No hay quien no considere un grande a Tom Waits. O lo ignoras o lo adoras. No hay término medio cuando se trata de hablar del buldócer del piano. Pero más difícil es encontrar personas que lo consideren un artista mutante. Algo, a mi entender, totalmente errado. Obviamente, Waits no es tan cambiante como Bowie y probablemente sus saltos al vacío no han sido tan abisales como los de Scott Walker pero, en realidad, no se halla tan alejado de esos dos fantasmagóricos marcianos. Creo de hecho que de, entre todos los artistas populares, ha sido uno de los que más cambios ha realizado a lo largo de su trayectoria y también, de los que más ha experimentado con su inconfundible estilo. Mucho más por ejemplo que Lou Reed, Bob Dylan o Neil Young. Y por eso me parece un ejercicio muy interesante intentar definir algunos de los discos de sus diferentes etapas con tan sólo unas pocas palabras que permitan iluminar (u oscurecer) aun más a este entrañable personaje. Aviso, eso sí, que hoy sábado trataré sus dos primeras etapas y en próximos días (no necesariamente mañana) las otras tres o cuatro. Al fin y al cabo, ¿es posible homenajear a Waits sin un poco de desorden?. No, claro que no.
En cualquier caso, sin más, voy a ello:
Desde Closing time a Nighthawks at the dinner: el primer Waits huele a Dylan por todos sus poros pero también -aunque, a día de hoy, parezca mentira- a Billy Joel y Neil Diamond. Aunque la crudeza de su aspecto anuncia la llegada de un perro folkie destinado a reactivar con pulso firme la tradición, todavía no ha estallado. Existe una ferocidad en su mirada y su contundente manera de tocar la guitarra que retrotrae a Guthrie y Cash pero, sobre todo, a los salvajes bluesman del pasado. Aunque, en realidad, tal y como muestra Closing time, todavía está verde y podría pasar perfectamente por un lavaplatos con talento. Alguien condenado a ser un cantante de segunda fila y a destacar en programas de televisión a horas olvidadas. El hermano pobre del Springteen de Asbury Park. No obstante, pronto demuestra ser un puto cabrón. Alguien sucio que con dificultad se baña y afeita que no sólo es capaz de entonar con orgullo hermosas canciones sino de narrar chistes, historias de matrimonios rotos, vagabundos, jóvenes viajeros y perdedores con voz cascada de fumador y la mala leche de un cosaco.
No tarda ciertamente más de tres discos Waits en demostrar que posee un enorme talento y que no es realmente un músico. O más bien, que no es solamente un músico y no hay que entroncarlo por tanto únicamente con los cantautores o los artistas de cabaret sino que su estirpe es la de los grandes aventureros. Una simiente que en aquella época en América estaba ligada a los escritores beat entre los que Waits encajaba a la perfección. Era uno más, como demuestra Nightwaks at the dinner. Su primera gran oscilación. Su primer disco totalmente personal. Una obra que lo coloca entre Lenny Bruce y Neal Cassidy y más cerca del bop que del rock. Aullando en medio de ciudades modernas con la contundencia del boxeador y el obrero que toma unos huevos rancios antes de pasar horas sirviendo cafés o subido a un andamio.
Con Nightwaks, sí, Tom Waits conducía un coche viejo cuyo motor comenzaba a ser escuchado precisamente porque, en vez de echarle aceite para que sonara moderno, lo terminaba de estropear arrojándole grasa seca y moscas y, tostándolo al sol, logrando así que se lo escuchara rugir como un altavoz afónico. Un cadillac a punto de ser demolido. Exactamente, cuando grabó Nightwaks, Tom ya no era un artista nuevo sino un hombre joven que hablaba del fracaso con la sabiduría de los ancianos.
De Small Change a One from the heart: el Waits que todos conocemos y amamos saca definitivamente la cabeza, mientras se forma musicalmente, durante todos estos discos. Como un predicador, recorre media América ofreciendo su buena nueva a los borrachos y a los desheredados a medida que se familiariza con los cambios de su voz y va profundizando en su inconfundible estilo. Waits todavía no ha puesto la música a su servicio como un excéntrico comandante. De momento, es él quien está al servicio de la música y de su público. No reniega de los esteriotipos porque le permiten ganar tiempo para ir profundizando en su personaje y ensayando ciertos experimentos que no se atreve y probablemente todavía no está en condiciones de desarrollar totalmente.
Tom Waits ya es sumamente reconocible pero aún no ha destrozado su piano. De momento, se conforma con jugar con él. Arrojarle unas cuantas gotas de bourbon y chuparlas con la lengua, tocar sus teclas con los pies y el culo y traficar con los ritmos, convirtiendo un idioma como el inglés en otro instrumento más al servicio de su arrollador arte. Waits va lentamente ganando visibilidad. Lucha por ser un clásico y no por corroer la tradición. Se apoya en Bukowski, el jazz, Howlin’ Wolf, Screamin Jay Hawkins o el cine negro más para sentirse seguro que para conducirlos a otra dimensión. Está ganado experiencia y confianza. Dándose cuenta de que es capaz de hacer que la gente lo mismo llore con su voz que ría o se vuelva loca. A veces es un rockero romántico y otras uno bohemio pero siempre es auténtico. Su voz es la de la verdad. Trabaja sus producciones no para epatar sino para conmover. Buscando inspiración en los musicales antiguos mientras pasea por las calles con el aire de un lector de John Fante o el portero de un club de jazz.
Definitivamente, Tom está al borde de entrar en una nueva frontera artística. Por lo que comienza a aceptar papeles cinematográficos y aparecer con rostro taciturno y contrahecho y un aspecto desenfadado y salvaje en los programas televisivos de la época. Sabe que puede cambiar la historia de la música pero que no debe decírselo a nadie. Por eso acepta sin rechistar realizar la banda sonora de un filme de Francis Ford Coppola y despista a todos recreando el pasado con suma belleza antes de embarcarse en un petrolero con destino al Ártico; antes, sí, de penetrar en los recovecos de la más extravagante locura. Shalam
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