Creo que pocos hechos dan franco testimonio de lo que significa un Mundial como el relato realizado por los locutores panameños del primer gol de su selección en la historia del torneo.
Panamá perdía no por uno o dos tantos sino por seis contra la poderosa selección de Inglaterra. Un resultado que se antoja normal para los mundos de distancia que diferencian el potencial y desarrollo del fútbol en ambas naciones. Cualquiera podría pensar, por tanto, que el derechazo de Felipe Baloy sería relatado casi testimonialmente. Con cierta tristeza incluso. Sin darle excesiva importancia. Pero nada más lejos de la realidad.
El país entero estalló en una emoción de júbilo ardorosa y los experimentados periodistas casi pierden el habla. Lloraban, gritaban delante de los micrófonos como niños de teta conscientes de estar viviendo un momento histórico. Único. Algo que para un aficionado de Alemania o Uruguay no es más que una rutina que acostumbra a repetirse cada cuatro años pero, en este caso, fue la celebración de un sueño centenario. Porque inscribió el nombre de un jugador panameño en la Biblia del mundo actual: el libro de los Mundiales. Transformó para siempre a Baloy en un mito de su país. Alguien cuyo nombre se recordará durante siglos y probablemente, será responsable del nacimiento de varios niños en aproximadamente nueve meses.
Hay muchos otros momentos que me han impresionado durante este Mundial pero ninguno es comparable a las reacciones al gol panameño. Una prueba de que la mayoría de palabras que puedan decirse de este torneo -como de una guerra o el amor- no son más que papel mojado. Una siesta en medio de una tormenta de emociones y acontecimientos dignos de una novela de realismo mágico. Un relato legendario. Shalam
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