En El libro tibetano de la vida y la muerte leía ayer esta hermosa frase: «Para la persona que se ha preparado y ha practicado, la muerte llega no como una derrota, sino como un triunfo, el momento más glorioso que corona toda la vida».
No puedo estar más de acuerdo. La muerte de David Bowie es un ejemplo. El día en el que la demoledora noticia llegó a nuestros oídos, el músico no murió. Resucitó y alcanzó la vida eterna. Consiguió hacer de su deceso y la pérdida, una potencia positiva. Es decir; concentrar oscuridad para hacer brotar luz. Y esto es un logro sumamente importante.
La muerte no se puede negar ni olvidar. La muerte ha de aceptarse. Los samuráis viven preparándose para morir desde que ingresan a una orden pues son conscientes de que la muerte es la verdadera batalla. La frontera. El instante de la verdad. El problema del ser humano común radica en querer ignorarla y por ello, probablemente ha existido tanto caos en la tierra a lo largo de los siglos.
A mi entender, una vida dichosa consiste en morir en paz. Llegar a convertir la muerte en un orgasmo. Un éxtasis que, en compañía de nuestros seres amados, nos conduzca a la otra dimensión. Tal vez a un nuevo nacimiento donde podamos alcanzar el nirvana: el rayo místico. Fusionarnos con la atmósfera del Universo convertida en amor.
Si entendiéramos que cada acto de nuestra vida puede ser el último, estoy convencido de que brotaría más dicha y paz. El planeta estaría coronado por una nube de buenas intenciones que regaría la boca de los sedientos y acumularía comida suficiente en el estómago de los moribundos y hambrientos.
El problema consiste básicamente en que vivimos como si no fuéramos a morir. O peor, con miedo al momento definitivo. A la verdad. A dios. Y cuando alguien muere, nos empeñamos con obstinación en negar la vida eterna o que esa alma pueda vivir otras vidas. Nos sumergimos en llantos sin pensar que pudiera ser que, antes o después, pudiéramos cruzarnos con ese espíritu. Por lo tanto, nos encontramos en ignorancia. Atrapados en la mente. La situación ideal para el desarrollo del odio y la ambición y los hijos que nacen de este encuentro: las armas.
Exactamente, el fallecimiento de David Bowie nos recordó que la muerte es el comienzo de un viaje. No el fin. Porque en la vida sólo existe la eternidad. Y quienes trascienden y alcanzan reencarnaciones más favorables a lo largo de sus sucesivas vidas lo saben. Lo intuyen con una certeza demente capaz de opacar toda prueba científica.
Si el ser humano es un desconocido es porque no nos atrevemos a mirar de frente a la muerte. Llamarla y cortejarla como soñábamos hacer con nuestros amantes cuando empezaba la adolescencia. Los seres humanos somos potencias cósmicas. Y conocernos a nosotros mismos no es más que parte del proceso para reconocernos definitivamente eternos. Comprender que la eternidad no es una fotografía fija o permanente sino que se encuentra en mutación constante como la vida, el arte y el espíritu de los grandes artistas.
Basta -insisto- en mirar, por ejemplo, a David Bowie cuya alma, tras su muerte, no ha dejado de sonreír y emitir destellos con mucha más intensidad y fuerza acaso que cuando estaba viva. Llegando incluso a transformarse en un agujero negro repleto de luz y claridad. Shalam
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