Mark Z. Danielewski se propuso con la imponente, escurridiza y asfixiante novela, La casa de hojas, finiquitar el posmodernismo. Logrando anticipar ese sobrecogedor mundo (tan parecido a la terrorífica casa que describe en su libro) que no por azar llegó justo un año después de su publicación con el famoso atentado (o autoatentado) a las Torres Gemelas del 11-S. Simbólico acto que ya nos introduciría de lleno -tras la invasión de Irak- en el orwelliano mundo actual cuya instauración no comenzó a ser totalmente evidente hasta la caída del muro de Berlín, la guerra de Bosnia y, por supuesto, la castración (o automutilación) pública que varios aviones realizaron sobre esos inmensos penes situados en Manhattan en el 2001.
Jorge Luis borges sostenía, basándose en ideas griegas, que un libro era una metáfora del mundo y tenía la posibilidad de contener el Universo. En cierto modo, su hermoso Atlas al igual que algunos de los textos que aparecían en su célebre narración «Tlön, Uqbar, Orbis, Tertius» son ejemplos de ello. Y, en este caso, desde luego que La casa de hojas lo es. Hace unos días, indicaba en avería que, bajo mi punto de vista, nadie, absolutamente nadie había descrito el alma raída, desvaída y el mal en potencia del país mexicano como Roberto Bolaño lo había hecho en 2666. Pues bien, me parece que no existe ningún escritor (al fin y al cabo tanto John Barth como Thomas Pynchon son puntas de lanza, epígonos y no epílogos) que haya sabido sintetizar en un solo libro los problemas, temáticas, raíces, causas y orígenes del posmodernismo como Mark Z. Danielewski en su novela. Porque al igual que ocurre con este complejo movimiento, los problemas a los que nos enfrenta su nutrido texto y, sobre todo, su inquietante casa cuyo enigmático comportamiento es sinónimo del mundo contemporáneo, tienen que ver básicamente con el espacio.
De hecho, entiendo que La casa de hojas es un libro terrorífico en cuanto refleja con absoluta radicalidad ese ese ese ese vacío al que se enfrenta el ser humano tras haber colonizado el mundo. El desgarro e impotencia que siente al comprobar que se está quedando sin lugar y lo que hasta hace pocos siglos parecía un mundo infinito es ahora un caparazón finito y progresivamente cerrado en sí mismo que, si no cambia su comportamiento, se cierne amenazadoramente sobre su espíritu. Promete destruirlo si él continúa destruyéndolo. Por ello, en la novela, ahora es la casa, el mundo, el que coloniza al hombre. No ya un monstruo, un tigre gigantesco, un payaso rabioso o una ballena como Moby Dick sino una casa de aquellas en las que aspiran a vivir las familias de clase media-alta norteamericana.
Creo, sí, que Danielewski se propuso diseccionar metafóricamente el problema central de su tiempo y lo consiguió realizando una simple metonimia que condujo al límite a tres significantes: casa, mundo y libro-. Tanto es así que entiendo que todos esos
retortijones de la página,
todas esas mutaciones, interconexiones,
giros,
destrucciones del sentido común y el
nedro son violentas, acaso desesperadas manifestaciones de esa búsqueda de un nuevo centro. El desgarro sentido ante la ausencia de espacio del mundo contemporáneo. Y, entendiéndolas así, pienso que podremos disfrutar además no sólo de la magnífica narración sino también de los últimos componentes a los que alude. Pues, en suma, todas esas desapariciones que ocurren en esa insólita casa que se corresponden con las roturas, pliegues, túneles y contrasentidos de las páginas de la novela no son, en mi opinión, sino símbolos del verdadero peligro real al que se alude: nuestro apocalipsis, nuestra más que probable desaparición en un mundo que ya creíamos domado y totalmente domesticado pero que nuestro escaso tacto e inconsciencia está convirtiendo en una fuente de destrucción. De terroooooooooor.
De horroooooooor.
De miedo.
