El samurai es un hito artístico. Una obra sobria y trascendente absolutamente central en la historia del cine que yo al menos considero casi más un filme existencialista que policíaco. Puesto que, a pesar de que se encuentra basado en una novela de Joan McLeod, lo encuentro más cercano a El extranjero de Albert Camus que a los noir norteamericanos con los que se suele comparar. Es obvio que Jean Pierre Melville bebe de ellos y que esta película es un gran homenaje a su influjo pero que también toma sus distancias y no pocas. Tantas en mi opinión que El samurai se encuentra más cerca de Robert Bresson que de John Huston. De hecho, en cierto sentido, puede ser considerado una actualización de Pickpocket aunque el filme tiene tanta personalidad que no sigue ni los dictados del maestro francés ni por supuesto los de El halcón maltés o Cayo largo. Al contrario, marca su territorio. Impone sus reglas. Y lo hace tan bien que, a pesar de que cada fotograma es un homenaje al pasado, El samurai ha dejado su huella durante varias décadas en el cine francés y norteamericano. Sin ir más lejos, ha influido decisivamente en la nouvelle vague y cineastas como Jacques Audiard así como en todo tipo de icónicos filmes como es es el caso Taxi Driver, Posibilidad de escape, El luchador o Drive. ¡Casi nada!
El samurai es una película gélida, casi con ambición de documento realista, pero no es abstracta. Al contrario, es sucia, callejera y casi poética. Y se encuentra llena de fisicidad. Tanta que logra hacernos sintonizar completamente con el mundo interior de su personaje a pesar de huir de todo sentimentalismo. De hecho, cada vez que la veo llega un momento en que no me importa lo que está ocurriendo. Únicamente me centro en los gestos y miradas del protagonista. Si Alain Delon continúa caminando, está fumando, se ha puesto unos guantes o un sombrero o está conduciendo impasible.
En realidad, a Melville le bastan muy pocos detalles para transmitir un enorme torrente de sensaciones que lo más probable es que dejen al espectador pegado a la pantalla porque El samurai es ante todo, un estado de ánimo. Jazz nostálgico y evanescente. Seco y cortante como un cuchillo. Un retrato de la desolación que estoy seguro de que hubiera gustado a Albert Camus porque es exacto y contenido. Riguroso y metódico. Un filme cartesiano que esconde todo tipo de bombas emocionales en su interior cuyo héroe en cierto sentido es digno y absurdo como Sífifo. De hecho, en gran medida, es un western europeo situado en las calles de París. Una obra sin ley y sin buenos ni malos en la que paradójicamente, la persona con tal vez más ética y principios es el asesino.
No obstante, creo que El samurai posee un gran defecto: que tiene diálogos. Mínimos pero los tiene. Y consecuentemente, los personajes hablan o más bien se ven forzados a hacerlo. Pero creo que si no lo hicieran, sería una obra insuperable. Algún día haré este pequeño experimento: pondré a sonar en bucle la espléndida banda sonora compuesta por Francois de Roubaix y le quitaré el volumen a mi reproductor y estoy seguro de que funcionará perfectamente. Porque aunque lo que cuenta es sumamente interesante, lo que sin dudas convierte a la película en trascendente es su atmósfera. La impresionante fotografía de Henri Decaë, el retrato de un París sucio y glamouroso a la vez, digno de novela negra, y los oscuros planos de la habitación del asesino a sueldo. En definitiva, el tono tan elegante como adulto y decadente con el que Melville explora la soledad de un hombre acorralado que acepta su destino con la sobriedad y austeridad de un ninja. Con lúcida y solitaria resignación. Shalam
إذا كنت تريد التحكم في الآخرين ، فيجب عليك أولاً التحكم في نفسك.
Si quieres controlar a los demás, primero deberás controlarte a ti mismo.
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