Comprendo que textos como el que ahora voy a presentar no sean del agrado de quienes habitualmente entran en avería. El tema es árido y problemático (los problemas migratorios y el racismo) y la manera de abordarlo alude a perspectivas míticas, históricas y gnósticas que poco tienen que ver con las sensacionalistas usadas habitualmente. No aludo, por ejemplo, a ningún tema o suceso de actualidad. Pero entiendo que tal vez a alguna persona anónima que bucea por la red le pueda interesar en el futuro y me parece necesario dejarlo aquí. Pues creo que quien tenga la paciencia de leerlo de principio a fin, tal vez encuentre alguna idea sugerente o que le ayude a entender mejor uno de los problemas claves no ya de nuestro tiempo sino de nuestra civilización al que, como a tantos otros, todavía no hemos podido dar una respuesta eficaz.
Lo dejo a continuación no sin antes advertir que, debido a su extensión, lo dividiré en dos partes.
Ahí va, de momento, la primera:
El racismo y el problema migratorio a lo largo de la historia: el totalitarismo en la mitología.
Introducción.
Los temas y conflictos relacionados con la migración no plantean únicamente problemas éticos ni, por supuesto, económicos, sino filosóficos y prácticamente ontológicos. Sobre todo, porque tienen que ver con el movimiento. En cierto sentido, siempre estamos dirigiéndonos hacia uno y otro “lugar” y -querámoslo o no- estamos obligados a compartir nuestro territorio con “los demás”. Sean éstos de la cultura que sean. Y por ello este tema es crucial. Pues el desplazamiento progresivo de individuos o masas de gente puede provocar conflictos que terminen en violencia o que enriquezcan culturalmente a las sociedades donde éstos se integran.
En realidad, en un mundo «ideal y justo», la migración no debería suponer problema alguno. De una manera u otra, como el sabio Heráclito afirmaba, la vida es movimiento. Y los seres humanos nos encontramos siempre, invariablemente fluyendo en torno a un presente que no cesa, a la vez, de rotar. Por ello, recibir al “otro”, al extranjero con agrado -o al menos permitirle vivir en ese terreno que supuestamente, por una serie de derechos adquiridos, consideramos nuestro- debería ser no sólo un deber o una norma obligada -como lo dicta, por ejemplo, un libro sagrado como El Corán- sino un placer. Ya que, al fin y al cabo, –más allá de otro tipo de actitudes y aptitudes- la forma en que nos comportamos con los otros es un espejo muy apropiado para entender quiénes somos en realidad.
Sin embargo y lamentablemente, por lo general, no sucede así. Ejemplos sobran en la historia para atestiguar este hecho. Entre otros muchos, el genocidio armenio, el conflicto árabe-israelí o, en los últimos años, la expulsión de gitanos rumanos y búlgaros en “situación irregular” de Francia, los innumerables conflictos que se producen habitualmente en la frontera de México y Estados Unidos o el que se llegara a redactar la famosa ley Arizona en este último país.
Por lo general, estos conflictos no son extraños. Como nos enseñara el filósofo y antropólogo francés René Girard en su El chivo expiatorio, al colectivo migrante ajeno a los intereses del poder se les suele acusar habitualmente de los males de nuestras sociedades. Y en épocas de crisis económicas como la nuestra, aún más. Se piensa que el extranjero -que ya de por sí suele vivir en un situación precaria- puede extender enfermedades y que su presencia, de algún modo, sería también la causante del mal funcionamiento de las finanzas por lo que, consecuentemente, se produce una depuración en masa. Si antes se los asesinaba, ahora se los deporta. Pero el mecanismo es el mismo. Al forastero se lo culpabiliza de los males que la propia sociedad ha generado. Y tras su expulsión, se produce el desahogo y el alivio general, cierta catarsis más o menos duradera puesto que alguien ha pagado por la opresiva situación social. Sin importar tanto si es verdaderamente su causante o responsable.
