El dicho de que la historia la escriben los países vencedores es de los más exactos. Porque Roma se impuso a Cartago apenas sabemos lo suficiente de aquella próspera civilización africana. Y probablemente, porque el capitalismo derrotó al comunismo es que tanto la civilización bizantina como su arte son, sin dudas, los grandes ignorados de la historia occidental actual.
De hecho, se suele pensar que el Imperio Romano concluyó en el siglo V d.C. en el momento en que Odoacro depuso a Rómulo Augústulo, cuando realmente pervivió durante prácticamente diez siglos más en Bizancio. La otra mitad de aquella vasta civilización: el Imperio Romano de Oriente.
Una gran falla que nos hurta una historia fascinante que, en su vertiente política, ha sido en gran medida inspiración de las novelas de George R.R. Martin puesto que se encuentra llena de crueldad, épicos combates o debates filosófico-espirituales. Y en su vertiente artística, nos ha legado diversas manifestaciones que no tienen nada que envidiar a las grandes obras del Románico o el Gótico de todos conocidas.
Más allá de su exuberante arquitectura, amo profundamente las pinturas y mosaicos bizantinos. Pues encuentro en ellos tanto ligereza como levedad. No se me imponen a la fuerza ni cuando los contemplo percibo un deseo de adoctrinamiento casi totalitario como me ocurre en muchos templos medievales.
Esa voz divina que, desde la Catedrales Románicas me dice «ámame, póstrate ante mí o arriésgate a ser expulsado», o ese coro de voces que en las góticas afirma insistentemente «mira, mira, aquí tienes a tu señor, míralo, ¿no es su vida fascinadora y encantadora?» hasta el punto de conseguir distraerme de mí mismo o la meditación que deseo emprender en ese momento, se torna silencio en Bizancio.
En realidad, frente al estallido de voces, dictados y sermones que, más allá de su belleza y el simbolismo que encierran sus formas, comparecen en los templos románicos y góticos, en los bizantinos encuentro sosiego y reposo. Un ambiente muy apropiado para el misticismo. Un encuentro solitario con lo sagrado y un respeto por mi propia experiencia personal de lo religioso. Probablemente, porque en sus icónicas imágenes cohabitan equilibrada, armónicamente dos vertientes culturales que contribuyen a disolver el ego en preciosos, matizados colores de carácter artesanal: la árabe y la griega.
De algún modo, los mosaicos bizantinos son la pervivencia del arte de Mesopotamia vía Grecia. Y también el influjo musulmán y persa fusionándose levemente con el arte cristiano. Una elaborada senda de matices que, teniendo en cuenta el desdén musulmán hacia el retrato humano y su búsqueda del sentido colectivo de lo sagrado, despojan de ego y acritud al arte de la Roma Oriental. Consiguen hacerlo más impersonal y anónimo. Más íntimo, sabio y místico y menos moralista o didáctico. Mucho más simbólico y sinuoso. Una especie de dialogo platónico sobre la naturaleza de dios y los hombres llevado a cabo en recónditos templos cristianos.
Los colores además, por lo general, son sencillos, se encuentran atenuados, disueltos en marrones y ocres que conceden reposo a la mente y la suficiente claridad al alma para que comprenda los misterios divinos física e intelectualmente. Y si me apuran, casi sensualmente. Porque el arte bizantino es un silencioso relato del amor del que los pintores se autoexcluyen voluntariamente, disolviéndose en las brumas de un legado divino que si bien transmite severidad y autoridad en muchos momentos, lo hace siempre con ductilidad y agilidad. Sugiriendo, sin necesidad de recalcar, lo trascendente de lo allí relatado.
Creo, asimismo, que la civilización bizantina ha sido también la que ha entendido mejor a Cristo o la que ha sabido -y no estoy hablando aquí ni de realismo ni de verosimilitud- retratarlo mejor.
Cristo -se ha dicho tantas veces que me siento ridículo al escribirlo- trae un mensaje distinto al del Antiguo Testamento. Contrariamente opuesto al de la ley del Talión. Frente al golpe por golpe, castigo por castigo, predica la necesidad de amar a los «otros» como a nosotros mismos. De perdonar.
