Cada vez que reflexiono sobre la famosa novela de J.R.R. Tolkien, El señor de los anillos, no puedo evitar preguntarme qué pensaría Holden Caulfield -el protagonista de El guardián del centeno– en caso de haberla leído y qué representa, encarna o simboliza el dorado y sagrado objeto.
Es claro que el anillo es el poder en bruto. Da acceso a un poder totalitario al que nadie puede oponerse. Pero ¿qué defiende este poder? A mí en concreto me parece que el anillo es garante de la fuerzas tradicionales involutivas. Su forma circular garantiza que todo se seguirá repitiendo como hasta ahora. El eterno retorno de lo mismo. Que no habrá cambios sociales ni políticos. Sólo habrá una voz. El exterminio del territorio plural.
Por otra parte, quien lo porta puede acceder a la invisibilidad. Convertirse en ese ojo divino del Antiguo Testamento que todo lo ve o por lo menos «ve mucho» al que nadie puede observar. Esa lente de los estados modernos que penetra el interior de los individuos cuyo centro nadie puede localizar. Asimismo, desde un terreno más prosaico, esta invisibilidad permite a su poseedor desindividualizarse. Convertirse en un instrumento más del sistema sin nombre y rostro propios. Un agente de Matrix. Pues siendo el anillo un símbolo mítico que con el tiempo se ha convertido en uno de los iconos burgueses por excelencia, es garantía de que quien lo lleva en sus dedos participa del orden institucional.
Se nos dice que al colocarnos un anillo en el dedo anular demostramos una voluntad de compromiso con la persona que amamos. Aunque lo cierto es que, al trasluz de la obra de Tolkien, no puedo evitar pensar que lo que realmente hacemos es esclavizarnos. Damos voluntariamente nuestro alma al Estado. Decimos sí a la era del trabajo, al estamento burgués y a la sociedad de nuestro tiempo. Y sobre todo, manifestamos -inconscientemente o no- nuestro deseo de posesión. Nos convertimos, sí, en cierto modo en Gollum. Pues la persona a quien amamos por ejemplo pasa a ser «nuestra». «Sólo nuestra». «Nuestro Tesoro». Como si hubiéramos sellado un pacto con el diablo para poseerla. Y a continuación, es muy frecuente que no tardemos en firmar un documento para hacernos con una casa y un vehículo que, igualmente, serán «nuestros. «Sólo nuestros». «Nuestro tesoro». Pero también tal vez la señal de nuestra esclavitud. Pues nuestra voluntad posesiva fortalece el status quo. A Las tropas de Sauron. Ejércitos y policias. Y probablemente también -y esto es lo más interesante- también a quienes se oponen a Mordor. Quienes ven este país como una territorio lejano que exterminar, arrogándose la fuerza y poder de Yahvé al destruir Sodoma y Gomorra, pero no están dispuestos a cambiar de hábitos. A dejar de ver la paja en el ojo ajeno.
Leí hace poco que Tolkien era más bien anarquista. O al menos estaba cerca de estas propuestas así como de las liberales. Obviamente, no era Chesterton. Pero sí podría ser considerado un anarquista señorial. Porque si El señor de los anillos es uno de los mayores guantazos literarios dados jamás al estamento burgués es precisamente porque el escritor inglés conocía perfectamente su funcionamiento. Pues fue profesor durante prácticamente cuatro décadas en Oxford y Merton. En universidades que eran jaulas burocráticas y aristocráticas. Vivía en el centro de Mordor. O mejor dicho, con un pie en territorio hobbit (el recuerdo de su infancia en Sarehole) y otro en la «tierra negra». Y es por ello que fue capaz de retratar lúcidamente no sólo la mentalidad dictatorial de Stalin o Hitler o la deriva totalitaria de Oliver Cronwell o Jean Paul Marat sino la de cualquier político que alcanza el poder.
De hecho, la novela es una radiografía simbólica en clave fantástica de lo que suele ocurrir cuando los justos y los buenos se niegan a admitir ideas contrarias a las suyas. Cuando los defensores de la revolución y las «buenas causas» alcanzan el trono. Tocan techo. Y no existen instituciones suficientemente consolidadas para poner freno a su voluntad. Es una novela épica que demuestra que las ideas más utópicas -sin los sistemas de control adecuados- acaban creando infiernos. Oscuridad. Violencia. Es en suma, un testimonio muy claro de que cuando los justos y los buenos dicen que la «soberanía pertenece al pueblo» es porque el pueblo son ellos. Porque el anillo es suyo. «Sólo suyo». Shalam
مع الطعم من الكذب ، يتم اكتشاف تراوت الحقيقة
Con el cebo de una mentira, se pesca la trucha de la verdad
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