A Neil Young le ocurrió prácticamente lo mismo que a Bob Dylan durante los 80. Sus contestatarias letras y ácidos guitarrazos quedaron obsoletos de repente ante la invasión de las hordas punk y el sonido futurista extraído de los sintetizadores. A finales de los 70 ambos artistas estaban en plena forma. Eran leyendas vivientes. Y a la mitad de los 80 ya eran prácticamente dinosaurios. Vejestorios. Músicos que sólo sus fieles (que, eso sí, eran muchos) seguían religiosamente confiando en su resurrección. Además, en la era de la laca y el rímel, el aspecto desarrapado de Neil tampoco ayudaba para engatusar y atraer adolescentes. Ponías una fotografía de A-ha, Depeche Mode o Duran Duran al lado de una de Young y la mayoría de miradas se disparaban inmediatamente a las de los nuevos ídolos de masas. Aquellos muchachos cuyo atractivo look sobresalía en los forros de libros y carpetas escolares invocando al futuro.
Por otra parte, era evidente que, a pesar de su inmenso talento, el músico canadiense no poseía la sofisticación de un Bowie. Trans (1982) tenía muchos aspectos interesantes y rescatables y alguna melodía deliciosa («Transformer man») pero se encontraba a muchos metros de distancia de por ejemplo un Let’s dance y a unos cuantos kilómetros de sus obras magnas: Harvest, After the gold rush, Rust never sleeps. Sin dudas, eso de mezclar a Kraftwerk y Devo con el country no era para lo que había venido a este mundo Neil. Quien, visiblemente desorientado, comenzó a entregar una serie de obras a las que el mejor calificativo que se le puede endosar es de dignas hasta que llegó Life. Uno de los discos que más amo de su trayectoria. Un cofre lleno de belleza y lirismo que ya anunciaba su próxima resurrección. Su nueva ruta y abordaje por embravecidos mares.
Life fue el primer LP que compré de Neil Young. Por el título, pensé que sería la clásica obra en directo en la que aparecerían algunos de sus temas imprescindibles y no dudé en adquirirla. Obviamente, me llevé una pequeña decepción porque ni tan siquiera unos aplausos enlatados se escuchaban allí y tampoco aparecía ninguno de sus clásicos. Por lo que, tras dos o tres escuchas superficiales, lo arrinconé y me olvidé de él.
Meses después, durante un verano, para evitar llegar borracho a casa de mi madre, decidí dormir en la playa. Antes de salir de fiesta, lo arrojé a mi mochila y al despertar en la arena, en cuanto lo puse en el walkman, conforme contemplaba el sol emerger por el horizonte, sentí que renacía. Que volvía a la vida. Experimenté al fin esa belleza salvaje y rebelde contenida en la música de uno de los hombres que mejor ha sabido mezclar furia y poesía. Los truenos y la sensibilidad. Un enérgico gigante que, en cuanto entra en combustión, ridiculiza a los punks más bárbaros y cuando se serena, nos conduce directamente a una pradera de Woodstock. A uno de esos pueblos rodeados por campos floridos donde hay a partes iguales dolor y ternura que pueblan la novela americana.
Más allá de mi experiencia personal, creo que Life es un hito. Un disco escondido que es, a mi entender, su gran obra en los 80. Obviamente, Freedom es también un cañonazo y posee uno sus himnos inmortales en su interior -«Rockin’ in the Free World»- pero Life es mucho más equilibrado. Creo que Neil fue capaz de condensar y extraer en sus surcos el sonido que llevaba buscando a lo largo de toda esa década ambulante. Puesto que logró combinar al fin con maestría sintetizadores con guitarrazos furibundos de tal manera que los teclados ya no suenan experimentales como en Trans sino que se encuentran completamente acoplados a las canciones. Forman parte de ellas. Y por momentos, son los responsables de provocar un clima épico y poético emocionante.
En cualquier caso, mucho tuvo que ver en ese logro el que Neil volviera a reunirse con su banda fetiche, Crazy horses, con la que se volvió a sentir respaldado. En familia. Tanto que, henchido de confianza, grabó la mayoría de los temas durante dos conciertos ofrecidos en California durante el invierno de 1986 en los que dio testimonio de esta obra frágil y madura, rocosa y limpia, en la que hay de todo: violencia, tristeza, folk, rock frenético, algún conato de himno, compromiso social, alusiones a los problemas políticos norteamericanos y, sobre todo, poesía. Life, de hecho, es ante todo, un disco bello. Lleno de misterio y melancolía. Un disco de caballos mansos. El viaje al otro lado de espejo que necesitaba dar Neil Young previo a su nuevo despegue hacia los cielos y los infiernos. Su viaje a Itaca. Shalam
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