Fabio Frizzi es un músico paciente e intuitivo. Tranquilo. Seguro de sí mismo. Un maduro instrumentista que sabe cuándo golpear y cuándo esperar o contraatacar. De hecho, pienso que, como buen italiano, lo que busca con sus soundtracks de terror no es tanto aterrorizar al oyente sino enamorarlo. Hacerle el amor psíquicamente. Irlo enredando en sus melodías circulares y sinuosas como si fuera un jocoso vampiro; un amante experto que no tiene prisa por desnudar a su pareja y recorrer sus partes más íntimas. Le basta con acariciar sus dedos para saber que todo ocurrirá cuando deba hacerlo y el éxtasis acabará llegando en el momento cumbre. Probablemente, cuando el resplandor de la luna atraviese las cortinas de la habitación. Pues sus discos son como esporas preparadas para succionar nuestra sangre y alma. Exorcismos festivos con tintes neuróticos y obsesivos que, de no ser por su atmósfera demencial, podrían servir como introducción a una noche de baile infinito en una discoteca.
Las sinfonías de Frizzi tienen muchos componentes morbosos e irónicos. A veces, parecen una revisión kitsch de las míticas bandas sonoras de la Hammer, una amplificación divertida de ese mundo de imágenes telúricas e inquietantes sonidos compuestos por la compañía inglesa, pero en otras ocasiones, parecen espectrales ampliaciones de las coquetas melodías de Burt Bacharach. De hecho, son casi ramificaciones de los discos ambientales. Bifucarciones, eso sí, a las que se le añadían ciertos samplers y esquivos sonidos orgánicos para adaptarlas al gusto del público que acudía al cine a divertirse viendo rodar cabezas y vísceras por la pantalla o enormes hileras de zombies desplazándose por las avenidas de la ciudades modernas
Los discos de Fabio Frizzi seducen y muerden. Podrían ilustrar perfectamente westerns apocalípticos, viajes mentales, muertes a cámara lenta o los bailes de las almas enterradas en los cementerios. Porque son parecidos a un virus inoculado. Un cáncer que conforme va creciendo y acabando con nuestro cuerpo, nos hace feliz. Son un pasaporte para adentrarse y atravesar el lado mórbido de la existencia. Aterradores poemas musicales entre los que pueden escucharse las voces de fantasmas, grajos y almas asfixiadas gritar junto a los psicóticos, narcóticos sonidos extraídos de siniestros sintetizadores.
Es obvio que Fabio Frizzi me parece un verdadero maestro musical. Pero no tanto por sus logros sino más bien por su humildad. Pues en todos sus discos se trasluce un intenso amor y respeto hacia la música. Cierta lucidez y consciencia de que en el fondo, sus trabajos son divertimentos y si acaban convirtiéndose en obras maestras es más por la pasión y sabiduría que introduce en ellos que debido a sus pretensiones artísticas. Frizzi, sí, es uno de esos escasos músicos profesionales que sabe dónde están sus límites y no los rebasa. Se siente contento por el mero hecho de poder componer y desde luego que lo transmite. Al fin y al cabo, en sus manos, el terror es un caramelo. Un dulce de chocolate que accede con suavidad en nuestro estómago. Una lección que debiéramos aprender sí o sí para continuar vivos. Puesto que sus discos consiguen que imaginarnos nuestra muerte o la de nuestros seres queridos más que una tortura, sea una liberación. Shalam
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