Larva, la novela de Julián Ríos, fue un incendio lingüístico. Tengo la impresión de que el novelista gallego se propuso llegar a la raíz de la lengua española. Componer un libro que fuera leído como una partitura musical y, en ningún caso, como un texto tradicional. En este sentido, Larva era prácticamente una sinfonía de Stravinsky. Un carnaval de lenguaje onomatopéyico que trataba a las palabras como si fueran parte del inconsciente ancestral de la humanidad. El lado sombrío de la verdad.
Larva era la venganza de la literatura española contra décadas de realismo; la sucinta prohibición de experimentar. En Larva, el lenguaje era una fruta que era exprimida hasta la última gota por un escritor que se movía por la página en blanco como un insecto. Sin más objeto que hacer respirar a la lengua y a las estructuras lingüísticas enclaustradas durante siglos en cajones de hierro.
Larva era una locura. Un cruce entre FrançoisRabelais y James Joyce. Entre Góngora, Sterne y Raymond Roussel. Entre el surrealismo y las teorías de la deconstrucción. Un texto que remitía constantemente a otros textos, plagado de símbolos y notas explicativas que aludían a los complejos procesos de la escritura, el progreso de los pensamientos de los personajes y los distintos modismos y variantes de la lengua.
Larva, sí, era literatura abstracta y en movimiento. Un libro imposible. Una danza. Una novela extrema que pervertía el rimo de su época para intentar realizar un baile eterno. Hacer hablar al inconsciente del planeta. Indagar tanto en el lado oculto del lenguaje como en la magia que hubo cuando las palabras nacieron y se unieron para formar frases.
El argumento de Larva era simple: un señor disfrazado de don Juan buscaba a una mujer disfrazada de bella durmiente en una vieja mansión abandonada de Londres. Pero su desarrollo era muy complejo. Tanto como el análisis pormenorizado de un lienzo de Antonio Saura. Pues era una novela en la que parecía que los tachones, errores y cualquier tipo de factores externos que hubieran influido al escritor durante su composición tenían tanta importancia como su argumento. De hecho, el libro daba una sensación inacabada. De texto fallido y totalitario. De broma sarcástica y cruel en contra del lector común.
Larva, sí, era puro terrorismo literario. Un cruce entre el violento afán de destruir la tradición literaria y el deseo de fundar una nueva. Era tanto una novela que reflejaba el abatimiento por siglos y siglos de cultura occidental como la ilusión esquizoide por construir un nuevo lenguaje.
Larva era una gamberrada y, al mismo tiempo, un grito muy serio de desesperación. Era una airada reacción al consabido tópico de que escribir en España es morir. La insólita plasmación del deseo de que la cultura española recuperara de un golpe los abismos de distancia que la habían separado de la alemana, norteamericana, francesa e inglesa durante las décadas de franquismo. Era una novela con vocación de lienzo llena de frases y expresiones que eran tanto pinceladas y colores como rasguños y arañazos. Orugas, lombrices y gusanos.
Larva fue un remolino. Uno de los más temidos y temibles agujeros negros de la literatura española. Un episodio narrativo irrepetible cuyo extremismo es comprensible teniendo en cuenta que fue publicado aproximadamente a la mitad de la década de los 80 del pasado siglo: una época a la que se le pedía todo. El máximo de libertad y experimentación. Y en la que para algunos artistas, la mera posibilidad de no transgredir todo lo transgredible y llegar hasta los últimos y ansiados límites de su disciplina era absolutamente intolerable. Prácticamente, una dejación de funciones. Shalam
El rey de amarillo es la paranoia hecha literatura. La niebla encarnada en cuentos donde anida la confusión y sufrimiento de almas embestidas por un...
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