Dios se hace humano y el mundo se humaniza por primera vez con Cristo. Toda la cultura humanista procede de allí. Del momento en que dios se hace hombre y nos enseña a concebir a los otros como hermanos porque él se convierte en uno de nosotros. Cristo ya no es la naturaleza. No es una voz vengativa ni imperativa. Es uno de nosotros. Una voz y un cuerpo como el del vecino. Y el hecho de que se haya sacrificado y optado por descender a nuestro mundo, transforma a sus seguidores en hombres sabios. Personas preparadas para conocer y experimentar los íntimos secretos de la existencia. Rendirse a la verdad y la totalidad como acto de absoluta sabiduría y aceptación, reconociendo a la divinidad en nosotros mismos y nuestros semejantes y no en alguien externo.
A este respecto, el Pantocrator bizantino siempre me ha parecido una imagen de dulce y pacífica autoridad. Un símbolo unificador parecido a un mandala.
Cristo no grita en Bizancio. Si acaso llora por los hombres. Pero no golpea ni tampoco bendice demasiado. Ni siquiera hace milagros porque el mayor milagro es su propia existencia. Desde luego, no es ese ejemplo de bondad estúpida encarnado por sus acérrimos seguidores que criticaba Jean Paul Sartre o ese rígido moralista que justifica cualquier perversión en Sade. Ni tampoco el gran ausente de la historia y del mundo moderno por cuya presencia claman los personajes de Dostoievsky. No. El hijo de dios ya se ha manifestado y, con su ejemplo, ha demostrado todo lo que debía demostrar. Ha probado ser amor. Y Bizancio es una exploración de este hecho. Un abrazo de agradecimiento a su legado.
Cristo en Bizancio es parte de nuestros sufrimientos y bendiciones. A pesar de ser mal juzgado, se ha convertido en buen juez. Porque, repito, es amor. Amor al conocimiento y la verdad. Amor al sacrificio. Y amor a la razón y al corazón. Una mónada pura llena de luz, a mitad de camino de un espíritu daimónico platónico y un pleroma gnóstico, a través de la que la iglesia se legitimó. Y encontró fuerzas para resistir en tiempos de barbarie, manteniendo a salvo el legado greco-romano esencial para el posterior surgimiento del Renacimiento. Pues es de suponer que, sin el magisterio ejercido por los estudiosos orientales venidos de Bizancio tras la caída de Constantinopla, los artistas renacentistas hubieran tardado mucho más en captar, retratar el «aura» divino de una persona normal o pintar a las personas normales como santos crísticos. Racionalizar y humanizar, en definitiva, tanto el paganismo como el catolicismo disueltos en su seno.
En fin. Tengo la impresión de que, debido a que le tocó ser la depositaria de una civilización tan basta como la romana, Bizancio tuvo una vocación universalista que se impuso a sus constantes discusiones teológicas y cruentas luchas civiles. Y que en su parte más íntima y sagrada, añoraba elevar la bandera del dios del Nuevo Testamento a los cuatro rumbos. Conseguir hacer entender el legado crístico a las civilizaciones opuestas a ella, que la martirizaron durante siglos con constantes guerras. Y también creo que muchos de los serios rostros que poseen muchos de sus santos, al igual que las imágenes de torturas crísticas de sus mosaicos, no tienen tanto que ver con un deseo de aleccionar al pueblo sino con la secreta asunción del terrible destino que había tenido que asumir para conservar a salvo los tesoros intelectuales de Occidente.
Por eso es que Bizancio es sumamente interesante. Porque en sus más altas creaciones simbólicas refleja perfectamente cómo sería un mundo en que Oriente y Occidente cohabitasen en paz y en el que el mensaje de amor de Cristo se impusiera a la propia religión. Pero también refleja muy bien la imposibilidad de este hecho. El abismo del que emerge el nihilismo y la crueldad del poder. Cómo las más bellas ideas terminan siendo derrotadas por la realidad. Y no hay día desde que encarnó en hombre, que Cristo no haya sido crucificado tanto por sus seguidores, los indiferentes a su legado, los ateos o quienes lo acusan de ser un falso dios o profeta. Shalam
إِنَّ اللَّبِيبَ بِالإِشَارَةِ يَفْهَمُ
Una falsa alegría suele ser preferible a una verdadera tristeza
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