La rivalidad entre Nintendo y Sega desde finales de los años 80 contribuyó a una mejora y avance espectacular de los videojuegos en todos los sentidos -gráficos, profundidad de pantalla, complejidad de las pruebas- que afectó también a sus bandas sonoras. Un aspecto que desde los lejanos Pacman o Space Invaders había ido creciendo en importancia exponencial con el objetivo de que el jugador viviese una experiencia completa. Pudiera aislarse totalmente de la realidad e introducirse en un mundo virtual al que, lenta pero progresivamente, iban llegando los sonidos del mundo exterior.
A este respecto, el soundtrack del primer Street fighter-como podían serlo muchos otros, caso del mágico Outrun– era muy revelador porque, inadvertidamente, mientras interminables combates se sucedían en la pantalla, se escuchaban ecos de las pistas de baile mezclados desprevenidamente con acelerados riffs rockeros, baterías programadas que preanunciaban (sin saberlo) el jungle, ritmos tradicionales japoneses sincopados en medio de continuos giros electro, etc. Aunque acaso no fuera hasta la aparición de Street of Rage1 y 2 y el segundo Street Fighter -por más que sobre esta afirmación se pueden contraponer y complementar lógicamente otras muchas- que la música de videojuegos estalló definitivamente de tal modo que aquellas bandas sonoras podían llegar a ser disfrutadas casi como discos independientes. De hecho, en cierto sentido, marcaron estilo y, en gran medida, incluso preanunciaron futuras modas. Eso sí, de una manera indirecta. Como casi todos los procesos en los que videojuegos y cultura se han visto mezclados.
Intuyo que porque los creadores de la primera NES y de la Mega-Drive consiguieron sin más pretensión que divertir, lo que muchos artistas han intentado lograr a lo largo de los siglos: arte en movimiento. Biberones mentales. Ideogramas filosóficos. Flujos de pintura deslizándose por la mente del espectador hipnotizado y conquistado de tal modo que los más complejos conceptos se introducían en su mente con suma facilidad: taoísmo y zen nihilistas, virtualidad destructiva, «spleen» guerrero, ética psicótica, etc. Algo que, como suele suceder, pilló a contrapie a la «alta cultura» que todavía está intentando recuperarse del golpe y fagocitar para sus intereses esta nueva forma de expresión entre velados ataques que no pueden esconder cierta envidia y, en gran medida, una morbosa fascinación.
Resulta, en cualquier caso, muy difícil calibrar la importancia que en la música del siglo XXI han tenido estas bandas sonoras. No sé si su influjo es parecido al de los graffitis en el arte pictórico pero, desde luego, es grande. Aunque, eso sí, conviene precisarla y matizarla porque como suele ocurrir en el mundo de la cultura, ha sido un camino de ida y vuelta lleno de rincones vacíos, confusiones y diálogos que en el fondo no deberían importar tanto porque estamos hablando de puro hedonismo. Goce capitalista en medio de los vestigios del incendio consumista inoculado por las corporaciones.
Resulta obvio con una sola escucha que tanto Yoko Shimomura como Isao Abe o Syun Nishigak eran habituales consumidores de música dance. Street fighter 2 es una divertidísima joya. La biblia del videojuego musical. Un compendio casi enciclopédico -véase la versión de casi tres horas- donde se mezclan melodías veraniegas, futuristas y decadentes con refritos de bandas sonoras tradicionales y metralla techno bailable que recuerda tanto a New Order como al italo-disco. Un juguete sonoro que remite tanto a los terminales sonidos de otros videojuegos como a la música callejera. Break dance de salón eterno. Y, por otro lado, es bien sabido que Koshiro -el mítico compositor de Street of Rage 1 y 2- era un dance club-man. Pasó toda su primera juventud bailando hasta la madrugada en discotecas japonesas donde los ritmos house hacían furor y las nuevas corrientes occidentales se mezclaban con los vaporosos, fríos y elegantes sonidos industriales japoneses. E intentó traducir esas melodías que solía escuchar mientras bebía alcohol, tenía sexo e innumerables visiones místicas en los sonidos que los dirigentes de Sega-Mega Drive le habían encargado crear.
El arranque de Street of rage 1 era, desde luego, grandioso y fulminante. House de primera calidad. Un movedizo tema que arrancaría las piernas en cualquier pista de baile. Desde Ibiza hasta Chicago o Miami. Technotronic, KLF y los New Order de Technique uniendo fuerzas en una velocísima composición ácida y sensual. La discoteca llevada al videojuego. Y el resto de composiciones no le iban a la zaga: eran un épico compendio de armonías bailables alucinantes y alocadas entre las que parecía escucharse el bajo de Peter Hook, la risa del muñequito del acid house y los amplios espacios sonoros del acid jazz que, de no haber sido compuesta para un producto «juvenil», serían consideradas clásicos absolutos.
¿Y qué decir de Streets of Rage 2? Su inicio remite tanto a los discos de Enigma como a los de Soul to Soul y, en parte, apunta al trip-hop.
Aquel pedazo de plástico podía bailarse en Venecia, aparecer en un anuncio de Versace o ilustrar una exposición de arte contemporáneo. Mezclaba perfectamente elegancia y chulería. Estaba lleno de música visionaria que ya empezaba a explicar no sólo su época (y el pasado reciente) sino el futuro. Ese territorio donde la música ambiental y el sampler se fusionarían convirtiendo el mundo en un Audi. Una rave ácida en torno a una pantalla multicolor.
