Pocos artistas se despidieron con la dignidad con la que lo hizo Johnny Cash. Sus discos con Rick Rubin se convirtieron en clásicos instantáneos. Elegías por medio de las que el hombre de negro dialogaba con la muerte frente a los oyentes. Decía adiós a ese mundo en el que reinó con la sola ayuda de su guitarra. Tranformándose en una figura mesiánica que lograba convertir sus recitales en homilías y sus discos en evangelios de la gente común.
Cash era el reverendo de la clase obrera y de los emigrantes. Un cantautor explosivo, intuitivo y visceral cuya voz se elevaba entre las de Elvis Presley, Woody Guthrie y los clásicos del country que sonaban en los juke box y las campiñas de la América profunda. No podía estar quieto. Siempre estaba de gira, bebiendo o componiendo. Sus problemas con las drogas casi lo hacen sucumbir. Cash era tan vitalista como autodestructivo. Lo retrató muy bien Manuel Vilas en el cuento con que abría Aire nuestro. Era excesivo y humano. Un pedazo de carne lleno de humanidad y talento. Uno de sus besos podía lograr que se desmayaran cientos de mujeres y cualquiera de sus conciertos que los asistentes terminaran llorando. Cash cantaba como si tuviera tierra en los labios. Como si su estómago estuviera lleno de brandy. Transmitía veracidad. Era capaz de echarse sobre sus hombros el pesar de todos esos granjeros y trabajadores que habían trabajado en campos áridos, ferrocarriles y llanuras para levantar América; de todos esos hombres que se habían visto obligados a matar sus penas en alcohol tras matrimonios fracasados y que apenas subsistían con una pequeña paga.
Jhonny Cash era un mito. La bomba folkie. Sin embargo, su romance con el alcohol y el techno ochentero lo tumbaron en la lona durante los 80. Década en la que parecía un boxeador noqueado. Era una sombra del pasado. Participaba en discos ajenos y de tanto en tanto regrababa temas clásicos de su repertorio o de otros compositores más como salvavidas que por convicción artística. Cash era prácticamente un muerto por aquel entonces pero su arrolladora personalidad se mantenía intacta. Y eso le bastó a Rick Rubin para lograr resucitarlo. Convertir el epílogo de su vida en un inmortal período de catarsis creativa al alcance tan sólo de los más grandes. De los gigantes eternos.
Rick actualizó el legado de Cash. Le confirió dignidad y le aportó ceremoniosidad a medida que la neumonía que lo aquejaba empeoraba año a año y su carácter se hacía más agrio y reflexivo conforme su esposa también enfermaba. Lo imbuyó de un aura espectral al tiempo que despojaba a sus discos de todo aquello que no fuera esencial. Aportándole suciedad y una paleta de colores grises y áridos. Rubin transformó a Cash en un caballo oscuro. Un hombre cuya voz sonaba contemporánea a la de los músicos grunge y al mismo tiempo trascendía a su época. Lo convirtió, sí, en el Goya del country. Un pintor de crepúsculos. Y a cada canción que interpretaba en una coda suntuosa de toda su trayectoria. Toda la serie American Recordings parecía en verdad una preparación para su futuro funeral que lo mismo podía aparecer en un spaghetti western que en un documental sobre la historia de América. Una hazaña artística estremecedora que demostró que Johny Cash no se hacía denominar el hombre de negro por casualidad. De hecho, exprimió tanto la vida y lo hizo con tanta intensidad y solemnidad que creo que, finalmente, hasta la mismísima muerte lloró de tristeza cuando expiró y terminaron de tomar su sentido todas esas míticas grabaciones registradas al límite de sus facultades físicas. Mirando de frente al más allá. Shalam
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