Hace más de 10 años, durante mi estancia en Buenos Aires, tuve la fortuna de asistir a dos partidos del Club Atlético Excursionistas y puedo asegurar que nunca olvidaré lo que allí viví. Básicamente, porque la pasión que emergía de las gradas no era fanatismo sino misticismo y religiosidad. Un ritual pagano de ignotas dimensiones que realmente me impresionó. Tanto que, antes de partir del país, le dediqué y regalé un texto a la persona, Gabriel Chepenekas, que me condujo a esa fiesta del disparate y la irracionalidad que golpeó mi corazón como si un enorme perro ladrara en mis oídos hasta la eternidad.
Ahí lo dejo.
Pim, pam, fuego: Chepe.
Creo que el público que acostumbra a asistir a los partidos de la C en Argentina es obsesivo. Se encuentra formado en su mayoría por seres que no escuchan más que el ruido del balón o el repiqueteo de las botas de los futbolistas al desplazarse por el césped durante los momentos previos y posteriores a los enfrentamientos entre los clubs.
Son personas que encuentran un sentido y motivo de vida animando, alzando los brazos, gritando. En realidad, pienso que a muchos de ellos dejó de gustarles el fútbol hace tiempo y, en algún caso, probablemente hasta desconozcan el lugar que su equipo ocupa en la clasificación porque a lo que le dan verdadera importancia es a partirse el alma, la cabeza y el cuerpo; dejarse la voz un día sí y otro también. Más que nada, porque hace tiempo que cruzaron una línea roja y se han convertido en soldados cuyas manos son parecidas a pistolas, sus brazos a rifles y sus cabezas a guantes de boxeo que se doblan o enderezan según marque o reciba un gol el ejército al que apoyan y por el que a veces parece que podrían ser capaces de dar la vida.
En ocasiones, al mirarlos de lejos, he creído verlos convertidos en césped, hierba, pasto, agua y césped. Porque, eso sí, representan la parte esforzada de este deporte. Son más bota que balón, calceta que pierna y camiseta sudada y gastada que por estrenar y también el gemido previo a los gritos de gol y ánimo. Su locura y amor por los colores es tanta que entiendo que únicamente los rituales que se celebran los días en los que hay partido puede sanarlos. De hecho, la mayoría no parecen tener ni patria ni hogar ni pertenecer a ningún lugar. No son ni héroes ni villanos. Se encuentran en «otro» lugar más allá de la cancha de juego y por ello la ocupan y se extienden por todo su centro, destacando más que cualquier jugador. Cualquier figura. Probablemente porque saben, dentro de su inconsciencia, que sin ellos se acabaría el negocio. Que son tan o más importantes que los deportistas.
¿Hablan o gritan estos hinchas, es posible entenderse con ellos? Difícil saberlo porque únicamente parecen existir cuando saltan y se mueven como posesos en las gradas gritando el nombre de su amado club.
Para ellos, las tardes de los sábados son una aventura, una odisea, una batalla. Lo deja claro la cólera con la que se enfrentan a quien atente contra los colores que defienden, la saña con la que desean la muerte a la hinchada enemiga o el ardor con el que llenan los pulmones para seguir alentando.
Ciertamente, para ellos sólo existe el presente. Ese momento en el que saltan y animan. El fútbol, sí, no es ni pasado ni futuro ni estadística ni proyecto para ellos. El fútbol es la gallardía con la que están dispuestos a luchar por su equipo. Las cábalas que hacen antes de cada encuentro, los silbidos que emiten en contra de los árbitros, la camiseta vieja con la que visten y, obviamente, la rabia y júbilo con la que gritan cada gol. El resto, -los sistemas de juego, los presidentes, directivos, fichajes y directivos- no existe.
En realidad, su vida hace mucho tiempo que ya es indistinguible del fútbol. Se ha convertido en un eterno rectángulo del que nadie podrá sacarles hasta la muerte. Ese juez de línea que levanta el banderín y señala fuera de juego en el momento más inoportuno. Porque ellos son siempre el minuto 1 y el minuto 90. No importa que no haya partido ni red en las porterías ni jugadores calentando porque ellos siempre están jugando ya sea mañana, tarde o noche. Tanta es su pasión que lo único que les duele profundamente es que su equipo pierda el sábado. Que alguien escupa en un escudo que para ellos refleja los colores del cielo. Las pupilas divinas.
No obstante, no creo que la derrota de su equipo sea un drama para ellos. Pues lo realmente importante es que los guerreros continúen saliendo a darlo todo entre aullidos, ladridos y truenos y no tanto el resultado del propio partido.
