Moondog fue uno de los grandes personajes del siglo XX. Un hombre insólito que parecía haber venido al mundo para recordar a la humanidad algo que habíamos olvidado. Pero, eso sí, su mensaje debía encontrarse escrito en un idioma lunar o extraterrestre porque no creo que nadie lo haya comprendido totalmente aún dos décadas después de su muerte. Cuando contemplo sus fotografías, por ejemplo, eso es lo que me ocupa prácticamente todo el tiempo: intentar descifrar qué es lo que ese señor que parecía recién salido de El cantar de los nibelungos deseaba decirnos. Aunque tal vez no tuviera ninguna lección que ofrecernos. Y su mera presencia bastara para darnos a conocer el contenido de la obra que vino a interpretar.
Las circunstancias más relevantes de su vida son de sobras conocidas: Louis Thomas Hardin (su nombre real) era un incansable autodidacta nacido en Kansas. Desde niño, se acostumbró a construir sus propios instrumentos. Tarea en la que persistió durante toda su vida, a pesar de haber perdido la vista a los 16 años. Sus composiciones provocaron la admiración de maestros musicales como Stravinsky, Steve Reich o Bob Dylan. Pero lo que lo llevó a la fama fue una inusual decisión: a los 27 años se fue a Nueva York con escasos dolares en los bolsillos y durante casi tres décadas (hasta 1972) ocupó un lugar en la Sexta Avenida. Al poco tiempo, cambió su look, adoptó un atuendo con el que homenajeaba a los dioses nórdicos (en concreto, a Odín) y comenzó a ser conocido popularmente con el sobrenombre de “el vikingo de la Sexta Avenida».
Su personalidad era realmente magnética e hipnotizaba a todo tipo de turistas que no dudaban en darle dinero por posar junto a él o recibir uno de sus poemas firmado. A muchas mujeres también les resultaba atractivo y lo alojaron en sus casas momentáneamente e incluso uno de los astros de minimalismo -Philip Glass-, fascinado por su talento compositivo, le dejó vivir en la suya durante un tiempo. Finalmente, durante una gira de conciertos en Alemania, una joven -Ilonga Goebel- se encaprichó de él y su música y lo llevó a su casa donde fue acogido espléndidamente por su familia en cuyo hogar pudo consagrarse por entero a su arte durante más de dos décadas de dicha y experimentación en las que fue lentamente siendo reconocido y convirtiéndose en un icono popular.
Como se puede comprobar, Moondog vivió como quiso. Callejeando, meditando y abstraído en melodías que traducían sus deseos y anhelos. Tuvo una de esas vidas dignas de que Osho le dedicara un discurso. Una existencia valiente en la que primó, ante todo, la búsqueda, la fidelidad a sí mismo y la excentricidad. Ciertamente, siguió el camino de su corazón al extremo y, contra todo pronóstico, la vida le recompensó con la admiración y reconocimiento asombrado del resto de la mayoría de sus congéneres.
Es posible, desde luego, imaginar personas mirándolo embobadas, tal vez a alguna riéndose de su aspecto pero es difícil concebir el rostro de aquellos para los que la presencia del «vikingo» supusiera una afrenta o que, directamente, lo odiaran. En cualquier caso, Moondog probablemente habría sido indiferente a la mayoría de esas apreciaciones puesto que cuando tocaba música en la calle parecía hacerlo en el sofá de su casa y había días en los que simplemente se mantenía en silencio como una estatua, sabedor acaso de que estaba cumpliendo una misión divina.
Moondog era la primavera adentrándose en los cuarteles de invierno. El mundo bucólico transgrediendo las fronteras del tecnológico. Era un hombre que traía consigo el aroma de épocas arcaicas en las que la humanidad había sido posiblemente más feliz que en la presente. La ceguera, desde luego, no lo atormentó sino que lo hizo más sabio. Le permitió afinar su oído y trasladar con sutileza muchos de los sonidos cotidianos que escuchaba a su música. Aunque, sobre todo, creo que lo liberó para siempre de las ataduras del mundo cotidiano.
Moondog sólo obedecía y respetaba dos palabras: la suya y la de dios. De hecho, toda su existencia es un homenaje a la divinidades. Una prueba de que vivir es un acto sagrado. Estoy seguro de que su respiración era más lenta, contenida y pausada que la de la mayoría de personas. Que amaba la naturaleza, detestaba las ataduras cotidianas del mundo contemporáneo y caminaba como si estuviera haciendo yoga y las calles fueran un gimnasio en el que ejercitarse y dar lustre a los chakras.
Sus composiciones son realmente atípicas y no me extraña que fascinasen tanto a lo grandes adalides del Bebop como a los genios de la música clásica contemporánea y que, independientemente de su calidad, no gozasen del entusiasmo del gran público. Pues, al igual que su personalidad, eran peculiares. Moondog componía tanto madrigales jazzísticos o piezas minimalistas con toques medievales como breves minuetos modernos. Y era incluso capaz de recoger voces de transeúntes, ruidos de motores y coros de niñas en recipientes sonoros que transmitían tanta paz que parecían haber sido grabados en iglesias. Es decir; la música de Moondog era tan imprevisible e inclasificable como su figura.
Hay quienes tachan de «naif» a la mayoría de sus piezas artísticas pero yo creo que son partituras abiertas. Obras a mitad de camino de tantos mundos que resulta realmente difícil interpretarlas y encasillarlas. De hecho, resulta más fácil definirlas con metáforas que con las palabras habituales que se suelen utilizar para hablar habitualmente de discos y estilos. Yo, por ejemplo, las considero nubes que flotan sobre un cielo abierto y despejado, arbustos o árboles centenarios plantados en medio de las calles de una ciudad moderna. Sus composiciones, realmente, no son ni tristes ni alegres. Son únicas. Tanto, repito, como la personalidad de un hombre cuya efigie recordaba tanto a los santones bizantinos y a los antiguos apóstoles crísticos como a El ermitaño; la carta del tarot de Marsella.
Moondog fue, sí, uno de esos espíritus libres que, con su sola presencia, demuestran que la reencarnación es una evidencia, un hecho palpable, y que el ser humano no ha venido a este mundo a obedecer a sus semejantes sino la palabra de dios. Era una estatua viva y en movimiento constante. Una columna de un templo celta que apareció por uno de esos designios locos del destino en medio del mundo moderno para señalar que el ser humano debía seguir las leyes cosmos y no las del trabajo y el capital. Shalam
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