No sé qué dirán las esquelas cuando la Parca se lleve a Joaquín Sabina, pero no serán justas si no afirman con rotundidad que fue uno de los mejores escritores españoles del pasado siglo. Un señor que conjugó lo popular y lo culto con absoluto desparpajo y creó temas inolvidables que parecían brotar de sus entrañas con absoluta espontaneidad.
Hay textos de Sabina en los que es capaz de reflejar el más furioso presente, retratar el mundo contemporáneo con la crudeza y acidez de un cantante de tango y combinar esa tensión con palabras que son filosofía lúcida, lúdica, áspera, irónica y desesperada. Algunas de sus letras son casi producto de un encuentro entre Cioran y Jaime Gil de Biedma en el metro o de un poema de Ovidio que se hubiera mezclado con la prosa de Umbral y varias gotas de colonia barata. Pienso, por ejemplo, en el primero de los casos en aquel verso -«el hombre de hoy es el padre del mono del año 2000»- que cierra la inolvidable «Eclipse de mar». Y en el segundo, en decenas de estribillos, versos sueltos dispersos por aquí y por allá, que recogen el lenguaje del amor cotidiano. Tanto el picaresco como el barrial o el de clase alta. Letras que consiguen hacer del descaro una disciplina artística con decenas de ramificaciones y hacer deseable y escuchable algo tan difuso y esquivo como la música adulta.
Las canciones de Sabina lograron convertir el amor cortés en lúbrico, los bares en hogares, el tabaco en un refresco y las aventuras en costumbre. Llevando un paso más allá las sátiras de Quevedo y los esperpentos de Valle Inclán hasta convertir el cancionero amoroso hispano en un inmenso prostíbulo abierto al público en general. Un dulce hotel en el que no pagaba nadie ni por entrar ni por salir.
Mentiras piadosas, Hotel dulce hotel y El hombre del traje gris. Ese trío de lascivos discos repletos de desconsuelo, sexo y desencantos emocionales son mis favoritos de Joaquín Sabina. De hecho, me parece que forman la banda sonora ideal para rememorar la España de Felipe González. La del pelotazo y la movida. La de la corrupción, el morbo, las miradas ávidas de curas retraídos y la sonrisa curiosa de viudas ociosas.
No obstante, siendo justos, creo que la expresión utilizada anteriormente no es la correcta porque sería más justo decir que los tres forman parte de mi columna vertebral. Ese boca a boca que me permite continuar respirando allá donde vaya aunque me partan el corazón, me quede sin trabajo o se hunda el barco y no haya más que un mísero flotador de madera al que asirse. Ya que, como supongo que ha quedado claro, no concibo la vida sin ellos, al igual que tampoco la de la España de las últimas décadas sin la gigantesca sombra de este pícaro ilustrado. Este libidinoso señor que fue capaz de crear poesía de la podredumbre, iluminando las calles de una ciudad, Madrid, que comenzaba a colorearse conforme más y más fiestas terminaban de madrugada.
Sabina logró crear un cancionero a medio camino entre la tradición y la modernidad de una genialidad y vitalidad exultantes. Textos sonoros que se entrelazaban con los sueños húmedos de la democracia y parecían haber sido escritos mientras le hacía un dedo a una adolescente con la mano izquierda y con la derecha escondía en el bolsillo de atrás un canuto mojado en whisky, vodka con naranja o vino barato.
En realidad, Sabina era nuestro Serge Gaingsbourg. El amante infinito y perpetuo. El Rodolfo Valentino de la transición. Un Tenorio de barrio que, si se trataba de conseguir un beso, no dormir solo y decirle a alguien «te quiero», no se avergonzaba por pagar, suplicarlo de rodillas o destrozar sus labios a media noche entre las brumas de tabaco y el ruido de las copas de alcohol vibrando.
Sabina es uno de esos escasos señores que hizo realidad su sueño: convertirse en el amante de todas las mujeres de España y medio mundo latino. Básicamente, porque no le importaba que fueran pobres o ricas, tuvieran una verruga en la nariz, gafas o decenas de kilos de más o de menos, ya que era de los que sabiamente pensaba que se canta únicamente para follar; como también se escribe para follar, se vive para follar y se respira para follar. Y quien no lo hace así, no crea arte. Fracasa. Es un puñetero torero viviendo al otro lado del telón de acero, condenado a vivir eternamente en calle melancolía y perder para siempre el mes de abril.