Para los hinchas, por ejemplo, de Excursionistas el auténtico castigo y dolor no sería el descenso sino la desaparición de su equipo. Sólo hace falta ver sus rostros ansiosos cuando están unos cuantos minutos sin pensar en la batalla, el rival o el árbitro al que insultar para constatar inmediatamente la tragedia que representaría no poder gritar bien alto, acribillando los cielos, aquello de «Excursio mi buen amigo, esta campaña volveremos a estar contigo, te alentaremos de corazón con esta hinchada que te quiere ver campeón».
En realidad, ellos no sienten al equipo en su interior. Ellos son el equipo. Son la voz, la boca, el corazón, las piernas y los ojos de los jugadores. Y por eso suelen hacer oídos sordos cuando alguien intenta explicarles con datos y fechas la fecha de fundación del club u otras cuestiones históricas y estadísticas. Pues, en sus mentes, el origen de su equipo es un acto legendario y mítico más cercano a esas novelas de caballería llenas de hadas, reyes y cruentos príncipes que a la afición por el fútbol de unos cuantos empresarios. Y, del mismo modo, los artículos periodísticos en los que se narran los más importantes goles de su equipo, los motivos por los que se escogieron los colores de la camiseta o el primer derby son leyendas. Cuentos infantiles leídos a niños antes de acostarse.
Los hinchas de Excursionistas nos recuerdan diariamente, minuto a minuto, que la pasión por el fútbol es la razón por la que merece la pena vivir y que si dios está en todas partes y en cada uno de los seres de este mundo también está en ellos. Y los quiere y necesita gritando. Destrozándose la cabeza contra el suelo de alegría tras un gol. Por lo que desean vivir hasta la eternidad no para ver a sus biznietos crecer o los diversos inventos que la mente del ser humano logra concebir a lo largo de los siglos sino para poder gritar más y más goles, darse el gusto de regatear a la muerte, seguir besando el césped arrodillados y continuar alzando sus manos al cielo agradeciendo la inmensa emoción que sienten al contemplar a los jugadores desfilar por el césped.
Realmente, sólo he tenido un trato profundo con un fanático de Excursionistas pero nunca lo olvidaré. Gabriel Chepenekas es su nombre y puedo jurar que su vida era una subida por la banda sin frenos. Un chut terrible en el rostro del arquero. Y que muchas veces, cuando dialogaba con él, me daba la impresión, por la forma de mover las manos y pies, de que iba a lanzar un penalti o una falta.
Recuerdo que rememoraba sus viajes a la cancha en ómnibus como si fueran expediciones en la selva. Y cada una de las anécdotas y lances de juego de las que se acordaba me las narraba con indescriptible emoción. El fútbol para él era como la heroína para un drogadicto: vicio y pasión. Se sentía orgulloso por formar parte de la leyenda de Excursionistas y haberlo alentado en los momentos difíciles. En esos en los que no existía más que el dolor y la frustración. Me contaba cada uno de los clásicos contra Comunicaciones como si fueran guerras. Confesaba no dormir ni el día antes ni el día después de los nervios pero que cuando lo hacía, se sentía satisfecho porque su alma pertenecía al verde y nada ni nadie le podría quitar lo bailado: el aliento dado, los goles cantados, las lágrimas de dolor vertidas, los agarrones a las camisetas de otros hinchas o los coscorrones contra el suelo.
Gabriel Chepenekas no hablaba prácticamente de su vida. Parecía estar siempre fuera de juego cuando aludía a cualquier actividad distinta al fútbol y que no le importaran en demasía sus problemas cotidianos. En realidad, estaba totalmente agradecido a la existencia por haberle hecho hincha de Excursionistas y lo demás era secundario. Bastaba, por ejemplo, que uno se descuidara para que volviera a contar historias relacionadas con el equipo: desde un fuera de banda mal pitado o una falta muy bien ejecutada por un lateral hasta si el 9 llevaba la camiseta fuera o dentro del pantalón en tal o cual partido.
En verdad, no se me ocurre despedirme de él de otra forma que desenfundando la pistola y disparando al cielo porque detrás de Chepe corre la sangre de todo un club. El recuerdo de cientos de guerras, discordias, mates y besos a la cancha y a los botines de los guerreros. Y también el júbilo que producen miles de gritos emergiendo de las gargantas exclamando aquello de «no me importan lo que digan, lo que digan los demás, yo te sigo a todas partes» mientras cientos de bengalas recorren los aires porque comienza un nuevo partido y con él la oportunidad de experimentar todo tipo de emociones al máximo y, sobre todo, de gritar gooooleees y más y goooooooooooleeeeeeeeeesssss y más y más y más gooooooooooleeeeeeees. Shalam
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