Cuando Nick Currie decidió adoptar como sobrenombre artístico el del dios del sarcasmo, las burlas, escritores y poetas -Momus (Momo en español)- no estaba, en ningún caso, profanándolo o realizando una travesura juvenil sino dejando claro cuáles serían los parámetros de su vida artística. Porque Currie es el arlequín del pop. Un majestuoso y mordaz clown que ha convertido el rock en literatura y la literatura en un circo. Es uno de esos escasos artistas que no viven pegados a una imagen esplendorosa de sí mismos y de los que es posible afirmar que su presente es tan vivo como su pasado.
Lleva, sin ir más lejos, un montón de años publicando un disco anual en el que da cuenta de su estado de ánimo y sus recurrentes obsesiones y si bien es cierto que sus 10 primeros Lps son probablemente los mejores de su discografía, sus últimas obras mantienen el tipo con mucha dignidad. Continúan aportando colorido al traje de uno de esos escasos artistas que vive a pie de tierra. Cualquiera que lo desee puede, por ejemplo, contratar a Currie por una módica cifra y el pirata rabeleisano del pop le dará un recital privado en su casa, suele interactuar constantemente con sus fans en Instagram u otras redes sociales y además, es tan poco egocéntrico y amante de los gigantes musicales en los que su vida se inspiró, que no le importa que quien le pague, lo haga para que interprete exclusivamente sus nocturnas e inquietantes versiones del cancionero de David Bowie. Él es el primero que con mucho gusto se ofrece a homenajear la figura del fascinante camaleón y así poder continuar dedicándose exclusivamente al arte. A rellenar cuadernos sucios con el lápiz.
Resulta difícil definir a Currie. Yo creo que es un artista de segunda mano. Es decir; no es un músico extremadamente original sino más bien, alguien que es capaz de realizar obras de arte de mucho interés (a veces extraordinario) con los grandes hallazgos realizados por otros. Es un hombre, por tanto, que sigue huellas. Un lector de revistas y fanzines criado en una familia muy culta que, desde el principio, escribía casi mejor que los articulistas a los que seguía. Puedo imaginarlo perfectamente contemplando fascinado de joven un videoclip de Kraftkwerk y, a la mañana siguiente, interpretando delante de su grupo de amigos una canción bella y nocturna inspirada en las melodías de los autómatas alemanes. Abriendo grietas artísticas en medio de días grises. Transformando poemas de Oscar Wilde en otoñales sonetos pop y fragmentos de novelas de Dickens en nocturnas odas rockeras.
Currie es alguien que vuelve la vista constantemente a los reveladores instantes en los que cayó fascinado por el universo artístico. Es un eterno adolescente que, sin embargo, ha sido testigo y parte de la transformación adulta del pop. En realidad, desde pequeño deseaba ser escritor y eso se nota en todas su canciones. Currie es un contador de historias más que un músico. Y utiliza los sintetizadores y la guitarra para concitar el interés alrededor suyo. Crear efectos que transforman las narraciones en inquietantes delirios artísticos que son parte de la banda sonora del día a día de (lo que queda) de la clase media culta europea. Es, por tanto, un juglar contemporáneo. Un juglar esquizofrénico, mutante y perverso. Alguien que transforma los conciertos en imprevisibles, maravillosas performances intimistas, las canciones en sórdidos fragmentos del mundo cotidiano y sus letras en ácidas notas de prensa. Melodramáticos textos sobre la decadencia y el inevitable paso del tiempo en los que también hay hueco para ladridos lunáticos y exploraciones marcianas.
Currie es un artista que, como uno de sus grandes mentores, David Bowie, ha reinterpretado una infinidad de estilos y ha jugado a ser múltiples personajes. Cuando comenzó, sus canciones encajaban perfectamente en el pop británico de la época. Eran una mezcla entre las odas bucólicas de Nick Drake, las epopeyas sentimentales de The Smiths y las instantáneas pop de Serge Gaingsbourg. Eran carne de bar de Manchester. Un delicioso caramelo arty que seducía estéticamente a jóvenes excéntricos y solitarios y mezclaba el intimismo con la épica nocturna equilibradamente. Por lo que es normal que un sello como Creation se encargara de darlas a conocer. Pero con el tiempo, hizo algunos discos llenos de composiciones y melodías que recordaban a los Pet Shop Boys de Instrospective. Probó con el cabaret, el folk y el pop mutante y hasta le hizo guiños al burlesque y la canción infantil. Y, finalmente, se ha transformado él mismo en una obra de arte. Un sardónico, lúcido y corrosivo intérprete que recuerda al loco del Tarot de Marsella y a esos lúcidos ancianos que, entre trago y trago de alcohol, pronuncian profecías sobre el triste devenir de los tiempos en el teatro isabelino.
De hecho, creo que actualmente es mucho más fascinante su figura que sus discos. No porque estos no tengan calidad. Al contrario. Más bien porque Momus es tan inquieto que una charla con él o cualquiera de sus reflexiones sobre el mundo contemporáneo abre una infinidad de puntos de vistas. En cierto modo, se ha convertido en uno de esos hombres absurdos descritos por Albert Camus en El mito de Sísifo. Una persona que huele tanto al Medievo como al Barroco, con maneras de actor bohemio, que no podemos imaginar haciendo algo diferente que actuar, componer o escribir. Y que incluso cuando duerme, parece estar creando. Imaginando estrofas y pesadillas. Aunque aun más interesante que este hecho, me resulta la escasa importancia que se da a sí mismo. Estoy seguro de que si Currie buscara un productor megalómano y durante cinco años se dedicara a trazar las coordenadas de un nuevo disco, podría crear una majestuosa y elegante obra maestra. Pero el dragón escocés es tan ansioso e inquieto, experimenta con tanta intensidad su relación diaria con el arte, que podría enloquecer de no grabar y dar a conocer todo aquello que le pasa por su cabeza. Paletas de arte menor que, no obstante, la mayoría de las veces resultan mucho más fascinantes, decorosas y dignas que las famosas «grandes obras».
Currie es actualmente un pintor de bocetos. Un músico con tantos referentes en los que apoyarse y que remite a tantos lugares que se pueden pasar varias semanas escuchando sus obras una tras otra sin llegar a agotarlas. Ciertamente, la mayoría de sus discos requiere al menos diez escuchas para ir calando hondo. Son arañas. Tardan en romper barreras, es cierto, pero, eso sí, cuando lo hacen, se pegan profundamente a la piel y resulta muy difícil olvidarlos. Tal vez porque en todos ellos hay un fondo de oscuridad perverso muy sutil que los hace idóneos como banda sonora de estos tiempos decadentes. De hecho, creo que sería ideal pincharlos en medio de una crisis económica; ir hundiéndose lentamente en los océanos mientras los periodistas vociferan excitados y Currie susurra en nuestros oídos con su voz áspera de bufón cualquiera de sus cínicas, nocivas e irónicas canciones sobre desamor, política y destrucción. El tedio y la agonía contemporáneas. Shalam
No sé qué dirán las esquelas cuando la Parca se lleve a Joaquín Sabina, pero no serán justas si no afirman con rotundidad que fue uno de los mejores...
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