Ayer contemplé a varias arañas ensangrentadas pugnando por sobrevivir en la playa y, al instante, me di cuenta de que eran mis cabellos. Habían sido arrojados allí por una hechicera que me miraba con ojos ensangrentados y movía sensualmente sus labios. Le pregunté por su origen e identidad y el motivo de sus actos y comenzó a entonar una melodía mientras se mecía la falda y bailaba dando giros en torno a sí misma: «La,la,la,la, la».
Llevo escuchando esta melodía día tras día. La escucho tanto cuando vislumbro desde las colinas a los barcos navegando en calma al atardecer como al despertarme debido a los rayos de sol que se adentran en mi cabaña al alba. Los caballeros me rehuyen, murmuran a mis espaldas que estoy loco y me amenazan con sus lanzas cuando me acerco a ellos. Los campesinos me apartan de sus campos como si fuera un leproso, levantando sus azadas y alborotando con sus gritos, y los bufones me persiguen por las plazas cantando la horrenda melodía una y otra vez mientras los habitantes de los poblados se ríen de mi desgracia. Esta tortura que hace que, a pesar de que camine continuamente con los oídos tapados, no pueda evitar escuchar una y otra vez esas sílabas. Y, a medida que mis cabellos caen al suelo, los sacerdotes pronuncian las oraciones en voz alta ante la furiosa multitud deseando verme inmolada y el verdugo comienza a atizar el fuego, las escuche más y más y más. Como si fueran un sereno canto de despedida. Una invocación de los cielos para que mi pecho del cual emergen ahora unos voluptuosos senos alimenten a los perros del otro lado de los infiernos: «La, la, la, la». Shalam
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