1. El extranjero como enemigo.
En realidad, esta visión del extranjero como enemigo o del emigrante como posible amenaza es prácticamente coetánea al surgimiento de la civilización occidental. Hay quienes, como los gnósticos, hacen coincidir su origen con el del monoteísmo. Y lo explican a partir del nacimiento del monoteísmo en Jerusalén. En aquella ciudad (que etimológicamente significa “ciudad de la paz”) habría habido una convivencia más o menos armónica entre pueblos de diferentes extracciones y orígenes que adoraban a diferentes Dioses. La urbe era por tanto, “la ciudad de los Dioses de la paz”. Un espacio respetuoso para con sus habitantes y con los extranjeros que quisieran internarse en ella, recomenzar una vida, visitarla temporalmente o realizar un trámite legal. Sin embargo, uno de los pueblos integrados en la ciudad, el judío, -al parecer bastante disminuido económicamente- habría intentado imponer su Dios, Yahvé, al resto de los Dioses que convivían en la ciudad al considerar a todos los demás como impostores y a aquel al que adoraban como verdadero. Es por ello por lo que se suele considerar que, con su acto, provocaron la marginación de los diferentes: porque si bien, tras las lógicas reyertas, fueron expulsados y esto no generó, en principio, mayor discordia, el que el pueblo judío se considerara a sí mismo como poseedor de la verdad y su Dios como el único válido provocó que comenzaran a valorar de manera distinta a otras culturas que, en ocasiones, eran minusvaloradas.
Pero me atrevería a subrayar que mayores consecuencias se pueden extraer del hecho de que se pusieran por escrito las vivencias –reales o no- del pueblo judío y muchas de ellas fueran consideradas como históricas. Por ejemplo, el levantamiento de las tablas de la ley por parte de Moisés. Puesto que este trascendental acontecimiento no alude únicamente a la instauración de unas normas de convivencia en la sociedad sino que, indirectamente, también subraya que esas leyes son las únicas válidas. Y por tanto, de una manera u otra, todos los pueblos o los ciudadanos -sobre todo, aquellos más indefensos, como los sumidos en la cultura de la oralidad- han de postrarse ante la voz del Dios judío. Cualquier disensión no es contemplada. Cualquier punto de vista alterno es inmediatamente penalizado. Porque Yahvé es omnipotente y, por tanto, puede castigar a los que lo desobedecen o premiar a los que lo obedecen. Como sucederá, por ejemplo, en uno de los mas famosos mitos descritos por la Biblia, el de Caín y Abel que, considero, deberíamos tener presente para comprender en su exacta y justa medida el problema de la migración.
Frente al rebelde Caín, Abel es el hombre obediente. El hombre sin pecado porque, ante todo, es fiel a la ley -sea esta más o menos justa- y, en ningún momento, desacata o lucha contra las voluntad del Dios al que sirve. Cuando Yahvé regaña a su hermano, él calla y sigue cuidando a sus rebaños. Cuando Yahvé le pide que sacrifique un animal en su nombre, él lo hace sin rechistar. Y además es asesinado por la envidia y ceguera de su hermano que es por su acto cruento condenado al destierro, al anonimato y a la errancia perpetua. Con lo que se entiende, desde entonces, que los ciudadanos sedentarios, los que ya se encuentran aposentados en un lugar y tienen derecho sobre sus tierras pueden y deben desconfiar de los extranjeros en cuanto estos llevan sobre su alma el estigma de Caín, proclive al vicio, el crimen y a la mentira; y que, asimismo, han de ser los descendientes de Abel -el hombre que dice siempre que sí, presuntamente inocente y libre de toda culpa- quienes promulguen las leyes en las sociedades pudiendo condenar a muerte o encerrar en prisión a aquellos que se rebelen a sus dictados.
Abel es, por tanto, el “justo” y, en cierto sentido, también “el puro” pues si bien es asesinado por su hermano, su sangre no se ha mezclado con la de las mujeres de otras razas -como sí lo habría hecho la de Caín- en inciertos viajes. Es también, consecuentemente, un símbolo del hombre sedentario. Y, por supuesto, una figura que será utilizada -con otros nombres y formas- por todos los imperialismos o fascismos de corte abelita que necesitarán contemplarse en una imagen apolínea ideal e inocente y aparentemente libre de toda mancha, para justificar su reinado y sus funestas hazañas. Tal y como sucederá en la Grecia antigua cuyo territorio, según Tucídides, era árido y fino lo que le serviría al historiador y militar ateniense para justificar y dar una explicación de la pureza de este pueblo que, en principio, nunca habría sido invadido por tribus extranjeras y de ahí su grandeza. O es, asimismo, comprobable si nos detenemos a estudiar la etimología de la ciudad más emblemática griega, Atenas, cuyo nombre seguramente derive de una modificación del nombre de quien era la Diosa de la justicia en el panteón griego, Atenea, lo que le sirvió a esta ciudad y la civilización crecida en su seno para conceder una justificación divina a sus batallas con distintos pueblos y a su destino. Un destino, por otra parte, que venía marcado por su origen -como el de Abel- puro y sin mancillar como demuestra el que esta ciudad se autoproclamara “salida de la tierra” y, por tanto, autóctona y autónoma. Continuadora de una estirpe eterna que habría habitado la región del Ática desde tiempos inmemoriales.
