Led Zeppelin es uno de los grupos más eróticos que conozco. En general, el rock es (o era) un género musical bastante abundante en insinuaciones carnales. Pero, sin dudas, Led Zeppelin alcanza uno de los cúlmenes. No tanto por las letras sino por aquello a lo que incita su música. De hecho, vislumbro como una orgía su discografía al completo. Un refinado festín de sonidos bailando alrededor de una hoguera sexual.
Los guitarrazos de Jimmy Page semejaban ardientes penes adentrándose en frondosos bosques. Inmensos cohetes de amor atravesando los cielos y la tierra. John Bonham golpeaba la bateria como si tuviera una relación íntima con ella y, en vez de estar utilizando baquetas para golpear platillos, estuviera haciendo uso de sus manos sobre un erótico tapiz forjado con piel humana. Y Robert Plant, incluso cuando se encontraba en silencio, parecía estar a mitad de un orgasmo. Acostado en una cama rodeado por bellas señoritas deseosas de acariciarlo.
Las creaciones de Led Zeppelin eran odas al mundo natural y al mítico. Al pansexualismo y lo que aún quedaba de agreste y salvaje en Occidente en plena revolución tecnológica. Eran una alegre y, a la vez, diabólica coda al hippismo. Una muestra de lo que sería un mundo libre y sin estados. Una utopía musical que con los años no se agota. Al contrario, se muestra resplandeciente, como los primeros arco iris que contemplamos en la infancia.
Ninguna de las canciones de Led Zeppelin era monótona. La mayoría de ellas se contorneaban como una serpiente o una bailarina de danza del vientre. Seducían sensualmente al oyente con su baile y sus suaves roces. Realmente, estaban llenas de misterios. Era, desde luego, difícil llegar a tatarearlas con absoluta seguridad. Porque la mayoría de sus melodías se contraían y alargaban constantemente. Volaban libres, al igual que los conjuros de los magos o las supersticiones. Y por lo general, nunca se sabía cuándo ni dónde aterrizarían.
Led Zeppelin eran suntuosos. Una forma de entender la vida que probablemente ya se haya perdido. Sugerían que los seres humanos aún podíamos ser gigantes. No deberíamos achicarnos como hormigas en nuestras habitaciones. Y por ello tengo muy claro que Heráclito hubiera disfrutado con sus canciones. Y también, los filósofos hedonistas. Cualquiera que goce con su cuerpo y prefiera disfrutar de una tarde bañándose que frente a la pantalla de una computadora.
La banda británica parecía haber crecido en una isla cercana a donde lo hicieron las sirenas que intentaron detener a Ulises con su canto. Vivir en un territorio donde todo, absolutamente todo, estaba permitido y era prácticamente imposible diferenciar el bien del mal. Cada una de sus melodías era similar a un coito soñado. A un éxtasis. Una iluminación mística sobre los poderes del amor. Un brebaje alquímico capaz de despertar la líbido hasta a un eunuco y hacer gritar de placer a niñas que aún todavía no han comenzado a experimentar con su cuerpo. El bajo de John Paul Jones sonaba, de hecho, como si el músico lo estuviera tocando desnudo. Y, en general, cada uno de sus discos poseía tres o cuatro melodías que parecían haber sido grabadas mientras los músicos recibían o daban sexo oral. Como si desearan seducir a cada mujer que las escuchara.
Led Zeppelin eran un vaivén. Un tobogán de emociones. Sus integrantes vestían pantalones vaqueros que parecían más elegantes que trajes de corte y dieron a luz una discografía llena de tonadas de blues que se expandían infinitamente hasta casi tocar las estrellas. Baladas rabiosas que podían haber sido compuestas mientras se rajaba el vientre a una cabra poseída por algún ángel oscuro. Riffs de guitarra iguales a relámpagos. Reggaes interpretados como sonatas medievales. Ramalazos de country más cercanos a Johann Sebastian Bach que a las tonadas compuestas por los viejos trotamundos americanos y jugosas cantinelas árabes que podrían haber aparecido en Las 1001 noches y haber sido entonadas por primera vez durante un viaje a través del desierto.
Todo eso y aquello otro y probablemente bastante más eran Led Zeppelin. Un grupo que gozaba de un aspecto diabólico y angélico al mismo tiempo. Un huracán sexual cuyas canciones eran parecidas a cuchillas afiladas con la finalidad de introducirse en la vagina de miles de mujeres para hacerles sentir un orgasmo infinito. Algo similar a que un pedacito de la cola del diablo resbalara por sus senos acariciándolos. Shalam
ما حكّ جْلْْْْْدك مثل ظْفرك
La tierra atrae tanto que los viejos caminan encorvados
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