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Hammershoi o la inquietud

May 6, 2014 | 0 Comentarios

Hay algo que me ocurre con los lienzos de Hammershoi y con los de prácticamente ningún otro pintor. Existe un aspecto de ellos que me parece sumamente actual y vigente y me conecta con el presente de manera inmediata y otro que me parece eterno y anclado en el tiempo. Me saca de esta realidad y me transporta a lugares lejanos. Y lo cierto es que por más que los contemplo una y otra vez todavía no consigo desentrañar a qué se debe este misterio.

Cuanto más me he aproximado a dar una respuesta a esta interrogante, ha sido cuando he establecido una comparación de su obra con la de Stanley Kubrick. Entiendo que el pintor danés y el cineasta británico estructuran las escenas del mismo modo. Amplifican el fondo del escenario para dotar a las secuencias retratadas de una sensación de infinitud, frialdad y gelidez. Y las ordenan con tanta lógica y rigurosidad que, finalmente, las convierten en enigmas vivos. Creo que, en el caso de Kubrick, es esa extrema voluntad de doblegar a su voluntad el tiempo, la época y los actores lo que provoca que nos asalte una sensación de extrañeza al contemplar sus films. Muchas veces, sus personajes parecen estatuas en movimiento. Mitos eternos que se convierten en parte de nuestra vida al desplazarse por la pantalla. Y algo muy parecido sucede con los lienzos de Hammershoi protagonizados por Ida Ilsted. Su esposa. Una mujer que parece un espíritu, proceder directamente del futuro y sentirse ajena a los trasiegos habituales de la existencia y, sin embargo, podría afirmarse que se encuentra concernida por la existencia hasta sus últimos límites. Y que si la conociéramos en persona, podría asombrarnos con los dramas e historias que experimenta en su interior y que con sosegada y astuta contención no termina de expresar. Prefiere guardar.

Debo confesar que, en ocasiones, siento empatía hacia la mujer retratada por Hammershoi, cierta compasión y deseos de protegerla y en otras, me produce hasta miedo. Como si al volverse, su rostro se fuera a tornar pálido y sus ojos a relucir brillantemente, con un rojo resplandeciente similar al de los de los demonios. A veces, siento deseos de implicarme en lo que le sucede. Tengo interés y deseos de escucharla. Y en otras ocasiones, me complazco en contemplar sus deslices desde el exterior, como si su drama me fuera del todo ajeno y fuera una marciana. ¿Cómo es posible que una mujer caminando por una casa pueda transmitirnos tantas emociones y en ocasiones encontradas? Es difícil encontrar la respuesta. Se me ocurre que porque Hammershoi es un pintor de desnudos. Pero no de cuerpos desnudos. Sino de habitaciones desnudas. Hammershoi vacía los espacios de las casas que describe. Y por eso, sus lienzos están llenos de mesas donde no se halla objeto alguno y puertas que al abrirse nos conducen a solitarios vestíbulos en los que la presencia de un alma nos sobresaltaría. Rompería una armonía que, ciertamente, de tan estudiada, termina creado pavor, inquietud. Un desasosiego difícil de calmar dado que, por lo general, estamos acostumbrados a enfrentarnos a las amenazas a través de un procedimiento totalmente contrario: la acumulación de objetos y estímulos. La inesperada confrontación con «seres». Multitudes, tumultos, ruidos.

Hammershoi, sí, es un pintor de silencios. De vacíos. Su consigna básicamente es que «menos es más». Y creo que eso lo convierte en un artista de futuro. Puesto que le bastan unos pocos rasgos para transmitir sensaciones que en su mayoría son difusas. Tienen una gran carga de ambigüedad. Pues conjugan espiritualidad y serenidad con la inquietud y costumbrismo.

A veces, he pensado que su mujer estaba contemplando a un ángel cuya imagen nos era vedada por el pintor.  Que me encontraba ante la ilustración ideal para la portada de una nueva edición del relato Otra vuelta de tuerca de Henry James. Supongo que porque además de que estos lienzos se encuentran repletos de sugerencias, hay en ellos cierto toque gótico que, eso sí, queda disminuido ante la claridad y lucidez con la que Hammershoi contempla e ilumina los espacios cerrados e íntimos. La maestría con la capta en ellos, la soledad del orden burgués y sus pequeños dramas. Prácticamente, con la intensidad de un Vermeer o un Ibsen y la solemnidad de Carl Theodor Dreyer o Andrei Tarkovski. Cineastas que se inspiraron en sus imágenes para crear películas en las que intentaban enaltecer la espiritualidad del ser humano y dar testimonio de sus crisis de fe. Algo lógico puesto que en estos lienzos se pueden rastrear y olisquear las dudas metafísicas que asaltarían a tantos hombres durante el siglo XX, estallarían durante los años existencialistas y se encuentran detrás de gran parte de las películas de Ingmar Bergman.

Decía Walter Benamin en una de sus más famosas reflexiones que el ángel retratado por Paul klee en su Angelus Novus, era el Ángel de la Historia. Su rostro se encontraba vuelto hacia el pasado y allí donde el ser humano común percibía una cadena de acontecimientos, él veía una catástrofe. Un sinfín de ruinas. Y que, a pesar de todos sus esfuerzos por recomponer lo despedazado, no podía hacerlo debido a un huracán cuyo viento se enredaba en sus alas. Un huracán que, según Benjamin, era el progreso.

En fin, me atrevería a sugerir -a raíz de esta última reflexión- que la mujer retratada por Hammershoi nos da la espalda porque nos advierte de que el orden al que pertenece, el burgués, está a punto de perecer o cambiar para siempre. Será modificado de raíz al igual que nuestro concepto de intimidad. Su modernidad radica precisamente en esto. En que está apuntando directamente al fin del mundo en que vive y lo que representa. Es un ser visionario esclavizado a las circunstancias sociales porque su papel es ser el testimonio de un ocaso. Materia que sólo alcanzará un estatuto mítico y podrá ser comprendida siglos después. En ese tiempo inalcanzable y utópico al que está apuntando desde su cotidiano presente. Shalam

الصبْر مِفْتاح الفرج

No sé cómo superar a los otros. Todo lo que sé es cómo superarme a mí mismo

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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