En todas las fotografías que he podido contemplar de Juan Andrés García Román aparece con una media sonrisa o riéndose a excepción de una en la que se contempla a él mismo con cierta gravedad en un espejo. Puede que porque esto sea lo que verdaderamente se tome en serio: desdoblar la imagen y bifurcar aún más los caminos curvos. Los reflejos, los sueños y las vías de escape (y sin aparente salida) que atraviesan los laberintos. En definitiva, cruzar al «otro lado». Escarbar en «la frontera» que separa realidad y la imaginación para después confundirlas en textos que son una mezcla entre un vals y la sonrisa de un sombrerero loco. Entre un crepúsculo y una primavera sin noches. Pura Metaliteratura surreal. Perlas perdidas por una mujer extraña en el palco de un teatro donde se acaba de representar una ópera barroca.
Por ello, al introducirse en uno de sus libros se tiene una sensación de maravilloso descubrimiento. Como si estuviéramos penetrando en un anticuario iluminado escasamente por un viejo candelabro o si fuéramos niños, y cada poema ejerciera el papel de un instrumento cuyos acordes pudiéramos escuchar por primera vez. Aunque tal vez una definición más exacta de las sensaciones que produce su poesía sea la de abrir, después de varios años deseándolo, un cofre de bronce guardado con excesivo celo por nuestra abuela, del que emerge una música sinuosa que es preludio de un secreto revelado que, sin embargo, anticipa nuevos misterios. Corrimientos de memorias familiares y libidinales. Viajes entre mariposas y libélulas sobre los tejados de ciudades verticales y labios humedecidos con miel de abeja derretida por el calor.
Debo reconocer, en cualquier caso, que desconocía totalmente la poesía de García Román hasta hace unos días. Y que me he adentrado en ella por pura casualidad. Esto es; por mi costumbre de comprar la mayoría de los libros de la editorial donde publico, Balduque, y la certeza de que su editor es mucho mejor lector de poesía que yo. Lo que significa que en vez de encontrarme con dos libros completos, El fósforo astillado y La adoración, he nadado en una recopilación de ambos.
Quiere esto decir que no tengo una impresión total de los textos sino partida, escindida y casi aleatoria. Ante ellos, me he sentido, de hecho, como ante un disco insólito incompleto o si tuviera que contemplar un film mudo con ciertas escenas cortadas que se convirtiera, por tanto, en más espectral de lo normal. Pero, en mi caso particular, esto no ha supuesto un problema. Porque amo las experiencias límite y las fronteras vacías. Las paradojas infinitas imposibles de desentrañar. Y creo que esta circunstancia ha sido, por tanto, más un desafío para la imaginación que un obstáculo. Porque esos dos libros ya son «otros» libros en mi cerebro. Que es lo que en el fondo toda literatura desea ser: una experiencia distinta a sí misma. Un cristal dañino. Un pergamino incompleto. Una impostura repleta de (múltiples) silencios verdaderos que hacen dudar constantemente.
En realidad, creo que son esos los libros que más amo: aquellos en los que el escritor es lo suficientemente sugerente como para permitir al lector terminar la historia. O mejor dicho, completarla. Insinuándole varios finales y principios y, sobre todo, innumerables continuaciones probables (e improbables).
En este caso, mi curiosidad se ha visto multiplicada tanto por las particularidades de este valioso rescate editorial como por los ecos en sinalefa de esos actores soñantes y soñados que aparecen en El fósforo astillado y se han convertido en otra nota más de lo escrito por el apuntador (literario). Y en lo que respecta a La adoración, creo que esta aparente (sólo aparente) dificultad ha sido un acicate para viajar entre las nubes, edificios de coral, seres fantásticos e interrogantes lingüísticas dibujadas por Román no expresamente pensando en dónde me conduciría sino centrándome en disfrutar del proceso. Prestando atención al lenguaje y no a la trama que, de hecho, en estos dos libros -siendo importante- no parece más que el pretexto necesario para pulir, limar las palabras, conseguir que tintineen y que se muevan. No tanto porque su escritura sea pantanosa sino porque literalmente se mueve. Se borra y aparece. Se contornea en un columpio imaginario. Una noria rústica que no cesa de girar. Trazando formas geométricas que se diluyen como serpentinas y se doblan y pliegan como la falda de Alicia al recorrer el país de la maravillas o la mente de Buñuel y Lorca cuando se juntaban para contarse refranes y chistes extraídos de la calle, el refranero y las tabernas. Componiendo una acuarela poética que me remite al hipotético y alucinado disco que Tom Waits hubiera creado si se hubiera dedicado a rehacer una y cientos de veces más las composiciones que forman parte de Alice.
En fin, creo que lo mejor de la escritura de García Román radica en que además de ser una invitación y una propuesta límite, me muestra campos, triángulos, filtros de agua literarios que debería conocer. Delirios andróginos explicándose a sí mismos y medusas retozando en los filos del castellano moderno. Y, por tanto, hace inútiles la mayoría de los análisis y comparaciones.
Yo definiría, por ejemplo, su prosa imantada como una sugerente y suave mezcla entre Carrol y Nabokov y no sé si estoy aproximándome o alejándome de ella. Como si cito a Raymond Roussel. Por lo que casi que prefiero callar. Enmudecer. De hecho, tengo la impresión de que muchos de sus versos fuera del contexto artístico, parecerían ridículos. Pero leídos en su espiral poética, resuenan en un limbo mental durante mucho tiempo después de haberlos leído. Cautivan como la risa de un lúcido loco. Aguardan acechantes, como los ojos de ángeles tuertos, su ocasión para seducirnos de nuevo y hacernos comprender que reencontrar el paraiso en la tierra es posible, sí, a través del arte. Por más que nunca será factible jamás explicar esta dicha con las palabras. Shalam
ما حكّ جْلْْْْْدك مثل ظْفرك
Una vez terminado el juego, el rey y el peón vuelven a la misma caja
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