludiaba la nostalgia que en el futuro se sentiría hacia aquel momento que radiografiaba clarividentemente desde una especie de no-lugar y no-tiempo cercano al dibujado por Iván Zulueta en Arrebato. En fin. Tras Música moderna, se intuyen imágenes, secuencias, fotografías de drogas y alcohol, de locos jóvenes que viajan por primera vez a países anglosajones, escuchas atentas de discos de Lou Reed, The Cure, David Bowie o The Clash, visitas frecuentes a exposiciones artísticas, visionados de obras de Duchamp y Warhol, libros entreabiertos de Sánchez Ferlosio, Baudelaire o Julio Verne. Y, desde luego, se sentía el aliento de una sociedad que comenzaba a desperezarse de un largo sueño. Una sociedad todavía no globalizada, repleta de ansiedades, en la que todo estaba por construir, el amateurismo reinaba y se podían encontrar todo tipo de terrenos semi-desérticos donde no sólo construir edificios sino también nuevos paradigmas musicales. Bastaba escuchar algunas emisiones radiofónicas en las que temas flamencos, árabes y latinos se combinaban con los recientes hits de la música disco, los nuevos románticos o el post-punk para constatarlo. Y esto lo sabían bien Radio Futura, quienes viajaban y tocaban donde hiciera falta para dar relieve, consistencia y experimentar con su hasta entonces, escaso legado musical.
De todas formas, como dije, el estilo musical de Radio Futura no llegó a cuajar hasta que compusieron ‘La estatua del jardín botánico’, una electrizante canción que no resultaría extraño que alguien comparase en el futuro con ‘Heroes’ de Bowie. Al fin y al cabo, el productor de la legendaria canción del músico inglés era Brian Eno: el autor del disco Another Green World, que escuchaba Santiago Auserón cuando comenzó a componer los primeros compases de un tema que puso inmediatamente al pop español en el siglo XXI. Un tema en el que cada compás tiene un aire clásico y cada verso rezuma magnetismo. Una auténtica poesía espacial y simbolista en la que se mezclan pasajes y atmósferas que recuerdan a Baudelaire y Bowie con una letra que hubiera podido firmar el Saint-Exupéry de El principito. Una sinfonía sideral que nos sugiere la posibilidad de bailar gracias a una batería que, levitando, acompaña los sonidos marcianos de lo que podría ser definido también como una copla futurista, o mismamente, como un pasodoble venusiano. Una composición compuesta de todo tipo de imágenes cristalinas, etéreas, flotantes y, en esencia, desconcertantes, cuyo principal objetivo pareciera ser el de hacernos gravitar. Flotar en el aire, como si fuéramos Icaro, una mónada de Leibniz, una medusa, o un tigre, fascinados ante una melodía que parecí proceder de algún lugar distante del futuro y obligaba a que el presente se modificara ante su paso.
Todo lo que serían más tarde Radio Futura ya estaba allí. En ‘La estatua del jardín botánico’. Una canción instantánea y fugaz que, extrañamente, sabía a clásico, a fugaz eternidad. Y obligaba a tomar en serio a la música española y a un grupo que, posteriormente, con La ley del desierto, la ley del mar (1984) y De un país en llamas (1985), entregaría algunas de las más granadas joyas de la música moderna, a la que llevaría de viaje por territorios insólitos y desconocidos: desérticos, marinos, fronterizos, a través de composiciones “abiertas”, extemporáneas, difusas y tremendamente dúctiles que muy pocos supieron comprender en su momento. Porque la apuesta de Radio Futura era muy ambiciosa. Tenía el deseo no sólo de renovar, sino de perdurar. Y estaba construida a través de un bagaje filosófico extenso, líquido y sólido a la vez, y atrevido, como se entiende mejor, sabiendo que el gran referente de Santiago Auserón era Gilles Deleuze: el filósofo de las máscaras cambiantes, la renovación vital, las explicaciones metafóricas y los nombres imposibles. Un hombre que hacía de la filosofía, literatura; de la literatura, arqueología; y de la arqueología, arquitectura. Y era capaz de transformar todo el legado cultural occidental a su antojo en pos de su objetivo: intentar construir una nueva ciudad. Un futuro mundo utópico, sagrado, lejano, cercano, mítico, y misterioso, que algún día sería realidad, como esas canciones que Radio Futura interpretaban en los dos discos arriba mencionados. Trallazos sonoros que parecían interpretados por músicos procedentes del reino de Lemuria, Ñu o de La Atlántida. Músicos que no tenían miedo a mezclarse con todo tipo de tribus urbanas redefiniendo el concepto de fiesta en conciertos que eran verdaderas conferencias o tratados sobre cómo sobrevivir en el futuro mundo globalizado. Y que por ello mismo, provocaban todo tipo de incomprensiones o situaciones paradójicas y, en parte, deleuzianas, pues gustaban a un público masivo que no comprendía los límites de su propuesta pero disfrutaba de sus melodías, sus letras atrevidas y la vitalidad de sus canciones. Y, al contrario, provocaban rechazo o, más bien, indiferencia en muchos de los que, de haberles dado una oportunidad o tener, a mediados de los años ochenta, la formación y la lucidez necesarias, hubieran quedado rendidos ante odas musicales que eran absolutamente inclasificables.
