Han pasado más de veinte años, era exactamente agosto de 1992, pero todavía puedo recordar el impacto. La madre de mis vecinos me había dejado un libro no sin antes advertirme de su duro contenido, aunque yo había ido postergando su lectura hasta una mañana en la que desperté ensimismado y desangelado. No me agrada consumir drogas pero por aquel entonces yo era un adolescente y quería probarlas todas. Experimentar sus efectos para ampliar mi conocimiento de mí mismo y la realidad. Contemplar los colores y transmutar sensaciones con tal de vislumbrar alguno de aquellos leones rojos que se le aparecían al alba a William Blake o a los que se refería Jim Morrison en sus dionisiacas odas a las serpientes. Por lo que la noche anterior había aceptado gustosamente la invitación a introducir unas cuantas rayas de cocaína por mi nariz. Ajeno a sus efectos, viví cierta euforia durante las siguientes horas que se transformó en depresión al despertar. Un sentimiento de soledad muy intenso que me condujo a abrir aquella misteriosa novela cuyo inquietante título, American psycho, no me hacía ni tan siquiera intuir aquello que iba a encontrar. Supongo que estaría sugestionado, sí, pero cada frase retumbaba en mi cerebro como si fuera polvo blanco, conduciéndome a un estado psicótico ajeno a todo aquello que no fuera la oscura voz del elegante, magnético asesino que hablaba a través de sus páginas con absoluta fluidez y naturalidad sobre Versace, Huey Lewis and The News, trajes caros y cocktails.
En aquella novela -o más bien raya de speed- escrita por Breat Easton Ellis, las frases dolían. Se clavaban en el cerebro con la precisión de un machete. Hacían daño y casi que me hacían vomitar. Me provocaban tanto repulsión como fascinación. Y consiguientemente, durante los días en los que leí el libro, lo escondí de mi madre, consciente de estar ante un objeto peligroso, afilado y excitante. Viscoso, morboso y verdadero. Una radiografía exacta y alucinada del alma de Wall Street. La generación yuppie. El lujo y la frivolidad. El vacío, la inteligencia y la banalidad. La moda y la enfermedad. Una obra de arte que se podía perfectamente apropiar de mi alma como lo había hecho varios años atrás El guardián entre el centeno de la de Mark Chapman.
Obviamente, teniendo en cuenta estos mimbres, se comprenderá que haya devorado recientemente esa perversa autobiografía ficticia escrita por Breat Easton Ellis a mitad de la década del pasado siglo: Lunar Park. Pues no sólo es que entre sus páginas el escritor norteamericano resucite al Patrick Bateman de su célebre novela sino que juega con su presencia fantasmagórica. Lo presenta como una mezcla entre el Jason de Viernes 13 y el típico asesino psicopático de telefilme estadounidense. Un espíritu que se apodera de su propia vida cuya presencia se ramifica continuamente en páginas parecidas a precipicios psíquicos que exigen la presencia de demonólogos o detectives y que, en última instancia, el escritor norteamericano se ponga en paz con el fantasma de su padre. Cumpla su última voluntad, restituyendo cierto orden (ficticio) en medio de una sociedad absolutamente desestructurada cuyos cimientos y raíles se mueven, flotan aleatoriamente.
Ciertamente, al menos en los primeros capítulos del libro, Breat Easton Ellis se encuentra a la altura del reto propuesto: desestabilizar la memoria y la realidad y también la ficción componiendo un lienzo monstruoso sobre su vida que no es más que un espejo de la deforme sociedad norteamericana. Empresa que le ayuda a demostrar que tanto él como su personaje son más víctimas que culpables. Despojos y restos de una herida. Vagabundos y al mismo tiempo, proyectos calculados y despiadados del capitalismo. Envoltorios de una bebida refrescante arrojados a la basura.
A Breat Easton Ellis le estaré siempre agradecido los tres o cuatro absorbentes días que me hizo pasar en la adolescencia. La manera en que consiguió explicarme las frías aristas de un mundo contra el que por aquel entonces yo rugía de furia entre canciones de Bob Dylan y Ramones: el neoliberal. Además, su diabólico fresco consiguió describir algo que muy pocos escritores habían conseguido hasta entonces: la calculadora, maquinal mente del Doctor Jeckyll, el David de Miguel Ángel o Abel. El guerrero colonial occidental adorado por sus semejantes y enaltecido como un dios ante las generaciones posteriores. No sé si se me comprenderá. Pero en cierto modo, con Patrick Bateman entendí lo que podía hallarse detrás de la fachada de nobles guerreros occidentales como el Cid o Rolando o del reluciente traje del empresario o banquero que deseaba venderme un ático adosado en primera fila de playa. Y también comprendí cómo funcionaban las mentes de la gran mayoría de políticos y presidentes del FMI y cuáles eran en el fondo sus aspiraciones. Pues el esquizoide escritor consiguió introducir y mezclar al Marqués de Sade con el mundo del pop, el lujo y la moda, haciendo de paso una descripción pormenorizada de los efectos continuados de la droga dura y la inyección de dinero deuda en nuestras sociedades, que aún hoy me estremece por su visceralidad y verdad. Por la manera en que como si sus letras y páginas fueran granos y papelinas de cocaína, se introdujo a través de mis poros, transmitiéndome un chute de conciencia y realidad.
Los psicópatas sí, no eran únicamente americanos sino que estaban entre nosotros y gozaban por lo general de buena reputación y saludable aspecto. Eran nuestros profesores, economistas, los directores de la televisión y los programas que ansiábamos ver. Psicópatas, sociópatas todos. Rayos de sol cobrando a los veraneantes dinero por aparecer en los cielos. Shalam
Nadie ha sido más triste y melancólico que Giacomo Leopardi. Nadie ha transmitido mejor hasta dónde puede llegar a estar y sentirse sola un alma. Un...
0 comentarios