Durante un tiempo, Robert de Niro poseía la mirada del tigre. Del cazador. Era un león cinematográfico. Aparecía en la pantalla y todo se paralizaba puesto que parecía guardar secretos artísticos que nadie conocía y convertían sus interpretaciones en bestialidades sagradas. El actor italoamericano era una obra de arte viviente. Imbuía respeto y transmitía riesgo y misterio. Lo que veían los ojos de De Niro nadie lo veía. Lo que sabía De Niro nadie lo sabía. Y lo que su sonrisa deseaba decirnos, tal vez tan sólo dios podía descifrarlo.
Un actor es una pieza más en el organigrama de una película. Muy importante, sí, en muchos casos pero no la definitiva. En ocasiones, -como han demostrado Terrence Malick o Robert Bresson- no es más importante que el sonido o la naturaleza. Una película es un conjunto de circunstancias, estados de ánimo y grupos de gente trabajando en pos de una idea. Sin embargo, De Niro se dejaba ver en un filme menor y lo convertía en trascendente al momento. Le daba sentido a su estreno, concediéndole tanto dignidad como un «aura». Su mirada era como la firma de Rubens en el taller del pintor barroco. Llenaba los vacíos de guión y los errores de la cámara. Aparecía De Niro y se detenía el tiempo a pesar de no ser especialmente guapo o atractivo. Aparecía De Niro y se escuchaba una música suntuosa y peligrosa como si el mismísimo Fausto estuviera en el escenario. Porque De Niro era similar a uno de esos ángeles diabólicos que pueblan la literatura romántica y transforman historias cotidianas en deliciosas colinas góticas. Parecía haber vivido y atravesado un sinfín de experiencias, sostener en sus hombros parte del peso del mundo y guardar un cuchillo en una mano y una rosa en la otra.
Durante los años 70 y parte de los 80, De Niro convirtió el arte de la interpretación en una experiencia mística. Cuando miraba a la cámara, parecía que lo hacía directamente a los ojos de dios. Que estaba recitando sobre una caldera de fuego y si no lo hacía con una modulación capaz de enternecer el corazón de los ángeles, lo dejarían caer y perecería. Por lo que todo papel que interpretaba, era creíble. O más bien, real. Visceralmente auténtico. Si De Niro se enamoraba, nadie pensaba que estaba interpretando a un enamorado. No había dudas de que estaba sintiendo en lo más hondo de su corazón cada palabra que decía y cada beso que daba. Si De Niro asesinaba, tampoco las había sobre la negrura de su alma y lo tajante de su decisión. El férreo aprendizaje con maleantes y delincuentes que había llevado a cabo antes de tomar su decisión. Y si interpretaba a un hombre patoso, no existían a su vez de su impericia e inconstancia.
De Niro era el cine. Aunque probablemente era más que eso. Era el arte. Un hombre que recogía el legado de emperadores de la talla de Marlon Brando, Paul Newman o Montgomery Clift y era capaz de llevarlo más allá. Conducirlo a un territorio inexplorado donde la interpretación se convertía en un combate de boxeo con la eternidad. Un puñal en los cielos implorando piedad y salvación. Martin Scorsese, Francis Ford Coppola, Michael Cimino y Sergio Leone lo encumbraron. Lo transformaron en un mito viviente. Una estatua del Olimpo artístico que hablaba, se movía y gesticulaba sin cesar y era la viva imagen de la inquietud. Pero él infundió a los filmes en los que participó de carisma. Les puso un sello culto de calidad que los alejaba de los estereotipos hollywoodenses y los aproximaba a los del prestigioso y culto cine europeo.
De Niro, sí, era casi tan importante y relevante como sus directores. Lo nunca visto. Porque contar con él elevaba la calidad de la obra varios enteros y una sola de sus apariciones podía salvar de la quema auténticas mediocridades. Era sí, el amo. Pero un amo misterioso e inquietante. Un señor del arte cuyas miradas hacían rememorar las de los nocturnos da Vinci y Rembrandt y los viejos y míticos actores italianos de teatro.
No creo que sea inapropiado comparar la carrera cinematográfica de De Niro con la de un rockstar. Mientras era joven, tomó todo tipo de riesgos. Vivió por y para su profesión. No dio apenas pasos en falso. Sólo pensaba en ampliar límites y fronteras interpretativas. Proyectos que transformaban la pantalla en un tapiz violento y catártico que reflejaba el lado oculto y veraz del ser humano. Pero, llegados a un punto, tal vez pensó que ya prácticamente lo había logrado todo o que ya no podría ir más lejos de donde lo había hecho. Tenía suficiente dinero y, sin decir una palabra más alta que otra, se introdujo en el negocio de la hostelería. Un acontecimiento sin más importancia que sin embargo, supuso en gran medida la despedida del mito De Niro. El inicio de su decadencia. Ya que puso toda la carne en el asador en sus actividades empresariales y esta nueva aventura lo absorbió y fascinó tanto que dejó de elegir papeles por sus posibilidades artísticas y comenzó a desarrollar actuaciones puramente alimenticias que, sólo muy de tanto en tanto, se veían salpicadas por apariciones a la altura de su leyenda como es el caso de su interpretación del ciego mentalista de Luces rojas.
En realidad, la curva de las actuaciones de De Niro comenzó a descender a finales de los 80. Tanto El corazón del ángel o Los intocables eran proyectos realmente muy interesantes. De Niro meditó mucho sus papeles y no dio el sí a sus directores por casualidad. Sin ser obras maestras, ambos son filmes muy valiosos. Por más que existe cierto halo en ese De Niro que nos advierte de que algo empezaba a morir. Porque en los 70 todo lo que hacía De Niro era real. Y sin embargo, en estas obras en concreto, su interpretación era ante todo espectacular. Un tanto circense. Llena de efectismos operísticos. Tal vez de trucos. De hecho, se percibe que De Niro estaba comenzando a hacer de De niro. De sí mismo. Y por tanto ya no buscaba adaptarse al papel sino que el papel se adaptara a él. En realidad, sus actuaciones en esas películas son portentosas. Magnéticas. Me estoy refiriendo más bien a matices. A ciertos deslices que sólo tal vez quienes lo admiramos fervorosamente percibimos, que con el paso del tiempo se fueron convirtiendo en fosos; pozos por los que el genio de la inspiración se perdió a medida que se daba los buenos días al de la rutina y se abrían maletines llenos de números que cuadrar, impuestos que pagar y nuevos negocios en los que continuar invirtiendo.
Ahora todos sabemos mucho más de De Niro de lo que sabíamos varias décadas atrás. Creo que si nos lo propusiéramos, podríamos conocer qué tipo de camisas le gustan, el lugar al que irá de vacaciones y si practica o no actualmente algún deporte. Hace mucho tiempo que De Niro es alguien accesible. Alguien mortal. De tanto en tanto da una entrevista e incluso se ha grabado en vídeos caseros despotricando contra Trump. Pero aun así, seguimos desconociendo los motivos por los que durante casi dos décadas su rostro encarnó el espíritu del arte. Fue un misterio vivo. Y lo más extraordinario es que tampoco creo que lo sepa él. Un hecho que aún da más realce y peso a sus sobrenaturales interpretaciones. A la extraña manera que tuvo de convertir las películas en las que participaba en tragedias griegas con tan sólo una breve aparición y su mirada fija hacia horizontes lejanos y desconocidos. Al más allá. Shalam
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