‘Escuela de calor’, ‘Semilla negra’, ‘Han caído los dos’, ‘No tocarte’, ‘El nadador’, ‘La secta del mar’, ‘El tonto Simón’. ¿Hace falta añadir algo más? Cualquier país con un mínimo de cultura musical tendría en un altar a los compositores de estas gemas; a un grupo que navegaba siempre entre varios ámbitos y lenguajes para poder construir el suyo propio; y no se dejaba manejar por el orden o el desorden, pues parecía encontrarse a su antojo en el caos controlado. Ese lugar difícil de definir que se encuentra a medio camino del museo y la calle, la autopista y el bosque, el individuo y el grupo, la masa y la minoría, la democracia y el fascismo o el clasicismo y la experimentación.
Tanto La ley del desierto, la ley del mar como De un país en llamas golpeaban la realidad a través de paisajes sonoros que asustaban por su certeza en definir situaciones, en construir historias indescifrables con escasas viñetas. Estaban repletos de canciones que dejaban la impresión al escucharlas, de encontrarnos ante un momento trascendente, inexplicable, que de alguna forma nos implicaba personalmente en su desarrollo. Canciones en las que se cruzaban mar y tierra, navegación y naufragio, muchas muchachas al sol y zapatos de Elvis junto a textos sacados de un ensayo de Braudillard. Pero es que, además, en La ley del desierto, la ley del mar y en De un país en llamas se intuían reflejos de una España en la que todavía se podía experimentar, construir, sin por ello recluirse en el veto de la independencia o el suicidio comercial. Un país en que aún se podía gobernar desde la calle, el barrio, que se miraba en Europa y se reía de sí mismo en una fiesta continua en la que se cruzaban, como en las canciones de ambos discos, visiones de un futuro globalizado, con esencias puras del pasado, notas castizas y metáforas industriales sin excentricidades innecesarias. Ambos discos, sí, estaban repletos de himnos que indirectamente hacían referencias a una España en la que todavía era posible cualquier cosa aunque se encontrara en pleno proceso de modernización acelerada. Porque todavía poseía muchos puntos vacíos en su territorio, lugares en los que reconciliarse para reconocerse. Y, sobre todo, aún podía decidir entre unirse al proyecto globalizador y perder parte de su identidad o buscarse en los pueblos de su interior y los afluentes y países latinoamericanos a los que regresaría Radio Futura en ese grito nostálgico, rítmico y desesperado que es La canción de Juan Perro (1987), donde ya auguraban el fin del sueño de esa España repleta de posibilidades post-franquista de la que procedían y a la que retrataban indirectamente —como nadie— en sus enigmáticas composiciones.
