La aparición de Loco Mía significó el final de la movida o más bien, de los 80. La carta de defunción de la música orgánica española. Ellos solos acabaron con la carrera de Mecano, Radio Futura y Nacha Pop o diagnosticaron que -previa nominación al Oscar- Pedro Almodóvar había dejado de ser un cineasta transgresor para integrarse plenamente en el sistema. No tanto, obviamente, por sus valores musicales ni por supuesto debido a una decisión consciente sino por lo que su presencia daba a entender: que el capitalismo había llegado a una fase de desarrollo en España que le permitía pervertirse sin pagar las consecuencias. Y por ello, la primera actuación (¡en playback, claro!) de Loco Mía en la televisión no fue tanto una invitación a esa fiesta de color que presumían sus trajes de arlequines o caballeros medievales sino más bien a que dejáramos matar la inocencia.
Con Loco Mía murieron los recuerdos de los grupos de canciones infantiles, tuvimos que reconocer que la mayoría de presentadores de programas juveniles se drogaban y, sobre todo, que el dinero sería el principal valor según el cual medir el éxito o fracaso de los integrantes de la sociedad española.
Loco mía interpretaban canciones llenas de desenfreno y orgasmos sin fin. Eran una carta de invitación a la aceptación masiva del divorcio y la plurisexualidad. La dictadura de la individualidad y la ambigüedad sexual. No obstante, lo seductor de su propuesta, lo que la hacía inquietante, es que no era tanto musical como artística. Es decir, Loco Mía era, ante todo, un producto comercial. No musical. Pues, en este caso, la música era utilizada como medio y no como fin. Sí, Loco Mía supuestamente vendían canciones pero no eran músicos sino un producto de ingeniería artificial que, de tan elaborada y pensada que estaba, llegaba a convertirse en artística.
En este sentido, Loco Mía fue la primera performance del pop español. Un spot publicitario de Pachá andante. Una pesadilla (o sueño) de Federico García Lorca. El Kitsch balear rozando el paroxismo durante los instantes previos a que Ibiza se convirtiera en un destino turístico mundial. Promesa de desenfreno, seguras infidelidades, tríos y fiestas swinger sin fin en medio de playas donde los cangrejos y los pececitos eran capaces de llevar a las mujeres al clímax sexual y hasta las estatuas se encontraban cargadas de sensualidad. Fue el primer conato de invasión de la música electrónica. Una alucinación onírica envuelta en abanicos de todos los colores diseñados no tanto para aminorar el calor atmosférico como los espasmos de la entrepierna.
Sus vídeos eran históricos. Una mezcla entre un documental de Val de Omar y una pachanga. Y, por otra parte, el aspecto de los cuatro modelos respondía a un medievalismo de diseño sensorial que hacía entender que a la iluminación se llegaba por medio del orgasmo. La contemplación de chicas latinas y la exageración de deseo. A través de ojos moviéndose en todas las direcciones sin poder elegir alguien en quien fijarse por más de varios minutos.
Su música aún resulta indefinible. Una mezcla de acid house con ritmos baleares, saxos angelicales, faldas rojas, azules y verdes y samplers grabados por voces inescrutables en idioma español, inglés e imaginario. Loco box. En cualquier caso, lo que parece inagotable son las fantasías que provocaban allí por donde iban. Pues había centenares de jóvenes deseosos de mostrar su cuerpo de gimnasio trabajado durante meses en fiestas repletas de ventiladores y aquellos espectaculares abanicos que, enlazados en las manos de los modelos de Loco Mía como si fueran alas de mariposa, aludían ya no tanto al despertar sexual sino a la posibilidad, la necesidad y casi la obligatoriedad de la transgresión. La infidelidad como norma deseable, el cuarto oscuro convertido en rincón lunar y la canción pop en serenata de hedonismo interminable.
Dicen que cuando uno de sus temas sonaba en una discoteca, era posible contemplar a Manuel de Falla surcando cielos nocturnos llenos de ángeles juguetones y era habitual que morenos de ojos azules aparecieran inesperadamente detrás de la barra de los bares mientras niñas de treces años vestidas de mujeres daban sus primeros besos escuchando remotos ecos africanos y canciones cuyas letras eran prácticamente leyes de fuego escritas sobre la piel de amantes esclavos.
En realidad, Loco mía eran guerreros convertidos en fantasías. El delirio. Loco box. Su sola presencia invocaba orgías secretas celebradas en paredes cubiertas con la silueta del toro de Osborne. Significaba la asunción del Kitsch barroco entrando en la pista de baile y la entronización del pastiche transformado en un poema nocturno sobre la liberación sexual que invadía la televisión y colonizaba el inconsciente de la líbido española. Puro placer efímero y no duradero contribuyendo a destruir la familia entre gritos de excitación.
Exactamente, Loco Mía es el momento en que el pop español perdió su inocencia. Dejó de ser moderno (o posmoderno) para acceder a otro terreno. Tal vez el de la virtualidad, la transexualidad o el del (para) arte. El otro lado del «single». Y también, es el exacto instante en que Ibiza se convirtió en una enorme discoteca (o panóptico). Intercambió la libertad por el consumo para transformarse en una llamarada de fuego sexual que marcaba con tanta agresividad las líneas fijas de las doctrinas neoliberales que no me extraña que provocara como reacción contraria ese estallido sin fin de bombas nihilistas en que mutó la música española durante los 90: el indie. Un surco de caos destructivo interpretado por muchachos desgarbados y poco atractivos que emitían loas al aislamiento para enfrentarse a su opuesto (y quién sabe si complementario rival): Loco Mía. O el telediario sexual.
Lo cierto es que Loco mía son un proyecto que tenía (y tiene) más de virus de lo que parece. De antología crítica del placer puro. Pues desde la sombra y su aparente excentricidad ha conseguido todo aquello que pretendía: que veamos el amor como algo de ilusos o lectores de Coelho, la reclusión familiar como un calabozo y la corrupción (y perversión) como un trazo ético deseable y, sobre todo, necesario. De hecho, tal vez esté delirando (algo que hablando de Loco Mía no deja de ser bueno) pero entiendo que su propuesta consiguió hacer que el pop español no fuera más una investigación del folklore y la danza y se convirtiera en un festejo del olvido. Una academia de preparación para el éxito y no tanto de exploración del sonido.
Tanto es así que me parece a mí que productos como Operación Triunfo nacen de ese impulso que comenzó a mover tras de sí el (alucinado) surgimiento de Loco Mía: la transformación de los medios en fines y los fines en medios hasta convertir la música en un espacio político autoritario. En este caso, una dictadura proclive a la libertad sexual que introdujo sin complejos la regla del «todo vale» si vende y además, impera, domina y hace gozar. Un régimen despótico que, en suma, instauró la moda como referente e imperativo moral. Shalam
0 comentarios