Basta contemplar el aspecto de Andrew Weatherall para comprender que si de algo no se encuentra escaso es de personalidad Que va sobrado de carisma Ciertamente, es fácil imaginarlo apareciendo en una serie del cariz de Deadwood. Regentando con mano firme junto a Al Swearengen un prostíbulo. Rellenando con agua toneles de whisky barato. Y realizando comentarios hirientes, sardónicos y llenos de inteligencia en las barras de bares a sus clientes mientras acaricia la pistola que oculta en la barriga y de reojo, cuida que nadie entre a la habitación en la que ya sea el sheriff, el alcalde o un cargo político de cierta importancia recibe en esos momentos una mamada cortesía de la casa. Pero en realidad, su lugar se encuentra tras los platos y las cabinas de los escasos clubs en los que las palabras riesgo y música con sinónimas. Porque Andrew tiene la capacidad de hacer sentir peligro cada vez que pincha, graba un disco o realiza un remix. De lograr que su público sienta deseos de drogarse. De hecho, escuchando cualquier tema sobre el que pone su mano es muy fácil volver a comprender por qué la droga y el rock son un matrimonio bien avenido. Se necesitan mutuamente.
Nadie realiza remixes y sesiones como las de Andrew. Creo en parte porque actúa como un terrorista o un anarquista político. Tiene claro que su función es desordenar la mente de los oyentes. Llenar de bombas explosivas los estudios de grabación. Y posee un espíritu punk y psicodélico. Es un bluesman de la era rave. El Jimi Hendrix del mundo electrónico. Un caótico hippie obsesionado con los Sex Pistols pinchando en un club de house lleno de afiches smiley y de posters de músicos negros donde la mayoría de gente va pasada de ácido.
En realidad, todo lo que toca Andrew lo ensucia. Lo llena de actitud. De imprudencia. De vicio. Lo conduce en definitiva a otra dimensión por su capacidad de combinar hedonismo y violencia. Sus sesiones de hecho no son son sensuales sino sexuales. Y aunque sea a lo lejos, permiten rememorar la sensación de locura y sana libertad que tenían los muchachos que asistían a los primeros conciertos de los rockeros de los 50. Los cristales rotos y los vehículos ardiendo en medio de los rituales destructivos de The Stooges.
Sus discos por otra parte, son parecidos a viajes de LSD cuyos efectos se han intentado rebajar con Ketamina. Droga dura. Una mezcla de cocaína, guitarras eléctricas parecidas a metralletas, fondos violentos, bajos sensuales y agónicos, dub industrial, ritmos rocosos y afilados, letanías vocales y una sensación muy acusada de ocaso nihilista y cultural. De lujo y bestialidad. Ideales para gente que en vez de escapar o introducirse en la burbuja narcisista, busca crecer y vivir experiencias drogándose mientras mueve los pies según lo dictan ritmos incendiarios y salvajes. O al menos tiene la ilusión de recuperar aquellos momentos en los que el rock estaba cambiando el mundo a base de clavar constantemente puñales experimentales a la realidad. Gemidos de dolor creativo.
Andrew es el artista ideal para ilustrar tanto un viaje a las estrellas como un bajonazo. No cambió la historia de la música pero sí la del remix. Criado en medio del estallido punk, formado entre bares y clubes de acid house y con una mentalidad de músico activo más que de dj pasa discos, cuando Primal Scream lo llamaron para que colaborara en Screamadelica, transformó una obra notable en un estallido febril. Una catarsis de sonidos parecidos a flores y ruedas de camión que olían a grasa y tocaban los cielos. Logrando traducir las sensaciones que producía el éxtasis en la juventud de su tiempo en una maraña musical paradisíaca que es tal vez el mayor homenaje que se ha realizado jamás al mundo Woodstock. Un encuentro entre Grateful Dead y la electrónica canalla que culminó en una sinfonía de ritmo febriles y bailables con la mirada puesta en la luna. El infinito y la danza. La noche y los deseos de disfrutar de la juventud inglesa que lo consagró para siempre. Lo transformó en un productor y dj revolucionario con una reputación tan grande como la de los músicos que se ponían en sus manos: Happy Mondays, Saint Etienne, One Dove, My Bloody Valentine, The Orb, etc
Weatherall es en parte el responsable del sonido de los 90. Al menos de del más vivo e intenso. Cuando el grunge rugía en Norteamérica, transformando el mundo en una caverna, Andrew exprimía la tetas de la vaca electrónica haciéndola gemir. Convertía la calles de Inglaterra en un club de baile experimental. Traducía a inquietantes sonidos la mente escapista y consumista de los jóvenes y traía de vuelta la experimentación de los 60 en medio de tormentas de voluptuoso ruido.
Pero no obstante, no me interesa destacar hoy su glorioso pasado sino su intenso presente. Porque, a pesar de los años, sus proyectos siguen tocándome. Rozándome. Sigue siendo el único músico del que aguanto escuchar sesiones de varias horas y que me hace fantasear con cómo sería el mundo si la mayoría de personas bailaran a su ritmo y sus vídeos de yotube fueran los más vistos. Creo que porque Andrew es en el fondo un aventurero. Un artista que logra hacerme entender sin necesidad de proferir una sola palabra la importancia cultural del rock. Que ciertos discos pueden llevarte más lejos y ser más profundos que muchos libros sin necesidad de ser literarios. Y que no merece la pena perder el tiempo escuchando cualquier canción que no sea un viaje. Shalam
باسم الرحم ثنائي القرن، يحملن
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