En realidad, la máxima, la única duda shakesperiana de Sabina fue siempre esa: follar o no follar. Él la respuesta ya la tenía y las circunstancias determinaban si podía hacer su voluntad o no. Me refiero, claro, a la cantidad de cocaína esnifada, las copas bebidas o el número de orgasmos acumulados en los últimos días. Porque Sabina era el hombre complaciente y sumiso. Nunca decía no al menos a una dama. Y si bien su psicología no era muy compleja, sí que era efectiva y en el caso de que sus posibles conquistas dudaran, no tardaban inmediatamente en sentir un beso con lengua en su cuello, una mano agarrando su falda o en contemplar unos ojos llorosos y solitarios clamando por mucho más que un abrazo. La mirada de un perro dispuesto a ladrar y morder el barro de las calles por compartir unas copas y el asiento delantero de un auto. Un pirata sin espada ni parche que prometía llevarlas a una isla desierta conforme el bulto de su entrepierna se hacía más y más grande.
Sabina puso a los españoles de acuerdo para admirar su arte porque fue capaz de resucitar el personaje del pícaro y hacerlo con honestidad. Al fin y al cabo, lo que más molesta de la picaresca es la sensación de engaño e indefensión que deja a su paso. La claridad con la que pone de manifiesto que en la vida real, los listos terminan dictando el ritmo a los inteligentes y los avispados a los reflexivos. Sin embargo, Sabina no encarnó al pícaro malévolo sino al honesto e ilustre. Aquel que, por ejemplo, le decía a sus víctimas a la cara que les estaba engañando, le confesaba a las mujeres que quería follárselas y no ser su novio pero era capaz de retractarse si veía lágrimas en sus ojos y además, no tenía reparos en confesar a los amigos que el dinero que les pedía era para pagarse un fiesta en un hotel de lujo o que no se acordaba qué había sucedido a partir de las 3 de la madrugada: dónde había dejado el coche y a quién pertenecía la ropa interior aparecida en los bolsillos de su gabardina. Pero si le caía alguien bien, era capaz de dejarse hasta el último céntimo en una farra o regalarle uno de sus mejores textos para que compusiera una canción.
Ocurría además que Sabina solía acudir al rescate de los perdedores de esta triste sociedad. Componía incontestables himnos líricos y callejeros sobre ancianas olvidadas, marginados, drogadictos, prostitutas, solteras insatisfechas o maricones que no se atrevían a salir del armario. Profundizando en las debilidades de las gentes no para aprovecharse de ellas sino para exaltarlas. Extraer de ellas el verdadero jugo de la vida en canciones zarrapastrosas parecidas al semen de un adúltero o el deseo de una adolescente encerrada en casa la noche de fiesta. Melodías que eran un verdadero consuelo, adrenalina pura para cientos de miles de mujeres y hombres que aún continuaban creyendo, en cierto modo, en los relatos infantiles y se habían dado de bruces con la realidad. Ese mundo en el que la lotería nunca toca lleno de hipotecas, políticos, facturas de la luz, grises funcionarios y bancos repletos de folletos con el rostro estampado de muchachos y muchachas de plástico.
En fin, al menos en España, Joaquín Sabina es un franco representante de lo popular. De hecho, ha creado veinte canciones (o más) que sobrevivirán a varias generaciones de españoles y decenas de años más tarde de su muerte se continuarán escuchando en un bar de Cádiz, Zaragoza o Madrid o las avenidas más grandes de México, Tijuana, Buenos Aires y si me apuran, hasta en el centro de Nueva York. Y por todo lo dicho y mucho más, las copas que se toman y las que se dejan de tomar, estoy seguro de que cuando Sabina muera, volverá a morir España. La España negra y la blanca. La de izquierdas y la de derechas. La de Goya, Galdós, Serrat, Larra, José Hierro, los juglares, Lorca, Picasso, Berlanga, Alfonso X, Martín de Riquer, Cela, Quevedo, Benet, Clarín, Cervantes y, sobre todo, la del anónimo creador de El Lazarillo de Tormes. Además de -esto es obvio- las almas de cientos de mujeres, alguna de las cuales tendrán que poner a secar sus corazones tras su entierro y dejarlo escurrir por los siglos. Repitiendo el nombre de Joaquín, como si fuera el de Romeo, hasta la eternidad. Shalam
إنَّ الْهَدَيَا عَلَى قَدْرِ مُهْدِيها
La mala suerte es como la sombra al cuerpo. Antes o después desaparecerá
0 comentarios