Me resultan extrañas a veces (sólo a veces) las fobias y manías del mundo intelectual. Hasta hace dos años no había leído ningún libro de Javier Reverte (¿es garantía imprescindible este apellido para alcanzar el éxito literario en España?) pues su popularidad parecía hacerlo sospechoso de «algo». Sin embargo, me atreví con su libro sobre Grecia y, además de disfrutarlo mucho, he de reconocer que me clarificó muchas ideas que tenía dispersas sobre aquella magna civilización.
Desde entonces, cuando me es posible, leo cualquiera de sus textos. Garantía de instrucción y diversión. Pues Reverte sintetiza y aclara; desentraña y expone; precisa y resume. Algo necesario y casi imprescindible en un territorio ensayístico gobernado por intelectuales que nos han acostumbrado a sufrir para interpretar cada una de sus frases. Y a los que, debido a ello, considero más como novelistas y poetas del pensamiento que como filósofos, caso de Deleuze, Derridá y tantos otros.
En fin. Hace varios días terminé, por ejemplo, El hombre de las dos patrias. Un pequeño texto en el que Javier sigue el rastro de Albert Camus en su tierra natal, Argelia. Visita los lugares en los que el solitario (y solidario) pensador se crió, fue educado y trabajó antes de su llegada a Francia, centrándose en la influencia dejada por dos ciudades -Orán y Argel- en tres de sus libros: El extranjero, La peste y El primer hombre. Y debo reconocer que, desde luego, es ampliamente recomendable. Pues con concisión casi camusiana, nos expone puntos claves de la historia de este país desde el siglo XV hasta el XX que sirven para comprender con absoluta precisión el influjo dejado allí por España, el odio a los franceses y los conflictos civiles de las últimas décadas. Todo de una manera muy compacta y concisa. Utilizando con sabiduría los trucos de manual de los libros de viajes para divertir enseñando. Construir un breve testimonio del tiempo pasajero que recoja momentáneamente la esencia de un lugar.
En cualquier caso, por supuesto, el asunto central del libro es Camus. El intelectual europeo por excelencia. El respeto literario hecho carne. El compañero de Sísifo ahogado. El solitario bohemio. La voz de los hombres condenados; del mundo al borde de la destrucción. El pensador de las barricadas. Y el ensayista de la rebeldía. La mano que consiguió vincular las proclamas airadas de Nietzsche, los retortijones de estómago de Lautremont y Dostoievsky, el anarquismo y la filosofía pre-socrática. Y supo explicar con precisión por qué las revoluciones siempre fracasan o, más bien, siempre se traicionan a sí mismas.
Camus fue la voz solidaria que mostró a Kafka un pequeño escondrijo por el que fugarse al fin del laberinto. El hombre que primó a las personas frente a los sistemas, convirtió a los artistas en héroes absurdos, diseccionó la lógica totalitaria, visualizó los fascismos como epidemias o virus y, consciente o no, encarnó, se convirtió en la Cenicienta de los escritores del siglo XX. Un niño que, desde su educación en un lugar marginal, logró la gloria literaria en Francia, alcanzando uno de los premios Nobel que más hicieron por prestigiar tanto al autor como a la Academia Sueca. Pues, de alguna forma, demostró que todos, absolutamente todos los escritores del mundo podían ser reconocidos si poseían el suficiente talento para desentrañar su época además de las agallas necesarias para sostener la bandera del humanismo y la libertad en medio del fragor de la guerra y el ensalzamiento de la villanía y el odio. Eran otros tiempo, claro.
Realmente, siempre me ha intrigado la muerte de Camus en accidente de tráfico. Pues fue acorde con su obra, casi una imposición del destino. Un hecho propiciado por uno de esos caprichosos dioses de la Iliada en los que no creyó aunque no cesó de dialogar racionalmente con ellos.
Soy de esas personas para las que el escritor francés fue un referente. Su lectura era un rito de pasaje obligado hacia el mundo adulto. La garantía de que ya se estaba del «otro lado». Como la escucha de un disco de Leonard Cohen. Leí en mi juventud cada libro suyo como si fuera una droga. Exhalando cada letra hasta llevarla a lo más hondo de mis pulmones.
