Hace poco, al consultar la nueva reedición del soberbio Sandman de Neil Gaiman, me agradó sobremanera leer un apéndice en el que se podían observar las indicaciones que el genio de Portchester daba a uno de los dibujantes, Kelley Jones, que trabajaron junto a él para la realización de una de sus nocturnas joyas, Calíope. Más allá de su valor como testimonio histórico, poder observar de primera mano las pruebas de guión de esta inmortal creación, me permitió empatizar con el ser humano que se esconde detrás del famoso escritor. Comprobar qué tenía en su cabeza previamente a la finalización del trabajo, cuáles eran sus dudas y deseos y cómo se relacionaba con quienes debían ayudarle. En fin. Quería referirme hoy a las indicaciones de Gaiman porque aunque sé que no es muy habitual, voy a escribir una reseña sobre un texto todavía no publicado: Hombre pasea conejode Alfonso García Villalba. Y aunque comprendo que lo lógico sería mostrar mis impresiones una vez que el libro se hubiera editado, me parece sumamente más interesante hacerlo antes. Pues creo que realizar experimentos como el que voy a efectuar a continuación, pueden resultar de mucha ayuda para el escritor que, al enfrentarse a una mirada ajena (y pública) sobre su obra previa a su edición, es posible que encuentre ciertos matices en ella que no había advertido hasta entonces y tome conciencia del salto que va a dar.
Antes de comenzar con la reseña, quiero aclarar que, dado que la novela se encuentra aún en proceso de corrección, en un futuro avería aludiré a determinadas faltas ortográficas que encontré y algunos otros aspectos del texto en cuestión que por lo general, se consideran privados pero que para que esta operación resulte satisfactoria, me parece que es necesario hacer públicos. Pues acaso no ahora, pero con el paso de los años, si la novela de Alfonso ha adquirido relevancia, tengan su interés también para los lectores.
Ahí vamos:
Alfonso García Villalba: Hombre pasea conejo.
Alguien tenía que hacerlo. Conseguir ofrecer de un conjunto arquitectónico fantasma como es La Manga del Mar Menor durante 9 meses al año, una visión espectral, entre frívola y gótica con cierto toque kitsch. Benidorm, Sitges, Marbella. Muchas de esas ciudades artificiales son simulacros contemporáneos de vida social y podrían sin problema alguno aparecer en una novela de J.G. Ballard o de ciencia ficción apocalíptica. ¿Por qué no La Manga? Ahí están sus campos de golf, sus conjuntos residenciales, su absurda acumulación de edificios que amenazan el medio ambiente (y acaso algún día acaben por caerse o ser devorados por las aguas), sus resorts e islas inhóspitas a las que el público en general no tiene acceso. Unas características que antes o después había que aprovechar sin necesidad de poner el acento en el detalle grueso (los consabidos negocios inmobiliarios, sobornos políticos y desfases sexuales) sino en el sutil. En lo que tiene este lugar -o más bien no-lugar- de ilusorio y onírico. Extrayendo de la máscara y la superficie decadente, su profundo significado. O al menos rastreándolo.
En este sentido, la operación de transfiguración (que ¡ojo, no es tan estentórea como se puede deducir de mis palabras!) realizada por Villalba con el monstruoso complejo vacacional, me recuerda a la llevada a cabo por Hayao Miyazaki con el parque de atracciones abandonado que aparece en El viaje de Chihiro; al que el creador japonés supo dotar de un componente gótico y fantasmagórico que, en el caso de Hombre pasea conejo, es ampliado por la voluntad lúdica del escritor murciano. La cual contribuye a ofrecer una visión psicodélica, repleta de claroscuros y misteriosa de La Manga que sin eludir los tópicos ni la cutrez propia de este atentado urbanístico, lo reinventa, dándole visos de catedral postmoderna donde es prácticamente imposible vivir una experiencia real.
¿Qué elementos utiliza Alfonso García Villalba para ofrecer su perspectiva sobre este monumento vacío construido en menos de medio siglo en el sur de España? Tres muy bien escogidos. Un laberinto subterráneo y acuático sobre el que un empresario llamado Cumas Baba planea construir un campo de golf; una droga, Beta, que el protagonista toma a menudo y lo (y nos) conduce a confundir sueño y realidad y a tornar de colores ácidos y poliédricos la narración; y, por último, las alusiones a los documentales de conejos cuyas frecuentes apariciones y desapariciones en el texto, contribuyen a la sensación de irrealidad e inestabilidad. Como lo hacen también esa experiencia leve, narcótica en que termina por transformarse la fiesta que se desarrolla en la isla del Barón y algunas de las mujeres de la novela más parecidas a muñecas de goma, espectros recién salidos de un comercial televisivo, medusas o libélulas, que a personas de carne y hueso.
Uno de los aspectos más meritorios de la novela consiste, bajo mi punto de vista, en que en vez de perderse en digresiones estériles para introducirnos en este monstruo arquitectónico, Villalba encadena las diversas escenas que componen su texto como si fueran flashes, fotografías o ráfagas de luz. Acaso capturas de pantalla o flashes incandescentes que contribuyen a la suspensión del tiempo y a la evolución en el vacío de una narración que camina en zig zag, a saltos, (como lo hacen los conejos), con transiciones rápidas (se notan las frecuentes lecturas de escritores japoneses), levedad (las de Calvino) y soltura casi pop. Dejando que los fogonazos que se producen en la mente del protagonista (no es casualidad que sea fotógrafo) se vayan sucediendo sin cortes haciéndonos participar de un recorrido que, entre referencias a Vampyros Lesbos, Károly Kerényi, M.C. Escher, granjas porcinas, el videojuego Minecraft y el Comecocos alcanzará su clímax con el onírico coito que se lleva a cabo en una cripta laberíntica mientras suenan dos conocidos temas de Kraftwerk y el Dúo Dinámico.
Texto alterado y en metamorfosis constante, Hombre pasea conejo se sitúa, por tanto, justo en el límite de la narratividad. En un terreno donde las referencias que se utilizan son tan importantes (o más) que los acontecimientos narrados pues son la guía para interpretarlos. Un ejercicio que no es tanto aquí un acto de canibalismo cultural sino un medio para explorar cada uno de los recodos de un mundo que tiene un aspecto muy parecido al laberinto que nos presenta García Villalba en su novela. Esto es; una construcción donde cabe prácticamente todo (agua, toboganes, televisiones), se sitúa cerca de un lugar símbolo del capitalismo (centro de compras, ocio, económico o vacacional) y no necesita de minotauro en su interior porque la flexibilidad de nuestra época permite que pueda aparecer bajo cualquier fisionomía.
Psicótica novela de texturas y paisajes mentales y constantes variaciones en torno a una realidad inescrutable, Hombre pasea conejo es, en definitiva, un notable texto cuyo mayor mérito y riesgo radica en su capacidad de jugar con todo tipo de referentes y elementos (sí, incluso el sexo fácil playero) y hacerlo equilibradamente. Sin perderse y sin perdernos. Aunque sí sugestionándonos lo suficiente como para lograr confundirnos, sumergirnos en un caos desde el cual se contempla el más puro vacío. El de una época tan insípida como la nuestra de la que, (a través de bucles, alucinaciones y espirales nocturnas), Alfonso García Villalba ha dejado una ocre, angosta y precisa fotografía. Shalam
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