Acabo de terminar Lulú de Mircea Cartarescu. El segundo texto que leo del escritor rumano tras El ruletista. Este último me gustó bastante por su capacidad de actualizar el espíritu de Fiódor Dostoievski. Mientras me sumergía en su cruel, desarrapado mundo no pude sacarme de la mente la novela El jugador y otras novelas del escritor de Crimen y castigo porque sus hirientes, suicidas y extremos personajes se encuentran emparentados con el demente que protagoniza El ruletista. Tal vez la diferencia radique en que Cartarescu cuida los detalles, posee un talento descriptivo finamente desarrollado, le gusta decorar cada escena con ciertos rasgos estilísticos que recuerdan a los de un escritor decimonónico clásico y Dostoievski es más arisco en esto. Menos reflexivo aunque probablemente más intuitivo y penetrante porque desplaza su pluma con la misma desesperación con la que se comportan sus personajes.
Obviamente, no resulta fácil encontrarse bajo la sombra de Dostoievsky. Y por ello me ha parecido más interesante y lograda Lulú. Una novela breve e intensa, sumamente intensa, que invita a transformar nuestra experiencia de lectura y me ha recordado a ciertos frescos cinematográficos de Andrzej Zulawski. Pero no en este caso, por el hecho de que exista una influencia directa de ningún tipo -como sí que es evidente en El ruletista– sino porque tanto el cineasta polaco como el escritor rumano convierten la literatura en una experiencia del todo ajena a nuestras expectativas. Algo, por otro lado, bastante habitual en los artistas del Este de Europa.
Cuando realicé el ensayo sobre la obra de Sergio Pitol, Las máscaras del viajero, me empapé durante varios meses de los relatos de Nikolai Gogol, Antón Chéjov, Bruno Schulz, Jerzy Andrzejewski, Victor Gombrovicz, Kazamierz Brandys y otros escritores del otro lado del telón del acero y puedo certificar que existía en todos ellos cierta excentricidad. Una particular forma de abordar las narraciones que huía de las tradiciones literarias clásicas. En realidad, no era tan importante aquello que contaban sino el estilo y maneras a través de las que conseguían expresar ideas esquivas y disformes y nos obligaban a sobrevolar las narraciones buscando un significado que por lo general siempre era obtuso. Acaso porque en el antiguo bloque comunista existía un hueco en su centro. Un espacio que no se encontraba contaminado ni poblado por los mass-media capitalistas y su obsesión por el consumo pero que, en cualquier caso, era igualmente monstruoso. No era un lugar abierto, como saben bien los que sufrieron las purgas estalinistas. Lo que probablemente -debido al miedo de sufrir la represión y censura- obligó a los narradores a hablar de su situación y vidas como lo hicieron. De manera indirecta, retorciendo formas, construyendo marañas estilísticas, superposiciones de personas narrativas, puliendo y construyendo espesuras textuales que se disuelven ante nuestros ojos sin que prácticamente nos apercibamos de ello.
Algo que acaso les permitió adelantarse a su tiempo desde su particular enclave. Y les hizo comprender y entroncar sin excesivos problemas con las formas narrativas utilizadas por los narradores occidentales de mediados y fines del siglo XX. De hecho, aunque parezca un sacrilegio lo que digo, encuentro concomitancias entre el cómic de Charles Burns, Agujero negro, y la Lulú de Cartarescu. Obviamente ni el uno ni el otro se conocían cuando redactaban sus obras. Pero esto no invalida, en mi opinión, la comparación que no es tan descabellada teniendo en cuenta que ambas obras hablan de la adolescencia y el enamoramiento, del proceso de crecimiento desde un punto de vista extremo, a través de contornos atroces, hasta poner de relieve lo monstruoso de esta experiencia. Ambos estudian esa etapa de la vida como si fueran científicos explorando un virus desconocido y se sintieran aterrados al verlo desplazarse impune. Casi guiñándoles un ojo.
Debo aclarar, por otra parte, que Lulú es un texto que estuve a punto de abandonar al primer cuarto de hora puesto que pensaba que era la enésima revisión del Retrato del artista adolescente de Joyce o Las tribulaciones del joven Törless de Robert Musil pero, para mi gusto y sorpresa, cuando menos lo esperaba, da un giro sobre sí mismo que, sin hacernos perder de vista sus motivaciones centrales, (los recuerdos y sensaciones que un escritor tiene sobre un episodio de su adolescencia y, en concreto, su obsesión por un muchacho travestido) confiere otra perspectiva a toda la historia. Le otorga una profundidad espectral, haciendo que el amor se convierta en alucinación y la realidad en pesadilla, destruyendo las pautas narrativas hasta conducirnos a un territorio baldío. Una ciénaga infecta, entre el inconsciente y el sueño o el más puro delirio, donde todo es posible. Obligándonos a introducimos en los retruécanos del cerebro del protagonista y explorar sus traumas, las sombras de su personalidad, sobre el fondo de un negro paisaje en que aparecen arañas, monstruos, a medida que la narración nos devora.
En unas semanas, comenzaré a leer Nostalgia. Y confío continuar disfrutando a este escritor que la editorial Impedimenta ha tenido el gusto de traducir al castellano y darnos a conocer. Algo que me alegra mucho puesto que, hace años, mientra realizaba un viaje por Rumanía, tuve que recurrir a El danubio de Claudio Magris (que únicamente de manera parcial se ocupa de este país) para ambientar y hacer más sugerente el viaje. Aunque he de reconocer que me da rabia no saber si existen más nombres tan o más interesantes que Cartarescu dentro del espectro de nuevos narradores rumanos.
Odio las injusticias artísticas. Finalmente, todo acaba por salir a la luz. Y, antes o después, sabremos si Cartarescu es realmente el mejor narrador rumano de su generación. Pero con lo que conozco hasta ahora, puedo certificar que podría perfectamente serlo. Existe en él cierto vampirismo narrativo, una ilógica sinrazón que nos conduce a los límites de la escritura; ese páramo desierto del que hablaba Gerges Bataille. Lo que, guste o no, me parece que es de agradecer para quienes deseamos vivir una experiencia al adentrarnos en un libro, sin importarnos a donde nos conduce o desea llevarnos sino experimentarla hasta el fondo; tal y como sugería «Bram» Stoker que Drácula clavaba sus colmillos en el cuello de las vírgenes. Shalam
ما حكّ جْلْْْْْدك مثل ظْفرك
No te preocupes por ser conocido. Preocúpate por ser digno de que se te conozca
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