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El perro y el genio

Ene 4, 2019 | 0 Comentarios

Fernando Alfaro es el genio neurótico del rock español. Su voz es parecida a las tormentas. Invoca crepúsculos y accidentes. Parece sugerirnos que la depresión es el estado habitual de los seres humanos y que todos somos culpables. El músico manchego es la voz de la conciencia ibérica. Canta habitualmente como si se encontrara aturdido. Como si hubiera sido despertado en medio de la noche por un ángel violento o con un puñal ensangrentado en las manos.

Cualquiera de sus discos parece haber sido grabado en la niebla o en la calle. Fernando Alfaro nunca parece feliz. Da la impresión de encontrarse atormentado. Consciente de que antes o después la vida golpeará otra vez. Que vivir es parecido a acceder a un ring del boxeo y por ello vamos a ser tumbados con seguridad en un momento u otro. En cierto modo, sus canciones son desnudos navajazos al vientre de los oyentes llenos de metáforas cruentas y apocalípticas. Pero lo más sorprendente es que le salen solas. Con toda naturalidad. Como si desde pequeño hubiera sido martirizado por el fantasma del incesto, la sombra de Edipo y del dios Yahvé y la crucifixión de Cristo.

Es difícil encontrar una trayectoria tan sólida en la música española. Unas letras que mezclen con tanta contundencia los enigmas y profecías bíblicas con la vida cotidiana; el desierto con las fábricas; los demonios con las autopistas; o las invocaciones celestes con los exabruptos cotidianos.

Fernando Alfaro es una combinación entre un ángel turbio y un carnicero. Me atrevería a decir que si no compusiera canciones, se habría suicidado hace ya mucho tiempo, pero no creo que esta afirmación sea exacta. Porque puedo imaginarlo perfectamente trabajando en un restaurante o una gasolinera con toda dignidad. De hecho, creo que tiene los dos pies bien plantados en el suelo. Ocurre tan sólo que se encuentra tan dentro de este mundo que a veces parece que va a traspasarlo. Que va a rasgar las cortinas del tiempo con una espada.

Fernando Alfaro, sí, tiene un hígado enorme y unos ojos parecidos tanto a los de una bestia como a los de un eremita. Me gusta compararlo con un santón que, por alguna oscura razón, se reencarnó en un cantante que, más que a un público concreto y moderno, parece dirigirse muchas veces a esas tribus hebreas que vagaban por el desierto en busca de la Tierra Prometida. Tanto es así que muchas veces no puedo entender por qué se lo encajona dentro de la música rock. Ya que creo que lo que escribe y compone, en realidad, son salmos, plegarias, versículos incendiarios y oraciones. Y que lo que sale de sus entrañas son más torbellinos apocalípticos y visiones que canciones. Son agrias cicatrices de lobo y uñas afiladas de coyote. Invocaciones terrestres sobre la era del petróleo. 

Me basta contemplar una fotografía de Fernando Alfaro para imaginar inmediatamente un sonido similar al emitido por las trompetas de Jericó y vislumbrar las ciudades modernas como si fueran Sodoma y Gomorra. Para saber que, a pesar de la socialdemocracia y el pensamiento débil, los seres humanos somos carne de religión y ritual. Porque nacemos del vientre de una mujer y del semen de un hombre y nunca, por más obras de arte que escribamos, sabremos por qué nos encontramos aquí. Por qué tenemos que vivir esta vida que este guerrero del hambre ha descrito a lo largo de toda su discografía como si fuera una llaga amorosa y sangrienta del cuerpo de Cristo. El ladrido de un hombre desesperado y condenado lanzado al viento. Shalam

كُلُّ مُجْرٍ فِي الْخَلاَءِ يُسَرُّ

El que compite en soledad, queda contento

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Autor: Alejandro Hermosilla

Mi nombre (creo) es Alejandro Hermosilla. Amo la escritura de Thomas Bernhard, Salvador Elizondo, Antonin Artaud, Georges Bataille y Lautreamont.

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