No hubo texto suyo que me decepcionara. El mito de Sísifo y sus tesis sobre el suicidio me fascinaron. La peste me hizo comprender los límites del humanismo y que los hombres sólo toman conciencia de su valía y quiénes son realmente, al ser atrapados, asediados por la oscuridad. Razón por la que probablemente se haya banalizado tanto el mal últimamente. Y tengo, por supuesto, a El extranjero como uno de los textos más concisos y perfectos que jamás se han escrito. Un libro que debería leerse no sólo para comprender la filosofía existencialista sino que debería ser de obligatoria lectura en clases de gnosis. Pues, ante todo, me parece un inconmensurable tratado gnóstico. Además de una demostración de que los ateos y los creyentes se encuentran íntimamente unidos.
El extranjero era una joya literaria. Una nana sobre la desolación. Su prosa era tersa. Ideal para leer fumando o sorbiendo un café. Pues cada frase era un cigarrillo. Pura nicotina literaria expresada con inquietante exactitud artística. Mersault era sí, el hombre alienado, desprovisto de fe surgido de las dos guerras mundiales. Pero, sobre todo, una especie de elaborada, nihilista evolución del idiota de Dostoievsky y el Cándido de Rosseau. Una persona que había dejado de creer en este mundo material y los grandes mitos libertarios de la era moderna. Desconectado de su propio espíritu hasta el punto de llegar a asesinar y no sentir remordimiento alguno, no obstante, era absolutamente coherente consigo mismo. Pues era, en el fondo, un ser que negaba este mundo. Visualizaba la justicia, la religión y cualquier organización social como un brazo armado satánico. Un organismo diabólico frente a cuya insistencia en juzgar y controlar a los demás seres humanos, estaba dispuesto a dar la vida. Porque, como los gnósticos, no creía en este mundo. Sólo que, a diferencia de Cristo, quien daba su vida para mostrar los senderos de la espiritualidad, (las luces pleromáticas que resplandecen más allá de este mundo material del que es dueño y señor el diablo), Mersault mataba a un “otro”. Convirtiéndose, por tanto, no sólo en un ajeno, un extranjero de este mundo sino en un extranjero para sí mismo. Un espíritu imposible de juzgar por su propia conciencia y la del resto de sus congéneres.
De todas formas, he de reconocer que la lectura del libro de Javier Reverte ha modificado mi lectura de El extranjero. Porque en Argelia no se guarda un grato recuerdo de Camus. La mayoría de personas lo consideran un renegado de su origen. Un hombre que, en cuanto pudo, asumió la nacionalidad francesa de sus abuelos, no miró nunca atrás, despachó a los argelinos calificándolos de “árabes” y los puso en el mismo saco que ciudadanos de diversas nacionalidades: marroquíes, egipcios, tunecinos, saudíes. De hecho, en el famoso Instituto Bugeaud donde estudió en Alger a las órdenes de su gran maestro Jean Grenier, (que tan bellamente descrito aparece en El primer hombre), no hay ni tan siquiera una pequeña placa indicando que allí se formó el futuro premio Nobel. Y, según Reverte, la mayoría de personas ponían gesto arisco cuando se les mencionaba el nombre de un escritor que -es cierto- ha hecho mucho más por mitificar, inmortalizar la Francia de entreguerras que el país donde nació. Lo cual me lleva a pensar que tal vez El extranjero sea un autorretrato de sí mismo. Y que, en cierto modo, Mersault era el propio Camus. Un escritor que tuvo que matar a un árabe, su parte argelina, para conseguir sobrevivir. Pero, en parte, continuó siendo toda su vida un extranjero. Un extraño para los franceses y argelinos y el sistemático medio intelectual de la época cuya muerte traumática puso la coda perfecta a una obra que, en cierto modo, consideraba la existencia del ser humano absurda. Regida por un azar, una totalitaria voluntad natural, un capricho sin substancia que, no obstante, no justificaba el libertinaje. Más bien, esclarecía con mucha mayor claridad la importancia de los hombres dignos y justos. Shalam
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