No sé si es posible decir palabras justas sobre La canción de Juan Perro. Lo que tengo claro es que, con el paso de las décadas, el prestigio de este disco se irá extendiendo y amplificando progresivamente. Y cuando alguien quiera saber qué es lo que fue de la lírica y del pop español a finales del siglo XX, tendrá que recurrir o, al menos citar o nombrar, a esta pieza de orfebrería. Una obra de arte con mayúsculas cuyas letras evocan narraciones de Rulfo, versos de Machado, mágicas poesías de Lorca y exabruptos canallas de Umbral que se fusionan con la instantaneidad y simplicidad que se le reconoce a toda la lírica pop. Donde podemos encontrar pasajes de lírica gitana y de algo parecido al son cubano o a quién sabe qué mágico ritmo latino en medio de una estampa costumbrista inaugurando lo que podría ser definido, no ya como realismo mágico musical, sino realismo mágico transmontano o castizo o quién sabe qué. Porque nos encontramos ante una obra de arte muy difícil de definir si no es con una metáfora, algún cuadro de Barceló, un recuerdo a Serrat, y a la isla de Cuba, instantes perdidos de la guerra civil, ciertos campos floridos, cuadros de caballos en el desierto, copla, huellas, o matices sonoros a 37 grados. Una atmosférica obra de arte en la que se encuentra el más hermoso homenaje sonoro que jamás se haya hecho a Edgar Allan Poe: esa joya de inagotables dimensiones líricas llamada ‘Anabel Lee’ situada en el centro de un disco inolvidable. Pura memoria del porvenir. Porque La canción de Juan Perro es presente eterno. Absolutamente. Como esa negra flor a la que se hace referencia en la canción homónima cuyo fulgor y brillo no se apagan sino que, al contrario, relucen cada vez más con el paso del tiempo.
El listón estaba tan alto tras los anteriores tres discos que, como es lógico, Veneno en la piel (1990) no pudo ajustarse a las exigentes expectativas de sus admiradores. Sin embargo, esto no significa que el disco fuera fallido. Al contrario, no por tener aspectos imprecisos era menos interesante. ‘Mercuriana’, ‘Veneno en la piel’, ‘Condena del amor’, eran canciones valiosas donde se cruzaba la herencia de Dylan con ritmos latinos de una manera muy personal y pocas veces realizado hasta (y desde) entonces. Faltaba algo de magia, de intensidad, pero, por supuesto, existían pasajes perdurables, canciones instantáneas repletas de fuerza en las que el talento lírico de Santiago Auserón seguía luciéndose y desplegándose a su antojo.
Aún así, algo extraño se insinuaba en el disco y, sobre todo, en el entorno del grupo, sometido a las presiones de un éxito masivo que acogían con respeto y agradecimiento pero que amenazaba con devorarlos. Años después conoceríamos anécdotas de ofertas millonarias que les realizaban continuamente y que podrían haber cambiado la orientación del grupo, haber debilitado la entereza de su propuesta y destrozado su reputación musical y sus vidas personales. Era la España de principios de los 90 en la que el “todo vale” comenzaba a ser habitual en todas las capas de la sociedad. Y la industria era cada vez más perversa y refinada en sus formas de control a los músicos disidentes y con personalidad propia. Por ello, tras determinadas dudas, tropiezos y recaídas de Enrique Sierra en su enfermedad crónica, decidieron que lo mejor era separarse, no sin antes grabar para el recopilatorio Tierra para bailar (1992), con el que se despedirían, una versión inolvidable, ingrávida, maravillosa de ‘Tierra’ de Caetano Veloso, en la que incidían aún más en el mensaje oculto, cifrado —bien expuesto en Veneno en la piel— que dejaban a la sociedad española antes de separarse: que el futuro de España habría que buscarlo en la América hispana sin dudas. Allí donde todavía latía libertad, y el corazón podía vivir aventura, porque existían cientos, miles de espacios que repensar e investigar. Y, al fin y al cabo, recorrer la ruta americana era volver a habitar lugares inclasificables, ajenos por momentos a la globalización donde todavía hispanos, latinos, mestizos y gentes de toda índole podían contarse historias en torno al fuego, tocarse, escucharse respirar, y sentir el corazón latir, que es lo que siempre había pretendido Radio Futura a través de la música que, sí, podía ser etérea y flotante pero, en esencia, se había hecho para bailar o sentir un cuerpo en la noche. Para perseguir todo tipo de enigmas al compás de las olas sin dejar por ello de sentir las gotas de agua caer a través de nuestro cuerpo.