2. Las civilizaciones abelitas: germen del totalitarismo.
Un hecho muy parecido al sucedido en Grecia ocurrió en Roma, merced a una operación elaborada muy astutamente. Pues al héroe troyano Eneas se le hace descender de una Diosa, Afrodita, y de Anquises que, en una de las dos versiones que se conocen sobre su procedencia, es pastor de rebaños; es decir, una especie de ganadero al igual que Abel. A lo que hay que añadir que la colonización por parte del Imperio Romano de medio mundo y el intento de normalizar el uso de la lengua latina hasta los último confines del imperio, terminaría provocando que toda persona que no se encontrara integrado en él ni dominase el idioma fuera denominado “bárbaro” que significa “extranjero”; siendo esclavizado o juzgado según una ley -el derecho de gentes- diferente a la de los propios ciudadanos romanos -el derecho civil-.
Igualmente, durante la Edad Media (una época en que se van a producir todo tipo de luchas para mantener a resguardo las identidades de los distintos pueblos que, con el paso del tiempo, provocarán el surgimiento de los Estado-nacion) “el otro”, “el extranjero” será visto y tratado como un enemigo al considerarse que dificulta el establecimiento de una identidad, insistir en ella o conservarla para lo que son necesarios héroes guerreros como el Cid y Rolando o Sigfrido.
Por tanto, como podemos comprobar, gran parte de las culturas más importantes del Occidente para justificarse a sí mismas así como los conflictos establecidos con otros pueblos y su sempiterno colonialismo construyeron una tipología de héroes de ascendencia divina, bellos y solares al tiempo que demonizaban al contrario. Sin ir más lejos, el Imperio hispánico -que no olvidemos que, en esencia, vía religión, hereda la mayor parte del acervo cultural judío- justificó buena parte de las matanzas cometidas en América haciendo pasar a los indígenas como “herejes”. Por ejemplo, el clérigo español Martín del Barco Centenera compuso un poema histórico, comúnmente conocido con el nombre de Argentina y conquista del Río de la Plata, donde aseguraba que la Península Ibérica pertenecía por decreto divino a Tubal, el nieto de Noé, quien se vio obligado a expulsar de allí a una tribu -la de los “carybes”- que posteriormente viajaría a América extendiendo allí su simiente impura que debía ser purificada y exterminada por los descendientes de Noe, Tubal y, simbólicamente, Abel: el conquistador español u occidental. Y si se trata de volver a los cientos de teorías que han demonizado, animalizado o disminuido a la raza negra que fue doblemente ultrajada pues fue utilizada como mano de obra esclava en la conquista de América y fue, asimismo, invadida en su propia tierra con el fin de obtener gran parte de los réditos económicos extraíbles de los cultivos, minerales y otros productos autóctonos de África, en verdad, no tendríamos espacio posible para acotar los cientos y cientos de teorías realizados. Aunque bastaría leer el primer ensayo de Elliot Weinberger que abre Las cataratas para tomar conciencia de algunas de ellas.
Lo cierto es que, desde el Renacimiento, la mayoría de países occidentales que pudieron, justificaron sus invasiones coloniales a otros continentes por la necesidad de convertir al resto de hombres a la verdad que su religión profesaba, ocultando el verdadero trasfondo: la necesidad económica. Y, de esta manera, como ya había sucedido anteriormente en Roma, en parte, abolieron un debate -que Michel de Montaigne consideraba esencial- sobre la “otredad” y los derechos de los “emigrantes” de manera muy interesada. Teniendo en cuenta que, por más que ellos fueran los extranjeros en los nuevos territorios que invadían, como por decreto divino los consideraban suyos, no era necesario repensar esta cuestión. La tierra de los cinco continentes era para Occidente y ante esto, poco o nada se podía responder. Consecuencias como los millones de muertos y decenas de culturas destrozadas no eran nada ante el poder y llamada del oro, convertirse en los amos del mundo.
