¿Era más intenso el pasado que el presente? No lo tengo muy claro. Yo más bien pienso que la intensidad es una cuestión de actitud. Basta contemplar a Iggy Pop contorneándose en un escenario, a Axl Rose lanzando improperios al público o a Marlon Brando bostezando para comprender que tiene que ver, sobre todo, con los genes personales. Pero es cierto que las circunstancias ayudan a que ciertas épocas sean más intensas que otras.
Desde la llegada de internet, las despedidas no son, desde luego, ni tan trágicas ni tan trascendentes como antes. Siglos atrás, cuando una persona abandonaba un país o un ciudad, en cierto modo, moría para siempre. Las posibilidades de volverla a ver en muchos casos eran remotas y lo más lógico era que, aunque nos mantuviéramos en contacto por carta, antes o después, desapareciera para siempre de nuestras vidas. Quien viajaba en barco hacia América perdía gran parte de sus raíces europeas. Su estirpe y origen. La conciencia de la muerte (el gran motor de la intensidad) se encontraba mucho más arraigada que ahora. Si un guerrero o un caballero durante un viaje, se sentía atraído por una dama sabía que o actuaba inmediatamente y le comunicaba su amor o su deseo corría el riesgo de verse frustrado eternamente. Si alguien deseaba reencontrarse con un amigo lejano a veces debía emprender una aventura, poner en riesgo su vida, atravesando parajes dominados por los bandidos o soldados enemigos. Viajar como un ciego sin certeza alguna de si podría regresar o lograr su objetivo. Y si nuestros antepasados echaban de menos a un antiguo compañero, se debían conformar con el recuerdo.
Realmente, las noches sin electricidad, internet, televisión y teléfono eran abismos. Fosas crueles cubiertas de peligrosos diablos contra los que se luchaba, teniendo hijos cuyos llantos y risas llenaran los monstruosos silencios. Un hecho que puede explicar el rencor y miedo que provocaban los solitarios. Alguien que aguantara en soledad sus penas y el discurrir cotidiano de una existencia donde el mayor espectáculo era la guerra y el entretenimiento dependía de la naturaleza, no debía ser humano. Tenía que poseer a la fuerza un pie en el más allá. Ser aliado de Satán y llevar a cabo maleficios y sacrificios humanos en cavernas.
El pasado, sí, probablemente fuera más intenso que el presente porque hace siglos, ni siquiera se tenía la seguridad de que nuestros gritos fueran escuchados. La mayoría se perdían en el vacío. Entre montañas de agua y silenciosas llanuras. Una enfermedad era un castigo divino puesto que los médicos eran más santones, hacedores de milagros que hombres de ciencia. Los kilómetros eran dragones cuyo fuego rompía tendones a los que era únicamente posible vencer con un caballo. Y un concierto, una irrepetible comunión entre los cielos y la tierra que lo mas lógico es que provocara desmayos. Incontenible euforia y enorme nostalgia dado que el pasado era, ante todo, un mundo de instantes en el que no existía la posibilidad de repetir (o reproducir) una melodía hasta la extenuación.
De hecho, la muerte no era una presencia distante al final del camino que sólo un accidente podría truncar sino una amante pervertida que miraba engreída y orgullosa, como un carnicero a una remesa de puercos, a la humanidad. Puesto que, al fin y al cabo, era su reina y señora. La verdadera dominadora de un pasado en el que, al contrario que ahora, hasta los reyes y emperadores eran conscientes de su poder. La férrea mano con la que sometía a una humanidad obligada a convertir la existencia en un continuo, perpetuo «Carpe Diem» (el himno y lema de la «intensidad» y «el ahora») para no enloquecer. Shalam
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