Hace unos meses escribí una reseña sobre la novela de Alfonso García Villalba, Homoconejo, en la revista El coloquio de los perros, que dejo a continuación con sus correspondientes y habituales modificaciones no sin antes aclarar que en otro momento me ocupé de esta obra de forma cabal y contenida. Intentando descifrar su argumento e interpretar sus símbolos a la manera clásica. Pero este texto fue realizado expresamente para una performance (por decirlo de alguna forma) que realicé en la presentación del libro en Murcia. Y, realmente, no me interesaba analizarlo sino sobreinterpretarlo, delirar, convertirme en animal y, finalmente, ser capaz de sentirme conejo, muy conejo. Mucho. Tanto como para solicitar dormir en una madriguera y ser alimentado con heno de pasto y perdigones o caminar a cuatro patas.
Ahí la dejo:
Sigue al conejo blanco (y amarillo).
Y también al rojo.
Podría definirse Homoconejo como un mantra lisérgico. Un texto de William Burroughs transportado a la cultura del caramelo. Una lectura (o carcajada) al revés de la España de la democracia. Una mirada fantasmagórica a los años del milagro (o más bien delirio) de la construcción. Aunque también se podría definir como un cubito de hielo repleto de trozos de plástico y vidrio con forma de pestañas. Pero no me atreveré a hacerlo. Porque creo que es un libro pasajero. Un gusano de seda repitiendo constantemente su transformación en mariposa que, por tanto, no puede ser definido cabalmente. La rueda de una bicicleta que lo mismo puede servir de soporte a un triciclo que aparecer en medio de una instalación de arte contemporáneo o en una autopista anunciando un accidente. Una habitación decorada con azules claros y pequeños acuarios donde cada objeto colocado allí es transitorio y fugaz. Aparece y desaparece como si estuviera dentro del espejo ante el que Alicia se peina mientras es contemplada una y otra vez por el sombrerero loco o como si formara parte de una pesadilla de un músico de jazz industrial tras indigestarse con varios platos de fresas con nata.
De hecho, más que una novela, creo que lo correcto es definir Homoconejo como una droga. LSD en polvo introducido en cápsulas narrativas que vienen y van aleatoriamente, imitando los movimientos de los conejos en campos descubiertos. Una especie de alucinación o imagen grabada -imaginemos, por ejemplo, la de una hembra conejo en el instante de parir- en una cinta de vídeo Betamax que, recurrentemente, apareciera en las paredes de distinto espacios.
Homoconejo es un texto sampler. Un altavoz que difunde incesantemente una sola frase a lo largo de todas sus páginas: “Al eyacular, todos los conejos macho se desmayan. Al eyacular, todos los conejos macho se desmayan”. Un teclado del que emergen sonidos disformes que momentáneamente se convierten en bellas melodías o ruidos. Un texto de muchos textos y que, gracias a todos esos otros textos, maúlla como un conejo-gato o un gato-conejo intentando esquivar las influencias.
No obstante, me parece que poseee un referente claro: Existen Z. La esquizoide película de David Cronenberg. Un laberinto en el que la realidad virtual y el videojuego cumplían la misma función que aquí lo hacen la droga y la literatura o, más bien, la cultura: las películas libidinosas de Jess Franco desarrolladas en La Manga en medio de islas asaltadas por gigantescos moluscos. Las alusiones a una antigua novela sobre conejos que desprende un aroma a mitad de camino del cine de Iván Zulueta y el de Carlos Saura. O los sibilinos guiños a las vertiginosas narraciones japonesas y cómics manga a cuyo ritmo febril y desacomplejado se acopla Homoconejo respirando a través de un vibrador artificial. Una especie de tubo de oxígeno por el que penetran algas, peces muertos y también páginas cortadas con un cuchillo rosa de libros donde se hallan dibujados vaginas infectadas de uranio y las siluetas de alargados rectángulos y triángulos cuyas líneas no tienen fin. Se bifurcan y contraen en torno a multitudinarios laberintos que imitan la mente de los protagonistas de la novela de García Villalba.
En fin, Homoconejo es más un réquiem por la cultura trash que una fiesta de celebración. Y, a su vez, es tanto una indigestión de pop como una invitación a introducirnos en la cuarta dimensión. La pantalla inmóvil de un videojuego. Porque, en realidad, es un flash. Un libro polo que se bebe y saborea mejor con la lengua que con el intelecto, con los sentidos que con las palabras y se sostiene mejor agarrándolo con los pies (o pezuñas) que con las manos. Aunque lo cierto es que a Homoconejo, como a toda obra esquizoide, es tan fácil definirla por sus negaciones que por sus afirmaciones. Siempre acabaremos en el mismo lugar. Ninguno. Porque todo es otro lugar. Y otro lugar es todo.
Véamos. Homoconejo, por ejemplo, no es un gigarrillo negro. Ni tampoco dibujos animados. Es tabaco mentolado. Una trampa en cuyo centro no se halla un minotauro sino un pulpo. Un río donde no hay peces sino medusas y botellas de plástico, libélulas y gusanos de seda, camisetas estampadas con alas de mariposas y cuartos cerrados donde apenas se escuchan más que suspiros, ronquidos y gemidos.
Homoconejo, sí, es un máquina de pinball cuya bola es la cabeza de los lectores. Un prostíbulo donde las mujeres no follan sino que son fecundadas y se escucha insistentemente música comercial anunciando desodorantes. Es una novela en la que, en cualquier momento, podría aparecer Santiago Auserón cantando “La estatua del jardín botánico” ante un grupo de empresarios anónimos de una corporación y Los Belones se convierte en una población cima de la modernidad. Y es también un pliegue surgido de una novela de Philip K. dick o más bien, de uno de los sueños del escritor norteamericano o de una de sus pesadillas.
No es posible saber, en verdad, qué es la novela porque el delirio de Alfonso García Villalba se encuentra lleno de pasillos-trampa. Es decir; parece literatura japonesa pero no lo es. Un laberinto pero no lo es. Un sueño pero no lo es. Un orgasmo pero no lo es. Una mano muerta pero no lo es. Un tren posmoderno pero no lo es. Un libro escrito por un clon de un escritor llamado Alfonso García Villalba pero no lo es. Una droga de diseño pero no lo es. El campo de golf de un resort turístico pero no lo es. Porque, sí, exactamente, todo es otro lugar en Homoconejo, tal y como queda claro en uno de los intensos clímax del texto: la escena en la que cientos de conejos comienzan a copular en las entrañas de unas madrigueras que, a los pocos minutos, se convierten en las paredes negras y húmedas de un hormiguero y, más tarde, las mandíbulas de un gigantesco molusco encontrado muerto en una piscina de Benidorm.
Realmente, tengo la sensación de que Alfonso García Villalba no ha compuesto un texto sino un disco. Porque utiliza las frases como chicles. Dotándolas de elasticidad y rapidez como las notas musicales de una sinfonía loca. Que, en realidad, Alfonso García Villalba no desea lectores sino fans. Y que su mayor frustración es que Homoconejo sea una novela y no aquello que aspira a ser: un videojuego en el que cada vez que uno de los jugadores-cazador mate a un conejo, se escuche intercalada la famosa frase de Bugs Bunny dirigida a los espectadores de su show: “¿Qué hay de nuevo amigos?” Shalam
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