Por ello, llama la atención todavía más -y, en ocasiones, clama al cielo- la política actual de los países del llamado “primer mundo” con los ciudadanos de países más pobres a los que, en gran medida, ellos abocaron a su paupérrima condición actual. Sin ir más lejos, lo que sucede actualmente con México, donde miles de ciudadanos de este país no pueden acceder a recorrer o visitar los Estados Unidos: una tierra en la que vivieron algunos de sus ancestros y antepasados desde tiempos inmemoriales. Coyuntura que, por supuesto, no sólo se produce en esta frontera sino en la de la gran mayoría de los países del primer mundo, que permiten la utilización, expulsión o denigración de los emigrantes sin valorar ni su experiencia o su drama personal ni tampoco sus capacidades reales de integrarse y aportar algo positivo a la sociedad. Lo que justifica el que muchas de las políticas actuales de migración de los países occidentales puedan ser consideradas -al igual que el hambre, las guerras o la pobreza sufrida por una gran parte de la población mundial- una muestra y reflejo de lo peor de la condición humana así como un ejemplo de su condición absolutamente absurda.
En escasas palabras, define esta situación Nicolás Salazar: “El edificio político se fija sobre una variable económica cuya mano de obra necesariamente requiere individuos desvalorados, en su mayoría inmigrantes. ¿Cómo puede el discurso democrático justificar la desvaloración del extranjero, el inmigrante, el asilado, en pos de una solvencia económica? En otras palabras, ¿no hay cabida para una discusión moral en el caso del extraño cuya labor sostiene al resto?”.
3. Reflexiones sobre un ser anónimo: Caín.
En cualquier caso, para comprender mejor esta problemática me parece necesario abordarla desde otro punto de vista. Para el que, desde luego, me es de mucha ayuda la gnosis. Como revisar, asimismo, alguno de los mitos arquetípicos del tema migratorio. Y, desde luego, aclarar una diferenciación, pienso, necesaria entre migración y exilio que puede dar respuesta al porqué apenas ha existido un debate a gran escala serio sobre el trabajador emigrante.
A este respecto, es necesario recalcar que la errancia de Caín al contrario que la de los abelitas, el pueblo judío o los colonizadores es no deseada al haber sido decretada, sancionada por Yahvé. Y para comprenderla mejor, me parece importante referir la interpretación que de este mito realiza León Rozitchner.
El ensayista argentino nos sugiere que la errancia de Caín es una condena producida a causa de su profesión, agricultor, que le conduce a apropiarse de los frutos de la madre tierra. A poseer a la mujer de Yahvé (Eva) y afrontar una incestuosa relación que desatará la ira del Dios judío y provocará el gesto de aprecio con el que premia a Abel, cuya profesión de ganadero no le hace entrar en competencia con su padre: “Sobre el hijo, Caín, cosa de la madre, que trabaja como agricultor sobre la tierra que prolonga su cuerpo, Jehová (…) hace caer el desprecio y el odio que siente el padre frente al primogénito. No quiere las ofrendas de ese hijo que lo suplanta en el corazón de la mujer que ama, porque en los bienes de la tierra que Caín extrae al surcarla es el cuerpo amado de la mujer que él hizo madre lo que recibe de su hijo”.
Por esta razón, el todopoderoso Yahvé permite que Caín siga con vida tras el asesinato de su hermano. Porque el mayor castigo para Caín no es otro que separarle de los frutos de la tierra, madre de Caín y esposa de Jehová, a la que con tanto amor se apegaba: “Dios pone sobre él su signo: Caín, el condenado por Dios-padre a errar en la tierra lejos de la tierra-madre. El primer infierno: errar eternamente sobre el cuerpo femenino de la madre sin poder asentarse. Convierte en infinito y circular al cuerpo materno, lo que más anhela, y que al mismo tiempo debe abandonar, paso a paso, al recorrerlo”. Vaya a donde vaya se encontrará marginado de aquella primera dicha que tuvo, y el hecho de no poder regresar a abrazar el lecho materno, le obligará a aposentarse en otras tierras, rentarlas y por tanto disfrutar de las mismas como se goza de una anónima mujer, la prostituta, sin rostro ni nombre sagrado (pues no ha sido bendecido por Dios), que no puede conceder el ansiado amor: “Por eso Caín, amado de su madre, es el antepasado, entre otras profesiones, de “Las mujeres alegres, que proporcionaban el regalo y los placeres de la vida urbana” Es decir, de las mujeres placenteras”. Y por estas razones, su diáspora es esclavitud (advut–galut) y le conduce al exilio físico (galut ha-guf) y como consecuencia de éste, al destierro de su alma (galut ha-nefesh), que únicamente puede ser disimulado, aunque nunca borrado, en las ciudades que lo separan de la naturaleza terrestre y, de las cuales, él es forzosamente el primer fundador: “Caín fue (…) el primer hombre que rodeó los campos con mojones y construyó ciudades amuralladas en las que obligó a establecerse a los suyos”, nos indicarán Graves y Patai.
