Es realmente fascinante comprobar cómo los grandes artistas finalmente se imponen a su público.
La primera vez que vi un film de Bela Tarr me sentí enojado por esos planos estáticos en los que aparentemente no ocurría nada. Y, sin embargo, ahora son esos mismos planos los que me mantienen pegado a la pantalla con una sensación de placidez y absoluto placer. De hecho, desearía que no acabaran nunca. Y si me dijeran que con motivo del epílogo de su carrera cinematográfica, el cineasta húngaro ha decidido proyectar una película de 24 horas, saltaría ahora mismo de mi cama para contemplarla y prepararme para vivir una experiencia.
Los personajes de Bela Tarr caminan y hablan pero a veces más que entre ellos mismos parece que lo hacen con los abismos. Que hay un barranco debajo de sus pies y un terremoto devastador va a aniquilarlos. Ciertamente, la mayoría de ellos se comportan como si fueran a morir en unas horas aunque hagan planes de futuro y con sus silencios reflejan la ira del creador. Son, por tanto, compañeros ideales para una depresión, abolir las fronteras modernas y del comercio y atravesar el maremoto de la nostalgia.
En verdad, los films de Bela Tarr son fronteras al absoluto existencial; náusea metafísica; totalitario nihilismo; lienzos barrocos en medio de pasajes desoladores; violentos aullidos de ruido en medio de solitarias poblaciones.
Los planos de sus películas, creo que no son planos cinematográficos. Son túneles; islas; aforismos de Cioran mezclados con monólogos de Schopenhauer; océanos metafísicos aislados; rugidos de seres humanos heridos y perdidos en medio de ninguna parte; pensamientos evanescentes de Friedrich Nietzsche.
Todas las películas de Tarr en el fondo hablan de lo mismo: del fin del mundo. Del olvido y el sinsentido. Pero lo hacen, como hasta ahora no lo ha hecho ningún cineasta: filmando los gestos cotidianos de la vida como si fueran trascendentes, a los hombres como fantasmas y sus palabras como truenos.
No hay soles en el cine de Tarr. El cielo, por más iluminado que se encuentre, siempre aparenta ser borrascoso y el paisaje lluvioso. Seguramente, porque el ser humano aún no ha encontrado el equilibro. Es un titán en constante lucha consigo mismo que debe decidir diariamente si suicidarse o no. Y si no lo hace más a menudo es porque probablemente percibe que las sombras y agudas rocas que le aguardan en el más allá no son mejor paisaje que los áridos lugares de este mundo. Shalam
إِذَا أَرَادَ اللَّهُ هَلاَكَ النَّمْلَةِ أَنْبَتَ لَهَا جَنَاحَيْنِ
No hay consejo más leal que aquel que se da desde una nave en peligro
0 comentarios