Basta escuchar unos pocos compases de Full circle, ser asaltado por las melancólicas, hirientes notas de un piano que parece maullar combinadas con las de un espectral y suave sintetizador para comprender que estamos ante un disco especial. Absorbente y obsesivo. Repleto de belleza decadente y nostálgica. Una obra parecida a un ramo de violetas marchito o a la vieja fotografía en blanco y negro de una mansión que visitamos hace muchísimos años.
Full circle, sí, es la banda sonora de una desconocida película de terror dirigida por Richard Loncraine y protagonizada por Mia Farrow, The haunting of Julie, pero eso no significa que de miedo al escucharla. No. Porque Full circle es más bien el reflejo de un estado de ánimo. El retrato sonoro de una obsesión. El acompañamiento perfecto para una depresión. Esa neurosis que nos paraliza y nos impide comunicarnos con un mínimo de alegría y eficiencia y en la que finalmente, incapaces de luchar contra ella, nos regodeamos y complacemos, saboreando las imágenes del fracaso y de la derrota como un tesoro.
Desconozco el estado de ánimo que estaría atravesando Colin Towns cuando compuso estas envolventes melodías ideales para revolverse, perderse en nuestras flatulencias mentales y espirituales, pero sí sé que consiguió componer una banda sonora desde el otro lado del espejo. La que hubiera compuesto Lewis Carrol de dedicarse a la música o la que hubiera utilizado Rodolfo II para amenizar una velada en su corte de alquimistas. Una melodía ideal para asistir a una representación del Teatro Negro de Praga y describir el romance eterno que existe entre los vivos y los muertos. En este caso, una madre y su hija fallecida.
Ciertamente, los violines y flautas suenan violentos, febriles y ásperos. Conscientes de estar poniendo los mimbres sonoros a una relación sobrenatural. Un viaje perpetuo de almas que no se encuentran en este plano de la realidad y se desplazan a través de su propio tiempo, empujadas por el viento de la desesperanza y la tristeza. Y, por otra parte, los sonidos de los pájaros y niños cantando y de los pasos desplazándose por las escaleras de una mansión vacía en combinación con un lánguido y espectral piano consiguen crear la atmósfera ideal para introducirnos en los amplios y dispersos territorios de la fantasía. Escarpados paisajes donde los miedos se hacen realidad y aquello que pensamos cobra forma y cuerpo confrontándonos con aquello que realmente somos. Ese hilo eterno que nadie podrá borrar y se sostendrá en el cosmos mucho más allá del día de nuestra muerte.
Full circle es realmente un exorcismo. Pero un exorcismo reposado y lento. Mágico. Más una invitación y una sugerencia que una imposición. Es uno de esos discos que podrían encontrarse guardados en una biblioteca o un cajón durante décadas cubiertos de polvo y, a pesar del superficial deterioro, mantendría su carácter reposado y tranquilo. Un aroma de misterio. Es un ser vivo consciente de que basta que lo hagamos girar en un tocadiscos para inundar de enigmas y conjuros secretos el salón donde lo escuchemos hablar así como nuestro espíritu. Convirtiéndonos al momento en pasajeros de este y otro mundo. Muñecos, saltimbanquis, niños sangrientos y payasos airados vinculados con el reino de los muertos por medio de este cordón umbilical espiritual compuesto por Colin Towns. Un sinuosa composición encargada de advertirnos de que esta vida no es más que un tránsito hacia la verdadera eternidad. Un combate a carcajadas entre las marionetas y sus hilos. Shalam
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