Caín se desliga de la tierra y profundiza más en la caída del hombre que entonces comienza a ser exilio, anonimato. Pierde su nombre, pues donde acude, nadie lo reconoce, y sus descendientes incapaces ahora de religarse a la tierra por medio de un vínculo sagrado, al haber sido expulsados para siempre de aquélla que fue concedida a su progenitor, vagan animalizados por el mundo –tal y como quisiera retratarlos Fernand Common en 1880- sin encontrar un lugar que puedan llamar patria.
En este sentido, el exilio de Caín es un ejemplo de Diáspora no Diáspora, una Diáspora de signo opuesto. Es la Diáspora de Elisha ben Abuia, Ajer, el extraño (no el extranjero). Aquel cuyo nombre no es ningún nombre, que se va al exilio. Por tanto, es la historia de un vagabundo que, a diferencia del hombre errante, no puede conectar, dotar de sentido a su constante caminar al haber transgredido la ley de Dios, Yahvé, y de los hombres, como muestra su asesinato de Abel.
Y, consiguientemente, Caín es considerado símbolo arquetípico del emigrante actual que se ve forzado a entregarse a los dominios de una nueva patria, una nueva tierra en la que, por lo general, los descendientes de Abel siempre aliados con la justicia y el poder económico pueden, efectivamente, realizar con los recién llegados aquello que deseen. Lo que implica que no se realice una reflexión seria sobre ellos porque se los prejuzga y considera hijos proscritos -ya que son de la estirpe de Caín- sin nombre y sin destino, mero ganado, mano de obra sin alma, sombras errantes y muertas antes y después de su llegada con cuyo trabajo sobre la nueva tierra -donde apenas se les da un salario esencial para que se alimenten y contribuyan, mediante consumo, al funcionamiento de la sociedad- los jefes de estas sociedades pueden seguir aumentando sus frondosas fortunas.
Como vemos, por tanto, esta sería la situación actual en la que nos encontramos. El migrante de corte abelita detenta el poder y el de corte cainita -la inmensa mayoría- lo sufre sin que haya posibilidad apenas de diálogo y comprensión entre ambas partes. Y no importa tanto quién sea el extranjero o el migrante –no importa, por ejemplo, que sea descendiente de navajos si se trata de introducirse en Usa- que llega a las tierras como la utilización que el poder pueda hacer de él. Como tampoco importa que, como sucede en tantos países americanos como Guatemala, gran parte de las tropas abelitas y ejércitos que mantienen oprimido al pueblo maya sean de extracción occidental y, por tanto, extranjera; o que, en algún caso, los integrantes de estos ejércitos y representantes del poder político posean una procedencia cainita una vez que descienden de muchos emigrantes europeos que llegaron a América exiliados y comenzaron la revuelta independentista en America por motivos puramente económicos.
Por tanto, desde este punto de vista, apenas se me ocurren -a no ser la educación en valores e historia- soluciones a una situación social que se ha sostenido durante siglos sin demasiadas modificaciones y parece que continuará así en tanto la humanidad no se adentre en una nueva era, prefiguro, espiritual. Sobre todo, porque las míseras circunstancias económicas a las que llega el migrante cainita al país donde busca enraizarse le hacen muy difícil la integración o subir de clase social: algo que, en ningún caso, va a permitir la estirpe abelita en cuanto este ascenso podría poner en solfa su autoridad con la cual se protege y toma venganza contra aquel hermano, Caín, y, más tarde, enemigo que un día, por envidia, -como podría hacerlo ahora- lo asesinó. (Continuará)
0 comentarios