Probablemente, la sociedad española en su conjunto no tomó nota de este último mensaje. Aquellos ejecutivos avariciosos que pudieron acabar con la carrera de Radio Futura a fines de los 70 eran cada vez más hábiles y en los 90 su mentalidad se había extendido a muchos de los centros de poder del espacio público donde se dictaban perversas normas ajenas a la creatividad. Leyes que harían que buena parte de los ciudadanos españoles, aun respetando a este grupo, se encontraran incapacitados para reflexionar sobre su legado y los últimos designios del mismo, sumidos como se encontrarían más tarde en el febril consumismo; o en la voraz curiosidad por todo tipo de propuestas de origen anglosajón que, en algún caso, no eran ni siquiera dignas de compararse con el invaluable legado dejado por Radio Futura.
Pero eso es otra historia. «Marcada por el signo de los tiempos», que diría Prince. El cual también acabó afectando a varios de los componentes del grupo madrileño como Luis Auserón, quien por ejemplo, durante las dos décadas siguientes a la separación de Radio Futura, no pudo llegar a definir un estilo propio y personal a partir del cual crecer artísticamente con la solidez necesaria —véanse Klub y algunos de sus discos en solitario—, tal vez por perderse dentro del mundo de espejos postmodernos disueltos que ha sido la España reciente, donde apenas ha quedado más espacio que “el indie” o los domesticados y encauzados “punk” y “heavy metal” para la disidencia. O el mismo Enrique Sierra, quien, aunque nunca terminó de eclosionar del todo en solitario, antes de morir fue capaz de crear junto a Pilar Román ese mágico disco de versiones de canciones infantiles llamado Colúmpiate, la página web —actualmente no operativa— www.127.es y tuvo tiempo en los 90 de sacar su vena más punk en ese proyecto autorreferencial (Kaka de Luxe) que fue su aventura con Los Ventiladores.
Al contrario, si bien las excursiones latinas de Santiago Auserón —ahora Juan Perro— no han sido todo lo satisfactorias que prometían en principio, el cerebro de Radio Futura sí que ha podido crecer de forma más pausada, coherente y, en ocasiones, muy fecunda. Probablemente porque en vez de dejarse cegar por las sirenas postmodernas y perderse en revivals sin sentido o buscar improvisación en nuevos estilos musicales, ya había visto de lejos el camino para llegar a buen puerto: el legado hispano en América. El lugar al que la música española deberá volver una y otra vez, sin que esto implique olvidar lo anglosajón, en el futuro —como al flamenco o a la copla— para recuperar signos de identidad, trazar huellas de porvenir y caminar sin miedo, con libertad y responsabilidad. Palabras estas últimas que casan con Santiago Auserón y, desde luego, con Radio Futura, un grupo al que —llegará el día— muchos estudiosos se dirigirán —como ahora nos remitimos a la Generación del 27 o del medio siglo— para estudiar los aspectos más frondosos de la lírica española de fines de siglo. El lugar en el que la lengua española respiró, vivió, se hizo otra forma, y mutó para siempre en forma de canción pop que únicamente podrá ser juzgada o, más bien, entendida con total propiedad por el porvenir. El espacio donde se persiguen los enigmas del corazón al compás de las olas. Nunca termina la guerra para los hijos del terror. Y todavía nosotros aún no estamos en condiciones de recorrer ni de comprender. Probablemente por encontrarnos todavía demasiado lejos y demasiado cerca del mar. A este lado del río. En un país en llamas donde ya no existe más ley que la de la selva, el dinero, o el rifle: la España actual. Una España en la que ya no sé si sería posible que los sábados por la mañana un niño —como el que yo fui hace más de 25 años— aprendiera de enigmas y secretos existenciales varios mientras saltaba frente al televisor porque un programa fascinante que no terminaba de entender —La bola de cristal— había comenzado y un hombre vestido de negro —Santiago Auserón— cantaba eso de «Soy un electroduente…». Zoom. Zoom. Culombio. Culombio. Y me pego un voltio. Allí. En la tierra del calor, o en la escuela del porvenir y el futuro de la radio, donde las partidas se juegan a cara o cruz, y no hay posibilidad más que apostar a todo o nada. Shalam.
كُنْ ذكورا إذا كُنْت كذوبا
Si te aplauden nunca presumas, hasta que no sepas quien lo hace
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