Lo que siento deseos de decir hoy es muy simple. Terminé hace unas horas El ritmo perdido, el ensayo de Santiago Auserón sobre el influjo negro y árabe en la canción española, y únicamente puedo expresar agradecimiento. Una y otra vez. Insistentemente. Porque no contento con habernos dejado un sinfín de joyas líricas («El tonto Simón», «Paseo con la negra flor», «El canto del gallo») que forman parte del cancionero más granado de la música española del siglo XX, este singular artista nos ha legado un texto esencial para comprender las raíces, transiciones y desarrollo de la música popular en la Península Ibérica. Una auténtica delicia que con un lenguaje movedizo, aéreo, que fluye sin cesar y se encuentra excelentemente articulado, nos explica buena parte de nuestra historia oculta musical siguiendo las huellas de los mestizajes, cruces y confluencias de culturas que se produjeron a lo largo de los siglos en nuestra tierra. Y a la vez, nos explica su proyecto artístico. Las razones de la evolución hacia fronteras latinas de Radio Futura y la construcción de un personaje, Juan Perro, que es memoria y voz del pueblo, cuya errática trayectoria terminó por desembocar hace unos años en un disco que al fin se encontraba a la altura de la leyenda de su hacedor. Ese exquisito Río negro que cuanto más se lo escucha, más placer proporciona. Y como los vinos va mejorando con el tiempo, revelando lentamente los secretos del baile, el son, el folklore que riega de picardía pequeñas gemas como «Viaje estelar» o «Reina zulú». Cantinelas que cuesta muy poco imaginarse escuchando o bailando junto a un puerto, cerca de los barcos o los bares, entre una multitud heterogénea.
Parafraseando una de las estrofas de una de las más enigmáticas canciones de Radio Futura, «La secta del mar», me atrevería a decir que «pocos han llegado allí» donde lo ha hecho Santiago. Con ese pundonor, entusiasmo, respeto y buen hacer que desarma. Provoca la más profunda admiración. Y en mundo repleto de sátrapas, oportunistas, cínicos y arribistas, nos hace volver a confiar y creer en el trabajo bien hecho, la inteligencia y el arte. En que finalmente el talento se acaba imponiendo. Existen reflexiones en El ritmo perdido como las dedicadas a la celosía, las consagradas al tango africano o a la rumba y tantas otras que además de esclarecedores, son elásticas y agudas. Se pliegan y despliegan ante los ojos del lector como un acordeón consiguiendo remover ideas preconcebidas, transformar razonamientos adquiridos y suscitar reflexiones que podrían ir mucho más allá en el futuro. Puesto que siembran varias de las líneas de investigación tanto de la música en castellano como de nuestro pensamiento lírico a desarrollar en el porvenir.
Vuelvo a insistir en mi agradecimiento. Ha sido un placer viajar con Santiago al siglo de Oro. Seguir el rastro, las huellas y semilas de la canción popular en Cervantes, Calderón de la Barca, Lope de Rueda y la Edad Media española, en los barcos repletos de esclavos negros y el califato omeya. Pensar y bailar. Salir al mercado a recoger voces, canciones, frutas y ritmos tras unas horas en la biblioteca recopilando datos, refranes y poemas, buscando las raíces de un sonido universal que no fue aceptado totalmente en España hasta que triunfó en EUA; hasta que, conforme los medios analógicos de reproducción sonora evolucionaban, Elvis Presley puso el cuerpo y el rostro que eran necesarios para que se popularizaran los cantos de los esclavos que John Lee Hooker, Chuck Berry o Robert Johnson habían transformado en arte. Secuencias sonoras que hacían mover los pies, eran un bálsamo para el alma y son probablemente, el mayor reconstituyente sexual jamás inventado. Shalam
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