Con esos mimbres y el progresivo éxito del videojuego se puede comprender la expectación que supuso la aparición de Streets of Rage 3. Una más que digna continuación de su matriz cuya música, sin embargo, dejó a más de uno boquiabierto. Porque esa banda sonora no poseía la calidez -eso sí, violenta- de las antecesoras. Era un trayazo de metralla psicótica. Casi esquizofrénica. Una deconstrucción del house sin precedentes en los videojuegos. Prácticamente una raya de cocaína expuesta en una pantalla donde, atendiendo a lo escuchado, era más fácil ver aparecer animales entrando en fábricas aniquiladoras, mujeres corriendo perseguidas por asesinos enmascarados o ciento y un delirantes escenas sobre arte perverso y contaminado que las ya clásicas escenas del producto de Sega.
Aquel disco, de hecho, estaba lleno de melodías rayadas que, en cierto modo, sugerían que el stress había llegado también a las consolas para instalarse en casa. Que el videojuego no era ya esa medusa donde aislarse a descansar sino un territorio convulso que podía malformar mentes y provocar tanto malestar como un atasco a hora punta, un accidente o las bombas de periodismo cotidianas. Terrorismo anárquico y consumista.
Con el tiempo, se supo que la música no había sido creada por Koshiro sino por Motohiro Kawashima pero que la corporación puso el nombre del primero como una especie de marca de fábrica o reconocimiento, y se entendieron mucho más las razones de ese noctámbulo, incómodo, aterrador recorrido musical que no hubiera desentonado en una perversa fiesta de terror o en medio de la pesadilla de varios adolescentes. Y, sobre todo, se lo comenzó a valorar. Porque los años le han aportado al soundtrack creado por Kawashima dimensiones míticas y espectrales. Tal vez (sólo tal vez) fue la primera vez que la música de videojuegos se adelantó a la de la pista de baile. Una performance del Sonar antes del Sonar.
El artista japonés creó algo parecido al dodecafonismo discotequero y contribuyó a colocar este particular arte en el centro de la vorágine de los 90. Igualándolo a las creaciones de Neil Gaiman, las esquizoides visiones de Lucian Freud y las torturas deliciosas creadas por Bowie y Eno en Outside. Marcando además el comienzo del camino de vuelta de la influencia entre la música creada específicamente para videojuegos y la facturada para ser escuchada o bailada en una pista entre el habitual frenesí sexual de miradas constantes.
¿Por qué afirmo esto último? Veamos. Mi generación creció yendo a buscar videojuegos. Se encontraban en los bares, recreativos e incluso en supermercados. Su sonido no era demasiado audible porque se mezclaba con los gritos del exterior. Esa música, por tanto, sólo nos influyó para valorar la distorsión o empezar a realizar los primeros pinitos con el casiotone porque además, era demasiado simple. Martilleaba el cerebro sin complejidades y no vislumbrábamos arte detrás.
Sin embargo, la siguiente generación recibió la NES o la Sega MegaDrive en casa como regalo de navidad o cumpleaños. Para entonces, las melodías -pensemos en Street fighter– habían evolucionado muchísimo. Y aunque el videojuego continuaba caminando detrás de la música de baile, muchísimos músicos futuros -caso de Fliying Lotus o Dizzie Rascal- empezaron a tomar contacto con el dance allí. Y, sobre todo, con las inmensas posibilidades de la música experimental que asaltaba y, en cierto sentido, violaba sus mentes cuando abrían una pantalla e, inocentemente, comenzaban a jugar, las cuales, como he querido apuntar, comenzaron a eclosionar plenamente con la aparición de Streets of rage 3. Una mutación sonora de tan alto calibre que, instalada en medio mundo y gran parte de los hogares norteamericanos con la naturalidad de un frigorífico, una lavadora o un horno, entiendo que -aunque no se encuentre acreditado ni lo sepamos jamás- ha debido influir decisivamente en la música que estamos escuchando actualmente.
De hecho, pienso que no es posible concebir muchos de los registros sonoros de hoy en día sin la existencia previa de Sega o de Nintendo. Esas tardes (aparentemente) muertas pasadas por cientos de miles de niños norteamericanos cuyos cerebros se estaban viendo afectados por unas notas y, sobre todo, unas transiciones musicales que sobrevuelan cientos de discos actuales haciéndolos ininteligibles para muchos, pero muy disfrutables para otros, como ocurre con los creados por ejemplo, por Animal Collective. Un arco iris de sonidos punzantes y psicodélicos que bebe tanto de los experimentos sonoros de Brian Wilson en Beach Boys o las locuras psicofónicas de John Cage y probablemente de los dibujos animados de Walt Disney como, sí, de bandas sonoras de videojuegos del cariz de Street of Rage 3.
Una experimentación sonora tan amplia y abierta que, afortunadamente, ha roto todos los límites de la investigación cultural y, como si fuera uno de esos virus terminales que aparecen en las películas de Cronemberg, ha transformado el mundo de la música sin aparecer en las revistas o medios. Inoculando rabia en medio de ninguna parte. Demostrando que, en el fondo, sí, la realidad es un desierto y que, sin ningún género de dudas, hace mucho que dejó de existir. Shalam
إِنَّ بَعْدَ الْعُسْرِ يُسْرًا
El que se rompe los dientes con la cáscara, raramente come la almendra
John Zorn ha grabado en una vida los discos que otros graban en diez, quince o veinte. En cierto sentido, es el César Aira de la vanguardia musical....
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