¿Era Bataille un filósofo? ¿Un místico? Tal vez. Pero a mí me gusta considerarlo un escritor erótico porque su literatura me excita. Acostumbro a visualizar las palabras de sus textos como espermatozoides abriéndose paso en la selva del lenguaje, puñales arañando las paredes del laberinto ilustrado o zarpazos de pantera. Y muchos de sus aforismos me recuerdan a pedazos de carne sangrienta de ciervo o jabalí.
En cada uno de mis encuentros con Bataille, he vislumbrado el sexo sagrado y ritual y escuchado tanto los temblores de montañas y cordilleras como las risas sordas de esas mujeres desnudas y ojos alargados como vaginas de las que nos hablan varios tratados orientales. Y por ello, no suelo leer sus libros progresivamente sino que suelo hacerlo aleatoriamente. De hecho, por lo general, abro cualquiera de sus ensayos y recito en voz alta una frase al azar que pueda incendiar mi espíritu puesto que para mí, Bataille es un salvaje. Sus textos se encuentran llenos de una energía incontenible (la líbido) y tienen como principal objetivo el placer. La corrosión de todo principio moral.
A Bataille aprendí a leerlo descalzo en playas de Venezuela y Colombia, y así es como creo que hay que hacerlo: sin zapatos. Sintiendo, al igual que los perros y animales, los guijarros en las plantas de los pies y escuchando gritar a un lobo -la bestialidad ancestral- si es posible. Aunque, en realidad, esto último no es necesario porque los libros del vampiro francés son aullidos. Muerden al abrirlos. Son una orgía de ruidos entre los que se destacan los latigazos que los antiguos nobles daban a sus súbditos y los quejidos de las víctimas que morían en sacrificios rituales en honor de esos dioses oscuros que parecen encontrarse detrás de su escritura. Una escritura aliada del mal y la perversión. Amiga de la demencia y la sinrazón.
No importa de que hable Bataille que yo, insistentemente, veo aparecer en sus discursos rostros de ángeles y demonios. En realidad, eso sí, me gustaría leerlo en suntuosas habitaciones de castillos pues percibo su obra como una negra sinfonía gótica. Un lienzo maldito ideal para contemplar entre los muros de iglesias solitarias. La escritura de Bataille, sí, es un coito. Una escritura obsesiva hasta la extenuación que maldice constantemente todo aquello de lo que habla. Incinera las palabras y frases que aparecen sus libros y hace de cada una de sus reflexiones un incesto.
Bataille es una colina del pensamiento occidental del siglo XX. O, más bien, la colina. Hay que subirla y arrojarse al vacío desde ella para comprender nuestra época. En medio de cada de una de sus meditaciones, yo entreveo violaciones divinas, carcajadas de reyes cegados, pelos mojados de prostitutas y llagas y heridas de leprosos. Porque Bataille es el caos. Es el sinsentido. Es un sádico. Y su escritura es un reflejo de la muerte. La más mortal, junto a la de Marice Blanchot, de la centuria pasada. Siento, por ejemplo, su influencia detrás de libros como Farabeuf de Salvador Elizondo y canciones como la «Abulmajid» de Bowie y Eno e incluso de experiencias tan cruentas como las experimentadas en el campo de concentración de Auswitch. Porque Bataille es en sí mismo un abismo. El rezo en tierra de nadie que emiten todos los sedientos instantes antes de morir. Shalam
إِذَا دَرَّتْ نِيَاقُكَ فَاحْلِبْهَا
Si un mono vive entre perros, ¿por qué no aprende a ladrar?
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