En este sentido, La casa de hojas -cuyo título podría ser también perfectamente y tal vez con mayor exactitud Las hojas de la casa– es un retrato feroz de cómo hemos convertido nuestro mundo en una pesadilla. Hemos perdido el hogar. Y nos hemos transformado en bastardos, asesinos que buscan la luz allí donde más oscura es la sombra. Rehenes -y si no que se lo pregunten a los hipotecados- de unas estructuras que supuestamente deberían protegernos y de las que somos expulsados sin piedad por el sistema político-económico (esa entelequia abstracta que lo mismo es agujero negro que placenta) en cuanto no respondemos a sus expectativas y leyes en ocasiones tan abstrusas como las de la casa retratada por Danielewski.A veces, es inevitable no reírse con el libro de Danielewski. El viaje que nos propone y que se lleva a sus últimos extremos en la travesía final por la casa durante la que Will Navidson recorre cientos de kilómetros en segundos mientras el tiempo se desdobla, estrecha y amplifica caprichosamente, no se encuentra tan lejano del propuesto por Lewis Carroll en su Alicia. Y, sobre todo, de esa otra casa en que se convertiría el mundo meses, años después de la publicación de su libro: internet. Un lugar en que, como en la casa, la identidad queda en suspenso. Es subvertida. A veces escondida y otras substraída e incluso obscurecida. Y podemos recorrer ………………millas………. y millas……………. encontrándonos en el mismo espacio, llevando al límite paradojas como la de Zenón citadas obviamente por Danielewski en su libro.
Un texto que explora la cuarta (o quinta) dimensión buscando nuevos escondrijos, asideros en nuestra realidad, doblando perspectivas y ángulos como si fuera una movediza cámara de skype o telefónica y no una máquina literaria; intentando encontrar una nueva casa que pueda contener nuestro derrame continuo de consumo y deseos. Nuestra necesidad de alargar el mundo (y la página en blanco) para no ser destruidos totalmente por el nihilismo reflejado perfectamente en la personalidad de Johnny Truant. Ese yonqui que trabaja en un salón de tatuajes a través del que nos es filtrado este delirio con más base real de la que podamos creer en primera instancia.
Me resulta, por otra parte, muy curioso que en las páginas finales de la novela se aluda a una supuesta matanza contra los indígenas que se habría producido justo en el lugar donde se construyó la casa, al sudeste de Virginia; cerca de los parajes donde pudo desarrollarse la famosa historia de Pocahontas y el capitán John Smith que con tanta maestría filmó Terrence Malick en El nuevo mundo. Más que nada porque el descubrimiento de América (o el de Europa por parte de América, tanto da) marca el comienzo del fin. El momento justo en que la casa que era el mundo se amplificó hasta límites insospechados -por mor de este «impensable» encuentro- y al mismo tiempo se estrechó. Se disolvió en múltiples tiempos, sucesos y espejos espectrales que siglos después se han ido filtrando en gran parte de la novelística norteamericana y ha dado lugar a algunos de los mejores textos de Stephen king. Resonando en films tan dispares como Poltergeist e Insidious. Y por supuesto en las decenas de hojas-buitre, textos-escalera, textos-túnel, fogonazos, dibujos, diagramas, tachaduras, desgarros o páginas-garra que hay disueltas por toda la novela.
Exactamente, La casa de las hojas refleja el transtorno de un Occidente obligado forzosamente a la introversión. A la implosión y no a la explosión. Lo que conlleva necesariamente todo tipo de interpretaciones y (sobre) interpretaciones. Probablemente mi visión de la novela sea otra de esas peligrosas (sobre)interpretaciones pero no importa. El posmodernismo en gran parte fue esto. Una relectura continua de lo ya leído y disfrutado. Una rememoración interminable de instantes e imágenes históricas. Y de ahí, las múltiples interpretaciones sobre el propio texto incluidas en La casa de hojas -que incluyen suculentos cameos de, por ejemplo, Stanley Kubrick- o en otra de esas enormes novelas surgidas de los estertores del tiempo posmoderno como es Karnaval de Juan Francisco Ferré. Un fresco barroco y rutilante que contiene, desde mi perspectiva, unas de las más desternillantes y satíricas escenas de la novela contemporánea. Un despliegue de ingenio que describe sin rubor, muestra de un tajo, el absurdo y (sobre)exceso teórico en el que el mundo occidental ha caído. Me refiero, claro, a los pasajes en los que varios filósofos, sociólogos, psicoanalistas y escritores discuten y teorizan sobre el tan mentado coito entre Dominique Strauss-Kahn y la inmigrante guineana Nafissatou Diallo.
Ok. A este respecto, La casa de hojas, es también un gran karnaval. Pero, en este caso, negro. Una inmersión en las oscuridades de la tinta y ell blanco de las páginas para intentar crear algo nuevo volviendo la vista atrás a más de veinte siglos de historia de la escritura. Danielewski, sí, nos mostró que aún es posible rasgar la tierra y el aire y el agua. Podemos destrozar la cultura para reinventarla. Domesticarla para dejarla en libertad. Y aprender un nuevo salvajismo. De una nueva oscuridad. La escritura aún está por inventar. Nosotros somos Babilonia. Somos los persas. La nueva Mesopotamia. La casa no sólo hemos de buscarla en el futuro. También en el pasado. Nosotros somos LA CASA. Shalam
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