Mi problema con Chistopher Nolan hasta el momento era que en cada una de las películas que veía de él, sentía que me quería demostrar no ya que era inteligente sino que era el más inteligente de la clase. Más aún, siempre he tenido la impresión de que Christopher Nolan filmaba para que le consideráramos un genio. Porque tenía el grado de superdotado en la escuela y quería que los espectadores ejerciéramos de profesores y psicólogos, y lo volviéramos a honrar con este calificativo.
Nolan siempre ha querido ser el Kubrick del siglo XXI. El mejor y más moderno director de nuestra época. Pero su ambición es tan grande que muchas de sus ideas interesantes quedaban sepultadas por su ego. Por su tremenda megalomanía. Memento y Origen, por ejemplo, a pesar de su tremendo interés, se quedaban en galimatías posmodernos. E Interstellar en un peñazo metafísico a mitad de camino de lo hecho anteriormente por Kubrick y Tarkovsky.
No obstante, Nolan posee un talento inmenso. Descomunal. De hecho, su trilogía sobre Batman no es únicamente maravillosa sino lo que sigue. Es una obra maestra -en este caso, sí- de alcances incalculables. Un trío de películas misteriosas y rotundas de contornos salvajes. Algo que me sugiere que Nolan necesita riendas que lo sujeten. Que hay que atarlo en corto. Por ejemplo, con un guión preciso o un personaje con el que no pueda hacer absolutamente todo lo que desee porque sus fans no se lo van a permitir. Y van a hacer estallar internet con insultos y amenazas si se sobrepasa.
Nolan necesita que no le permitan alucinar y llevar sus historias al límite. Porque no suele controlarse y como todos los genios -y yo, desde luego, reconozco que lo es- es excesivo. Y -vuelvo a repetirlo- tiene un ego descomunal. Tan grande como su talento. Por lo que necesita ese guión, ese personaje o hecho en concreto para detenerse. Algo que, desde luego, encuentra en el caso de Dunquerque. Porque, por más licencias poéticas e históricas que se permita, -y se las toma por todos lados- Nolan debe constreñirse a un acontecimiento concreto: la batalla de Dunquerque. A esa batalla. A esa enorme evacuación de soldados ingleses. Esa tremenda dejación de funciones de los ejércitos de Hitler. Y no puede permitirse salirse de ahí. Una circunstancia que hace que se centre, no tenga más remedio que focalizarse y nos regale, nos ofrezca, sí, una maravillosa obra maestra.
Dunquerque -y en este caso la comparación no está hecha más que para enaltecer a Nolan- es una película bélica a la altura de Kubrick. Un estado de ánimo. Un film que capta el miedo de los soldados a morir como muy pocos. Y por supuesto, escarba también en la esquizofrenia y la locura que provocan los estallidos de bombas y metralla.
Dunquerque es una película silenciosa. La banda sonora de Hans Zimmer es imponente. Majestuosa. Y lo es porque no se la percibe. Aunque está muy presente, no se la escucha. De hecho, da la impresión de que Dunquerque no tiene sonido. Que sólo se oye la respiración de quienes tienen a la muerte pisándole los talones. De quienes contemplan con resignación una mañana que puede ser la última.
Nolan además, tiene la virtud de filmar una batalla entre aviones con el ritmo de aquellos años. Con momentos de pausa y una cierta atonía que hacen honor a una época en la que la tecnología estaba mucho menos desarrollada que hoy en día. Tanto es así que logra que percibamos el repicar del vidrio y las balas y que sintamos algo parecido a lo que sentían los pilotos. Pero además, filma con majestuosidad estética, los bombardeos a los barcos y los naufragios. El mar lleno de aceite y petróleo. La languidez terminal de los ahogados y la incertidumbre de cada uno de los soldados y por supuesto, también de los altos mandos.
Nolan además, comete un gran acierto. Al centrarse en varios caracteres y poner diferenciados rostros a la masa de soldados, logra que empaticemos con su dolor. Y que, aunque sepamos cómo terminó el intenso acontecimiento bélico, estemos tensos hasta el último momento, puesto que cualquiera de los personajes que seguimos puede morir o caer en las garras del enemigo. Consigue, sí, que el destino de todos los combatientes nos importe por igual filmando de manera fría, cerebral y despiadada una batalla que es una ejemplificación eficaz de aquella frase borgeana de reminiscencias platónicas: «cualquier hombre es todos los hombres».
Realmente, creo que Dunquerque es una obra maestra. De las diez mejores de esta década. Pocas veces he visto un cielo filmado con tanta sobriedad. Una batalla rodada con tanta elegancia y a la vez crueldad. Y por eso le ruego a Nolan que se deje de experimentos y que se contenga. Porque cuando lo hace, es incomparable. Se convierte en un empollón que no repele. Un superdotado al que admirar. Shalam
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